Vivir entre ruinas: la cara oculta de Lisboa
El fotógrafo portugués Mário Cruz, dos veces ganador del World Press Photo, desvela en blanco y negro el drama de los trabajadores lisboetas sin recursos y sin acceso a una vivienda digna. Su libro ‘Roof’ fue presentado recientemente en los Encuentros de Arlés (Francia)
Desde las ventanas de António Lemos se ven las copas de algunos árboles del palacio de Belém, la residencia oficial en Lisboa del presidente de la República de Portugal, Marcelo Rebelo de Sousa. Las ventanas de António son huecos por los que entran el sol, la lluvia o el viento. Duerme sobre un colchón en el suelo y se cubre con una colcha demasiado inconsistente para protegerle a él y a sus peluches de las madrugadas de invierno. António Lemos tiene 79 años y trabajó como ayudante de cocina en algunos populares restaurantes y hoteles de Lisboa. Combatió dos años en la guerra colonial en Guinea-Bisáu, la peor de las tres contiendas simultáneas que libró Portugal en África entre 1961 y 1974. Cobra una pensión de jubilación de 525 euros al mes. Por haber luchado en nombre de su país le dan otros 175 euros.
—¿Al mes?
António ríe y aclara que es una cantidad anual.
Desde hace tres años habita una casa ruinosa, que carece de puerta, luz, agua o gas. Se alumbra con velas y se asea en un baño público. De dos perchas cuelgan cinco corbatas de colores alegres. “A veces me pongo una. Nunca renuncié a cuidar mi aspecto, no puedes abandonar la higiene. Si lo haces, el camino hacia el desastre es más rápido”, comenta. En el cuarto donde habla hay un sofá sucio con ropa amontonada, una mesa con un candelabro, un pequeño transistor y un tenedor, además de una estantería con un libro religioso, servilletas, mascarillas y velas de repuesto.
Un jueves de la pasada primavera acudió a la avenida de la Libertad para celebrar, junto a más de 200.000 personas, la derrota de la dictadura medio siglo atrás. António se manifestó a pesar de que tiene razones sobradas para sentirse abandonado por la democracia, a la que saludó con entusiasmo el 25 de abril de 1974.
En medio de la euforia de su poética revolución, los portugueses creyeron que cualquier utopía era posible. La libertad llegó, pero otros sueños, como el derecho a la vivienda, se han convertido en pesadillas para personas con bajos ingresos como António. Sin poder abonar un alquiler con su exigua pensión, el antiguo combatiente se instaló en esta casa abandonada que comparte con gatos y desperdicios. Hace ya meses que desistió de buscar un techo digno y se resigna a esperar por la oferta de alojamiento de alguna institución.
Este pensionista es uno de los protagonistas de Roof, el último proyecto de Mário Cruz (Lisboa, 36 años), ganador en dos ocasiones del World Press Photo por sus trabajos en Filipinas y Senegal. Se trata de un libro-objeto presentado en la actual edición de los Encuentros de Arlés (sur de Francia), editado en Portugal por Narrativa y por FotoEvidence en el ámbito internacional. Durante una década, el fotógrafo ha rastreado su ciudad para visibilizar lo que nadie ve: lugares inhóspitos e insalubres convertidos en moradas forzosas por quienes no pueden costearse un techo convencional. “Comencé en 2013, cuando muchas personas perdieron sus casas durante la crisis de la troika”, recuerda. En aquellos años casi nadie se avergonzaba de habitar unas ruinas. “Me pedían que mostrase dónde vivían para denunciarlo, para que la gente supiese. Cuando retomé el trabajo en 2019, la actitud había cambiado y la gente ahora prefiere que no se les identifique porque sienten vergüenza de su situación. La crisis de la vivienda no comienza ahora, sino que es estructural”, remarca el fotoperiodista.
Lisboa lleva unos cuantos años de moda: atrae inversores extranjeros, nómadas digitales, jubilados ricos que huyen del frío y millones de turistas. En 2023 fue declarada el mejor destino urbano en Europa en los World Travel Awards. Se muere de éxito y se gentrifica a mansalva. Un cóctel que presiona sobre el mercado inmobiliario. Portugal ha sido el cuarto país de la Unión Europea donde más han subido los precios de las casas desde 2015. Una crisis que viene de lejos y que tardará tiempo en resolverse, según Carlos Moedas, alcalde desde 2021. “Nunca hasta hoy ha habido un gobierno que haya invertido tanto en vivienda, con 560 millones de euros. Hay 1.000 familias que reciben ayudas para pagar alquileres y, además, cada 15 días entrego 30 llaves de casas municipales a personas que no pueden pagar nada o tienen salarios bajos, como policías, profesores, enfermeras. No había ocurrido en los 10 años anteriores, pero solucionar esto demora mucho”.
