Poblenou: república ‘expat’ entre los rescoldos del barrio obrero
La movilidad de los extranjeros con alta cualificación, azuzada por el fenómeno de los nómadas digitales, está transformando ciudades de todo el mundo, creando circuitos de vida paralelos que apenas se cruzan con los autóctonos. En este antiguo barrio industrial de Barcelona supone una tercera ola de gentrificación
Barcelona. Primavera de 2024. Un grupo de yayos que toma el sol en la Rambla del Poblenou ve pasar una mañana cualquiera a un nutrido grupo de fornidos jóvenes nórdicos, balón en mano, hacia la playa. En un centro de salud cercano, algún médico de familia trata de atender en inglés a un paciente, mientras en un pequeño coworking la octogenaria Carme Pol Mansachs da clase de conversación en catalán a varios extranjeros. En una cafetería de especialidad con alto porcentaje de clientes internacionales, el dependiente señala un cartel que prohíbe el uso de portátiles en el establecimiento, mientras no muy lejos de allí Bianca, de cinco años, atiende a la clase en catalán, aunque hablará en castellano en el recreo y, de vuelta en casa, en italiano con su madre y en inglés con su padre.
Poblenou no es el barrio con más extranjeros de la ciudad, y Barcelona no es el destino español preferido por esa masa de profesionales desplazados temporalmente a países distintos al suyo popularmente conocida como expatriados o, en corto, expats; distintas encuestas colocan por delante Alicante o Málaga. Pero los contrastes y las disonancias que saltan a la vista a cada paso en este antiguo barrio obrero e industrial, inmerso desde hace décadas en un particular experimento económico y social, resultan perfectos para asomarse a un fenómeno global que está transformando ciudades de todo el planeta. Hay 72 millones de expatriados repartidos por todo el mundo —contando todos los migrantes legales desplazados más de un año y menos de cinco—, según la consultora británica Finaccord. En España, la cifra creció entre 2019 y 2023, pese a la pandemia, de 2,06 a 2,41 millones. En Barcelona los expats son uno de cada 10 vecinos, según un reciente estudio académico que cuenta como tales a los extranjeros con alta cualificación.
Empezamos el recorrido en la Rambla del Poblenou. Con su horchatería, su pastelería y su teatro-casino de toda la vida, sigue siendo el corazón del barrio, pero cada vez menos, dice Albert València. “Aún no estamos tan mal como las Ramblas de Barcelona, que eso sí que ya es tierra quemada, pero vamos camino. Yo aún paseo por aquí con cierto orgullo, pero hay gente que la evita y va por la calle paralela, que es de verdad donde están los comercios”, asegura mientras señala las franquicias y los establecimientos de corte moderno-cosmopolita que sustituyen a toda velocidad a las tiendas tradicionales.
Arquitecto nacido en el barrio, es hijo de un médico de atención primaria que ha visto en primera fila el cambio del paisaje vecinal. Y forma parte del Observatori dels Barris del Poblenou, colectivo movilizado contra el plan urbanístico municipal Distrito 22@. Este, continuación del cambio iniciado con la villa olímpica de los Juegos del 92, nació a principios de la década de 2000 para construir una moderna mezcla de actividad económica centrada en la tecnología, la vivienda y los equipamientos. Para el observatorio, en la práctica solo ha conseguido “cambiar las fábricas por oficinas —el 40% de ellas vacías— y plazas hoteleras, arrinconando la oferta de vivienda, sobre todo la social”, resume este joven que puede seguir viviendo en el barrio, asegura, porque tiene acceso a una vivienda familiar. El alquiler medio en Poblenou ha crecido un 76,5% en la última década (de 654 a 1.155 euros), 12 puntos por encima de la media de la ciudad.
