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Zabalgana: espíritu de barrio contra la maldición del PAU

La acción vecinal ha conseguido humanizar el joven barrio vitoriano, el más poblado la ciudad con más de 29.000 habitantes. Más vivienda pública, espacios verdes y unos habitantes concienciados y entrenados en la participación han dado una forma peculiar a uno de esos desarrollos urbanísticos nacidos hace dos décadas al calor de la burbuja inmobiliaria

Un grupo de vecinos de Zabalgana trabaja en la huerta del barrio
Un grupo de vecinos de Zabalgana trabaja en la huerta comunitaria autogestionada ubicada al norte del barrio. Está dividida en 60 pequeñas parcelas.Markel Redondo
J. A. Aunión

Aterrizar en el barrio de Zabalgana de Vitoria, un miércoles poco antes de la hora de comer, supone sentir de golpe y sin anestesia buena parte de las críticas que se han volcado contra esos inmensos vecindarios de líneas rectas, grandes avenidas y enormes edificios de viviendas nacidos durante las tres últimas décadas por todo el país. Esos que el escritor Jorge Dioni López recorrió y luego diseccionó en La España de las piscinas y que se han venido a conocer con el nombre genérico de PAU —programas de actuación urbanística—, aunque las siglas urbanísticas puedan cambiar de una comunidad a otra. Así que, entre aceras desiertas y restaurantes cerrados —o es su día de descanso o solo abren por las noches—, en ese paisaje de urbanizaciones envueltas sobre sí mismas, con distancias y tamaños fuera de la escala humana que parecen llamar al individualismo más salvaje, cuesta trabajo entender de primeras por qué precisamente Dioni López señala este de la capital alavesa cuando se le pregunta por uno de esos desarrollos que, en su opinión, haya resultado bien o, al menos, mejor que los demás. ¿Acaso un PAU bueno?

El también escritor Juan Ibarrondo, que vive allí desde hace más de una década y fue el pregonero de las primeras fiestas del barrio, en 2011, se muestra escéptico. Aunque se cataloga como zabalganatarra de pro, se queja de un lugar “concebido para el automóvil” y de una “utilización desmedida del espacio”, con unas calles perfectas para que el viento cause estragos en lo peor del invierno norteño: “Aquí te mueres de frío”. Admite, no obstante, que las cosas han mejorado mucho, que comercios y servicios como el centro de salud o el centro cívico han ido llegando para abrigar el vecindario y destaca una actividad vecinal y asociativa que ha ayudado mucho “para dar vida al barrio”. Por ejemplo, de las asociaciones de madres y padres de alumnos (Ampa).

Rocío Márquez (a la izquierda), presidenta de la asociación de madres y padres del colegio público Zabalgana, y Estíbaliz Giménez, su tesorera.
Rocío Márquez (a la izquierda), presidenta de la asociación de madres y padres del colegio público Zabalgana, y Estíbaliz Giménez, su tesorera.Markel Redondo

El primer colegio público, el Zabalgana, empezó a funcionar en 2007, un año y medio después de que llegaran los primeros vecinos, aunque no pasó a ocupar su edificio actual en el corazón del vecindario hasta 2010. Rocío Márquez es la actual presidenta de la asociación de familias, y Estíbaliz Giménez, la tesorera. Lo primero que llama la atención de las iniciativas que han promovido a lo largo de los años es que buena parte de ellas miran fuera del colegio, hacia el barrio: los carriles bici, la pacificación del tráfico reduciendo carriles, parques pensados para los adolescentes… Será quizá porque andando cada día al colegio es fácil ver las cosas que hacen falta, explican. Llevan allí más de una década y han visto, también, mejorar las cosas: “Tenemos muchísimos servicios que necesitamos y que hacen que no nos tengamos que mover a otros barrios”, dice Estíbaliz.