En una lista de 24 urbes europeas, Lisboa es la tercera más cara: a finales del año pasado, el precio del metro cuadrado de alquiler estaba en los 20,80 euros, por encima de Madrid (17,90). Nada que esté al alcance de un portugués que cobre el salario medio: 1.505 euros en 2023, frente a los 2.128 que se registraron en España en 2022.
El paraíso turístico no es el país de Roof, un ejercicio de poesía visual que en realidad es un ajuste de cuentas con una de las grandes asignaturas pendientes de la democracia. “Todos tienen derecho, para sí y para su familia, a una vivienda del tamaño adecuado, en condiciones de higiene y confort y que preserve la intimidad personal y la privacidad familiar”, dice el artículo 65 de la Constitución portuguesa. “Lo que yo he visto es una migaja de la realidad. Es más fácil caer en una situación así que tener una gran vida, basta no tener ahorros o que no te renueven el contrato de alquiler. No es aceptable que, en un país democrático, si tienes un empleo o has trabajado toda la vida, no tengas derecho a una vivienda digna”, subraya Cruz.
Nada de eso se cumple en el caso del jardinero municipal que ha construido un hogar dentro de contenedores de transporte marítimo de mercancías. Con un salario mensual de 800 euros, no logra encontrar un piso. “Últimamente ya no busco y trato de ahorrar dinero para más adelante, pero 800 euros no dan para casa, comida y facturas”, afirma. Sigue residiendo en el barrio donde nació hace 55 años, pero ha pasado del piso familiar donde creció al contenedor marítimo de carga situado enfrente. El jardinero vive ahora acompañado por una gata y numerosos pájaros que ocupan una docena de jaulas. “Los animales me dan tranquilidad, siento que son mi familia”. Obtiene electricidad gracias a un acuerdo con una vecina y confía en mudarse algún día al campo donde pueda tener todos los animales que desea y cultivar su huerto.
Además del libro de artista, Cruz presentó Roof en forma de exposición en Lisboa, en un edificio vacío y deteriorado en el corazón de la ciudad, rodeado de pisos turísticos y viviendas de precio estratosférico. El Antigo Recolhimento das Merceeiras se fundó para acoger a personas de “pobreza vergonzosa” y luego albergó apartamentos que se vaciaron hace décadas. Pertenece a la Santa Casa da Misericórdia, una institución benéfica fundada hace seis siglos con un gigantesco patrimonio inmobiliario. El escenario es perfecto para acoger las fotografías de la pobreza vergonzante del siglo XXI: los trabajadores y jubilados con ingresos ridículos para las actuales exigencias del mercado inmobiliario. “Estas personas no entran en las estadísticas porque no están en la calle aunque tampoco tienen una casa, son invisibles”, sostiene Cruz, que excluyó de su trabajo a los sin techo o a las personas con problemas de adicciones.
En tiempos de inmediateces, abrazó una causa que requería paciencia y delicadeza para detectar los lugares inhóspitos donde alguien pugnaba por construir una habitación propia. Observó la ciudad atendiendo a ciertas señales: ropa tendida que variaba junto a un edificio abandonado, un candado nuevo sobre una puerta endeble, una tabla sobre el hueco de una ventana…
Encontró madres jóvenes con bebés, albañiles con incertidumbre laboral, parejas de trabajadores precarios y jubilados. Moran entre grietas gigantescas, hiedras invasoras y techos ruinosos. “Son personas frágiles y se van a vivir a lugares muy frágiles. Sin embargo, tratan de convertirlo en una casa, casi todos tienen una alfombra a la entrada, una mesa con mantel, un cuadro colgado, o dejan el paraguas a la puerta aunque dentro llueva a mares”, destaca.
Muchos de ellos se aferran a la fe religiosa, como António Lemos, que va a misa cada domingo y ha repartido por cada cuarto decenas de estampas de santos y vírgenes. Cumple con lo que considera sus deberes, incluido ir a votar en las elecciones. Es su manera de no sucumbir a la desesperación, igual que se asea con pulcritud y oculta sus circunstancias a su hija, emigrada a Francia. “Le miento para que no sepa cómo vivo”, confía.
Tampoco los amigos que lo invitan a comer de vez en cuando saben que perdió su última vivienda digna cuando unos inversores chinos compraron el inmueble. Ahora recibe la correspondencia en la casa de su hermana, igual de ajena a su situación. Al antiguo combatiente que afrontó una guerra le paraliza el pudor. “Mi hermana tampoco sabe. No lo oculto por capricho, lo hago por muchas cosas. Quizás la vergüenza sea una de ellas, aunque vergüenza, ¿de qué? No hago mal a nadie, soy una persona educada que puede salir a la calle con la cabeza alta”.
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