“Aparte de la destrucción física del territorio, socialmente también se ha transformado mucho. Ahora, con el tema de los expats, es aún más visible”. València habla de una tercera ola de gentrificación: tras la llegada inicial de modernos profesionales y artistas de otras partes de la ciudad y la inundación, más tarde, de turistas, ahora se trata de una especie de mezcla de ambos perfiles. “Se han creado puestos de trabajo muy cualificados para un tipo de población desarrollada global que ahora está aquí y mañana se va a otro sitio. No arraiga”, continúa. En el proceso va quedando cada vez menos sitio para los que ya estaban. “Este había sido siempre un barrio obrero muy combativo, y ahora parece un poco la invasión de los ultracuerpos… Cada vez menos gente participa en las plataformas y, cuando buscas a quienes lo hacían antes, muchos se han mudado fuera buscando alquileres más baratos”. El mundo local y el flotante globalizado suelen recorrer vías paralelas que apenas se tocan en unos pocos puntos. En su caso, es la clase de natación en el polideportivo municipal. En el de su pareja, las clases de tenis.
La italiana Margherita Pranzo (42 años) es en sí misma otro de esos puentes entre los dos mundos. Casada con un neozelandés con el que ha montado una empresa de software, lleva ya una década viviendo en Barcelona. Habla catalán y castellano, igual que su hija, Bianca, de cinco años, pero cuenta que buena parte de su día a día transcurre en el circuito de desplazados, una comunidad de ocio y de apoyo mutuo conectada a través de las redes sociales que se siente cómoda entre gentes en una situación parecida y con una lengua común: el inglés. Hay, de hecho, todo tipo de negocios que giran en torno a ellos y que van mucho más allá del hospedaje y la restauración: hay seguros especializados para expats, tarjetas de teléfono e-sims, cuentas bancarias (Wise, N26), comunidades virtuales de encuentros de ocio y de citas, abogados y notarios especializados... Y hasta clubs de la comedia, como el Comedy House que ofrece stand-up en inglés en un local del Born.
“Realmente, puedes hacer tu vida solo en inglés. Hay muchos grupos en redes en los que nos ayudamos en cuestiones del día a día, para hacer gestiones, buscar médicos, abogados… Toda una red de servicios. En mi caso, me ayudó mucho con el tema colegios”, explica. Tampoco es fácil entablar relaciones con los lugareños, tal vez por su carácter reservado, pero admite que puede ser frustrante crear afectos con gentes de paso. “A veces inviertes mucho en una amistad y luego esa persona se va…”.
Sobre los puntos de encuentro entre locales y visitantes, València confiesa sentimientos encontrados. “Por un lado, pienso: si viven en el barrio, quieren estar un tiempo largo y ayudar a las causas, bienvenidos. Pero, por otro, digo: ¡Jolín! No quiero que nos convirtamos en parte de su experiencia redonda de uso y disfrute de Barcelona antes de irse a otro sitio”.
Carme Pol Mansachs sí ha abrazado con entusiasmo la experiencia internacional, dando clases de catalán y echando una mano en lo que haga falta en Lemuria Continente Cultural, un pequeño espacio de coworking y todo tipo de actividades, desde yoga a exposiciones, en la calle de Marià Aguiló. “Vicki es mi vecina de arriba y me enredó para esto”, explica. Se refiere a la argentina Victoria Agulla Tagle, que después de años de ahorro y esfuerzo logró levantar Lemuria a semejanza de los clubes de miembros que conoció en Miami. Se enamoró de Barcelona en 2019, cuando llegó becada para estudiar un máster de gestión cultural y este barrio era la opción lógica para su negocio, pues le da la efervescencia cultural que buscaba —su espacio es parte de Poblenou Urban District, una asociación que reúne todo tipo de empresas y asociaciones creativas— y a la vez la playa, el ejercicio, el deporte… “Es como la antítesis y la competencia del barrio de Gracia”.
Uno de sus miembros es Joep Sondeijker, holandés, consultor para el desarrollo y lanzamiento de proyectos de bares y restaurantes, con clientes en toda Europa continental. Candela Casas, escritora suizo-argentina y diseñadora de materiales educativos, es otra. Ambos son nómadas digitales, profesionales que, de la mano de las nuevas tecnologías, pueden teletrabajar desde cualquier parte del mundo, un colectivo que ha dado nuevos bríos en los últimos años a la movilidad internacional.