Pero les ha costado lo suyo, a ellas y a todas las asociaciones que hoy se coordinan en red a través del centro cívico municipal inaugurado en 2017: además de las de padres y madres de los cuatro centros educativos públicos de la zona, están entre otras la asociación de vecinos, la que lleva los huertos comunitarios, la de defensa del euskera… “Es verdad, está todo muy bonito, tenemos un montón de cosas, pero me da la sensación de que por todas hemos tenido que pegarnos un poco”, añade Márquez, sentada en una terraza de la plaza de Labastida, auténtico corazón del barrio que se ha convertido en sus menos de 20 años de vida en el más poblado de Vitoria, con 29.393 habitantes. El espacio, con forma de elipsis, ya no parece un solar como parecía unas horas antes, pero está todavía a medio gas a primera hora de la tarde.

Concebida desde los primeros planos como un gran espacio de encuentro, y mejorada después por la presión vecinal —se peatonalizó completamente, cerrando al tráfico la vía que la atravesaba—, esta plaza es probablemente el ejemplo más claro de que la movilización social tenía allí desde el principio algo de donde empezar a rascar. “Me parece muy bien que lograran peatonalizarla completamente”, dice el arquitecto y urbanista Pablo Carretón, que diseñó hace dos décadas, por encargo de los promotores del suelo, distintas partes de Zabalgana, entre ellas, la plaza de Labastida. En su estudio del centro de Vitoria, Carretón escucha atento las quejas de los vecinos sobre el frío, las escalas inhumanas, la preeminencia del coche… —”quizá yo le estoy dando valor a la forma geométrica de la ciudad”—, y defiende los esfuerzos por crear espacios de encuentro y zonas verdes, como el bosque de Salinillas, que arranca junto a Labastida y conecta con el anillo verde de la ciudad.

Es cierto que hubo algún pufo; en algunas de las cooperativas de la plaza porticada, el Ayuntamiento tuvo que comprar los bajos comerciales para evitar sobrecostes elevados para los futuros vecinos. Pero probablemente nada comparado a las polémicas como las que sacaron hace 20 años a la calle a miles de personas en Madrid para protestar por los retrasos acumulados en las entregas de las casas de los PAU de Carabanchel y Vallecas. En Zabalgana, fue un organismo público municipal, Ensanche 21, el que encabezó el desarrollo, siendo muy estricto con los tiempos y encargándose directamente de la urbanización; luego le pasaba la factura de lo que les correspondía a los constructores.

Lo explica con paciencia infinita y abrumadora profusión de detalles Isabel Pineda, arquitecta de Ensanche 21 desde la creación del organismo, en el año 2000. La mezcla de tipologías de construcción —hay varios espacios, por ejemplo, de chalés unifamiliares— y el elevado número de vivienda de protección oficial —el 70%, frente a poco más del 50% en los PAU madrileños de los años dos mil o del 17% que se prevé en el desarrollo del Grau, en Valencia— son otros de elementos diferenciadores de este proyecto. Pero también la disposición a enmendar los fallos. “Hay que pensar con cabeza desde los inicios y, si algo no ha salido como querías, pues eso: la reflexión con la cabeza para corregirlo”, explica Pineda. La gran corrección, en varias etapas, fue la redensificación, que acabó aumentando la edificabilidad de 52 a 78 viviendas por hectárea. Eso hizo de este un barrio más compacto que, entre otras cosas, facilita que los servicios no le queden a nadie muy lejos.

Aquello, en todo caso, era solo el cascarón. Luego son los vecinos los únicos que pueden convertir un desarrollo urbano en un barrio. Y para poder empezar a llenarlos de vida y dejar de usarlos solo para ir a dormir, son indispensables los comercios, que suelen ir apareciendo con cuentagotas porque los principios siempre son duros. “El primer año fue horrible. No pasaban coches, no pasaba gente, no veías a nadie andando. Daba susto”, confiesa José Ángel Colmenero, que en 2011 abrió la tienda Goya Floristas en el norte de Zabalgana. Pero aguantó y el tiempo le acabó dando la razón. “Nuestro tipo de clientes es la gente de barrio, la gente joven…”. La misma que vio llegar y ha visto crecer Álvaro López Luis desde que abrió en 2008 el pub Dublin House. El negocio ha evolucionado al compás de sus vidas, desde que llegaron las parejas jóvenes con ganas de salir —­entonces les podían dar las tantas en el pub, poniendo copas—; después, cuando empezaron a nacer los niños y los desayunos pasaron a ser el servicio más atareado; y cuando los chiquillos han ido creciendo y, con ellos, los tardeos… “Hay algún chaval de los que he visto jugar ahí enfrente que ya viene con amigos a tomarse una cerveza”, cuenta señalando al parque que ocupan en una primaveral tarde de invierno un buen puñado de niños. La terraza también está llena.

