¿Se parece a mí?
Ahí tenemos el primer “retrato oficial”, es decir, pagado con dinero público, del rey Carlos III. Se ha comentado hasta la saciedad la extraña dominancia del color rojo, que envuelve prácticamente el cuerpo del monarca, sin que nadie haya sabido interpretarla, aunque en la memoria de los espectadores latiera incómodamente el antiguo deseo del entonces príncipe de Gales de convertirse en el támpax de Camila, su actual esposa. ¿Un movimiento subconsciente por parte del pintor, un homenaje, un guiño? No tenemos ni idea. Lo cierto es que el rostro y las manos del retratado parecen emerger, no sin dificultad, de una especie de tomatina en la que, por su expresión, no lo ha pasado ni bien ni mal. Ha sobrevivido, simplemente.
La mirada del rey real tampoco dice mucho. Se contempla a sí mismo con cierta indulgencia, también con la desgana o el hastío cortés que proporciona la repetición de la propia imagen con el paso del tiempo. Más interesante, mucho más, es la actitud del artista que, situándose junto al cuadro, parece preguntar:
—¿Se parece a mí?
De ser así, ¡qué interesante! Significaría que todo retratista se retrata a sí mismo al retratar a otro. Hablamos de autoficción al referirnos a determinados textos literarios en los que el escritor mezcla la fantasía con elementos de su propia existencia. Pero también se puede practicar este género por medio de las artes plásticas, incluso cuando se trata de representar a otro. Lleven cuidado, en fin, los poderosos de este mundo con sus “retratos oficiales”. No sabemos quién figura realmente en el lienzo.
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