Y también está en Lemuria Ariane Aumaitre, gallega, consultora de políticas públicas formada en Bélgica e Italia, que trabajó dos años para la OCDE en París. Ahora colabora con empresas y organizaciones internacionales desde Barcelona, donde reside por temporadas con su pareja, ya que pasan mucho tiempo en una casa alquilada en Galicia. Él, barcelonés, consultor tecnológico, puede teletrabajar desde cualquier punto de España. “Estoy acostumbrada a un ambiente muy internacional, y para mí Poblenou es la manera de mantenerlo. La diversidad de experiencias [en Lemuria] me gusta mucho, todos hacemos cosas distintas y venimos de sitios muy distintos”.
No hace falta salir de este pequeño coworking para ver que al concepto de expatriado se le saltan las costuras apenas se le pasa un poco la uña. Primero, porque cada vez más académicos critican la división entre expats (etiqueta usada normalmente para trabajadores blancos, altamente cualificados y procedentes de países ricos) e inmigrantes (que se suele utilizar para trabajadores poco cualificados procedentes de países en desarrollo y marcados étnicamente), que consideran cargada de racismo y colonialismo. Pero, además, porque la realidad se resiste a encajar en la etiqueta, pues igual que hay nómadas digitales internos como Aumaitre, hay expats ricos que vienen de países pobres y desplazados desde países ricos que se buscan la vida como pueden. De hecho, el 30% de los expats de la ciudad ganan lo mismo o menos que el salario medio local, según un reciente estudio de los investigadores de la Universitat Autònoma de Barcelona Antonio López Gay y Brian Rosa. Consideraron expatriados a los extranjeros con alta cualificación y encuestaron a 400 de ellos. Calculan que son el 10% de la población de Barcelona y enmarcan su aumento dentro de una tendencia generalizada en las ciudades del sur de Europa.
Pero España también aporta expats al resto del mundo. De hecho, más de los que recibe: 2,79 millones, casi el doble que en 2009, según la última cifra oficial. Javier Olivas, barcelonés de 47 años, es uno de ellos. Nómada digital, uno de sus trabajos como freelance en isla Mauricio es para una de las páginas más populares del sector: Expat.com, que según su web cuenta con tres millones de miembros repartidos por 500 ciudades de 197 países del mundo. “Ahora mismo, si no viajas parece que no eres nadie, si no cuelgas tu foto en Instagram desde este o aquel sitio… Sí, el fenómeno expat sigue siendo un poco tendencia… Pero al final no es oro todo lo que reluce, salvo para cuatro influencers que ganan mucho dinero, esto es duro, es inseguro…”, completa Olivas. Para empezar, por los líos para cotizar por el trabajo y obtener una pensión en el futuro saltando de país en país y con la residencia fiscal en otro, los clientes en otros…
Las cuitas del visitante, en todo caso, no consuelan a los locales, que ven cómo la llegada de extranjeros les van vetando el acceso a ciertos servicios y a ciertas zonas. “Al extranjero, en principio lo ven como un billete de 500 euros con patas, así que te van a tratar muy bien. Pero, si te sales de ciertos circuitos, sí vas a encontrar cierto recelo... Sí, yo creo que está entre el recelo y el Bienvenido, Mr. Marshall”, explica Olivas por videollamada.
El proceso es muy parecido en todas partes, en ciudades muy presionadas ya por el turismo masivo que han visto aumentar el descontento con la llegada de los nómadas digitales. Una llegada incentivada, por cierto, por las autoridades; más medio centenar de países han creado permisos especiales para ellos. En España, se llama visado de residencia para teletrabajo y, aunque al parecer no ha tenido demasiado éxito —el Ministerio de Migraciones no ha dado datos a este periódico, a pesar de repetidas peticiones—, está enmarcado en una estrategia “para atraer inversión y talento”. Han sido muy sonadas las polémicas en torno a la llegada de nómadas digitales en Lisboa o en Ciudad de México. En Barcelona, además, el fenómeno se mezcla con el hartazgo por el turismo masivo.