Igual que la de la plaza de Labastida, donde se celebran cada verano las fiestas populares, y que ahora sí parece el corazón del barrio, con varios partidos de fútbol simultáneos, pequeños patinadores, ciclistas… Al lado, numerosos paseadores de perros y carritos de bebé recorren el monte de las Salinillas. Y un poco más abajo, el trajín también en continuo en la entrada del centro cívico Zabalgana, un recurso público municipal que es al mismo tiempo polideportivo, biblioteca, auditorio, centro cultural, de servicios sociales y de lo que haga falta. Por ejemplo, en un extremo de la gran sala multiusos han colocado el punto de bienestar, donde reciben a los pacientes que les mandan del centro de salud para que les receten contra el sedentarismo o la soledad, apuntarse a clase de gimnasia, de cocina, al taller de pintura…

“Aquí lo que queremos hacer es crear comunidad”, explica Garbiñe Mendizábal, coordinadora del centro. Esto significa, entre otras cosas, detectar necesidades e intentar darles respuesta. Y el centro de salud ocupa un espacio privilegiado para revelar, incluso, algunas que suelen pasar completamente inadvertidas. “Una que nos llamó muchísimo la atención era la soledad que estaba afectando a muchas mujeres relativamente jóvenes. Por eso hemos montado un círculo de mujeres, un encuentro colectivo que se celebra una vez al mes”. También acogen allí la Red Zabalgana, el espacio de encuentro de las fuerzas vecinales del barrio: asociaciones, parroquias, los clubes deportivos, los culturales… “No pretendemos que el centro cívico sea el líder; somos un protagonista más, eso sí, tenemos recursos y podemos facilitar sinergias”, añade Mendizábal.

Que Zabalgana sea como es tiene también mucho que ver con el hecho de existir en Vitoria, una ciudad mediana (255.886 habitantes, según el INE), rica (es la cuarta con mayor renta media anual por habitante, 15.119 euros), con buenos servicios (los 14 centros cívicos repartidos por toda la ciudad son una auténtica seña de identidad local) y mecanismos de participación. Por ejemplo, el Hobetuz (en euskera, “mejorando”), un programa con el que el Ayuntamiento financia las propuestas de los vecinos que logran pasar el filtro técnico de viabilidad y, finalmente, son las más votadas por los vitorianos. De ahí, entre otros, ha salido el segundo huerto comunitario existente en el barrio, inaugurado hace dos años.

El primero nació en 2014 por el método clásico de la presión vecinal; un grupo peleó hasta que el Ayuntamiento cedió una parcela de algo más de 4.000 metros cuadrados un poco más arriba del centro cívico. Gestionado por la asociación Zabalortu, está dividido en 60 parcelas de unos 50 metros cuadrados, cada una trabajada por un grupo distinto. “Puede ser un matrimonio con hijos, dos parejas de amigos, abuelos y nietos… Aquí no hay producción de autoconsumo ni cosas de estas; es un esparcimiento, para conocer gente”, explica Óscar Fernández, funcionario, tesorero de la asociación y vecino de Zabalgana desde 2010. Su pareja, Lourdes Apilánez, reflexiona sobre lo que puede hacer diferente a este vecindario: “Aquí ha funcionado muy bien el tema de hacer barrio, o sea, no tener la necesidad de ir al centro”. Por lo demás, al repasar los problemas como el del transporte —el tranvía no llegará hasta 2028—, les sorprende que pueda ser ejemplo de nada, pero admiten que la lucha vecinal hace comunidad. En su caso, fue una movilización para que el proyecto de soterramiento del tren (que nunca se llegó a acometer) se hiciera de forma razonable.