“No me gustaría salir en un reportaje sobre lo malos que son los expats”, advierte Nick Lee, diseñador industrial inglés de 47 años que crea piezas sostenibles con impresoras 3D. Se mudó hace tres años a Barcelona después de haber vivido por medio mundo porque le parece una de las mejores ciudades del planeta, con montaña, playas y gran ambiente: “Es muy internacional, muy divertido y realmente hay mucha creatividad”.
Lo cuenta en una sala del enorme y moderno edificio de The Social Hub en el Provençals del Poblenou, un ejemplo magnífico de la parte más moderna y efervescente de un barrio en el que las antiguas fábricas reconvertidas en comercios y oficinas molonas, altas torres de colores y restaurantes y cafeterías de diseño resaltan todavía más las pugnas entre lo viejo y lo nuevo. Con su auditorio, su piscina en la azotea y su cocina comunal donde los kitchen buddies echan una mano con menús y recetas, el responsable de marketing de la compañía en la península Ibérica, Luigi Esposito, declara ambiciones más allá del negocio: “Nosotros lo que queremos es ser un facilitador de relaciones para que se generen ideas y conexiones para poder hacer una sociedad mejor”.
Nick Lee acaba de terminar en el Social Hub una especie de residencia artística y por eso recibe a los periodistas para hablar de sus viajes y su trabajo. Y es justo antes de despedirse, cuando resopla preocupado por la posibilidad de aparecer en un reportaje sobre expats depredadores y molestos. “No sé cómo se soluciona todo esto, cuando la economía mundial se mueve en esta dirección. Y ahora que la gente puede trasladarse a vivir a otros países, el mundo entero se mueve, y yo estoy realmente a favor de eso. Pero también creo que es importante que el gobierno cuide de la población local, con subsidios especiales y desgravaciones fiscales, que les facilite viviendas y una primera oportunidad de trabajo en su comunidad, un trasporte público que no esté abarrotado... Cosas que funcionan bien en lugares como Singapur. Hace falta equilibrio”.
Esta es un poco la tesis de Ronald R. Sundstrom, profesor de Filosofía de la Universidad de San Francisco, probablemente el epítome de la ciudad gentrificada, que acaba de publicar un libro sobre este asunto titulado Just Shelter: Gentrification, Integration, Race & Reconstruction (Un refugio justo: gentrificación, integración, raza y reconstrucción, Oxford University Press). “Defiendo el ideal de igualdad (moral, social, jurídica y política) entre ciudadanos nacionales y residentes en la ciudad. Eso significa que conceder a los residentes de larga duración el derecho a excluir a los recién llegados es moralmente indefendible. Pero los derechos de los turistas o los no nacionales tampoco están por encima de los demás. Los residentes ricos de las ciudades no pueden abusar de los derechos de los trabajadores y de clase media, socavando la capacidad de todos para acceder a una vivienda justa y asequible”, señala por correo electrónico. En definitiva, más allá de cuestiones estéticas y románticas de defensa de espacios y tradiciones en un contexto, las ciudades, en constante cambio, Sundstrom está convencido de que “el verdadero problema es la falta de vivienda, tanto a precio de mercado como asequible: viviendas al alcance de la clase media, la clase trabajadora y los pobres. Esa es la verdadera crisis”.
Al Poblenou, al menos de momento, no parece haber llegado ese equilibrio. Mientras se siguen levantando oficinas aquí y allá, la nueva fiebre son las residencias de estudiantes pensadas sobre todo para posgraduados extranjeros, la otra gran categoría de expats, según València. “En mi clase hay 27 nacionalidades distintas”, dice Polina Goreva, moscovita de 28 años que estudia un máster de gestión cultural. Pasa la mayor parte del tiempo con otros extranjeros: “Es más natural, supongo”. Veronika Preobrazhenskaia, también moscovita, es una de sus compañeras de máster. Pero cuando lo termine, no se ve en Barcelona. “Es muy divertido, pero hay poco trabajo para expats. Se puede trabajar en remoto, pero la ciudad es demasiado cara”, sentencia.
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