Vista de Zabalgana, el barrio más poblado de Vitoria, con 29.431 vecinos.
Vista de Zabalgana, el barrio más poblado de Vitoria, con 29.431 vecinos.Markel Redondo

Para otros fue la pelea para que aumentara la oferta de escuela pública, que se quedó corta casi nada más nacer. “En 2015 había unos 750 nacimientos al año en el barrio, y solo dos colegios públicos, unas 120 plazas. Eso era una locura”, explica Javier Busto, del Ampa del colegio Mariturri, el segundo del barrio —el tercero, el Aldaialde, sigue en barracones hasta que por fin el próximo curso estrene edificio—. “Yo estudié en mi barrio, hice vida de barrio y era lo que quería para mis hijas: que tengan aquí las amigas y la cuadrilla y que, cuando salgan del casco viejo, vuelvan juntas”. Busto reflexiona un momento sobre Zabalgana, sobre las cosas que faltan y las que han conseguido, en si son más o menos que en otros sitios: “Yo es que siempre he tenido el centro cívico, el colegio en mi barrio… Y no puedo concebir que vayamos a menos”.

Ixone Irizar es compañero de fatigas educativas y vecinales: “El barrio se ha levantado relativamente rápido, con mucha gente que llega de golpe, lo que genera problemas con los colegios y otras muchas cosas y les hizo unirse para poder buscar soluciones”. Pero como eso ocurre, con más o menos fuerza, desde que existen nuevos barrios y nuevos vecinos, tiene que haber algo más, ¿no? “Los nombres propios también son importantes. Ha habido gente que se ha puesto a la cabeza de otros, que han dado un paso adelante para que las cosas se muevan. Y creo en el barrio hay varios de esos. Pero temo que cuando se cansen -y al final, se van a cansar-, vaya todo un poquito para abajo”.

Bustos, de momento, parece lleno de energía para continuar. En el ampa del Zabalgana, sin embargo, el cansancio ya va haciendo mella. “Llevamos ya ocho o nueve años y ya te va pesando”, confiesa Rocío Márquez. “Es trabajo gratuito, que lo haces con mucho cariño, pero que te quita mucho tiempo. O sea, yo a veces... Y además es difícil. Es difícil…”, añade Estíbaliz Giménez.

Hace cuatro años, la asociación de vecinos Zabalgana Batuz —que, con sus altos y bajos, ha sido otro gran motor de vida— estuvo a punto de desaparecer y, con ella, entre otras cosas, las fiestas populares. Pero Alain Larreina la relanzó con una nueva junta directiva en la que estaba el diseñador gráfico David Brea. “Me daba mucha pena lo de las fiestas, y dije que podía echar una mano con los conciertos, que tenía contactos, pero que de asociacionismo no tenía ni idea”, cuenta en la plaza de Labastida, en plena ebullición a eso de las siete de la tarde. El caso es que cuando hace unos meses Larrain dejó el puesto para ir a trabajar al Ayuntamiento, Brea le sustituyó en la presidencia para que la máquina no se detuviera.

Admite que está aprendiendo a marchas forzadas. “Este año, nuestro objetivo es generar más vida de barrio. Como es tan grande, hay muchas zonas de paso a las que nos gustaría dotar con mobiliario urbano que incite a la convivencia”. Mientras se sigue avanzando en la pacificación del tráfico -ya hay un par de supermanzanas, con cruces peatonales que se han impuesto sobre las calzadas- y la pelea por más plazas de educación pública continúa, trasladada ahora al único y supersaturado instituto de Zabalgana, esa improbable lucha contra la propia anatomía del lugar está, efectivamente, en el centro de las quejas. “Sigue siendo un barrio complicado, porque es muy grande, con separaciones que, desde el punto de vista social, de comunidad, lo complica todo”, insiste Bustos. Aunque, oye, estar anchos también tiene sus bondades: “Es verdad que las calles son muy grandes, y a veces puede dar la sensación de que no hay nadie, pero a lo mejor nos hemos cruzado siete u ocho… Yo, cuando voy al centro me agobio, digo: toda esta gente en esta calle tan pequeña…”, defiende Giménez.

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J. A. Aunión
Reportero de El País Semanal. Especializado en información educativa durante más de una década, también ha trabajado para las secciones de Local-Madrid, Reportajes, Cultura y EL PAÍS_LAB, el equipo del diario dedicado a experimentar con nuevos formatos.
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