Abel Azcona, el artista que quiere hacer de su muerte una ‘performance’: “Tengo la fecha y el lugar”
Su obra más atroz es él mismo. De niño fue abusado, secuestrado y abandonado. Convirtió el drama de su vida en expresión artística. Frecuenta por igual los museos y los juzgados. Acaba de cerrar su pieza más polémica: ‘Amén o La Pederastia’
Abel Azcona nació el 1 de abril de 1988 en la clínica Montesa de Madrid, entonces un centro regentado por monjas carmelitas que acogía a prostitutas y gente de la calle. Vino al mundo aquejado de alcoholismo fetal y síndrome de abstinencia. Su madre biológica, una prostituta drogadicta de 18 años llamada Isabel que había intentado abortar tres veces, había bajado de Pamplona a Madrid en compañía de su pareja, un alcohólico y drogadicto llamado Manuel, para seguir prostituyéndose y comprar droga con más facilidad. Ambos se instalaron en una pensión de mala muerte en los alrededores de la Puerta del Sol. La madre parió al hijo en la Montesa. De allí, debido a los graves problemas del bebé en su nacimiento, pasaron a urgencias del Hospital del Niño Jesús. Fue entonces cuando la madre desapareció. Y fue entonces cuando Manuel Lebrijo se presentó allí, dijo que era el padre biológico y se llevó a Abel a Pamplona, que es la ciudad que él siempre ha considerado como su lugar natal. El falso padre (Azcona nunca supo quién es su verdadero progenitor), camarero de un antro problemáticamente legendario de la noche pamplonesa, el bar Viana de la calle de Jarauta en la Parte Vieja de la ciudad, encargó a su madre y a su hermana el cuidado del pequeño en el decrépito hogar familiar de la calle de los Descalzos, también en el casco viejo. Más tarde, Lebrijo se echó otra pareja, también prostituta. Arancha recibía a sus clientes en la diminuta habitación en la que se habían instalado los tres. Según Abel Azcona, basándose en algunos documentos de los Servicios Sociales de Pamplona a los que tuvo acceso, fue agredido, abusado y utilizado en los juegos sexuales de ella con algunos de los clientes. Le estiraban del pene, lo arrastraban desnudo por el suelo, lo golpeaban y le introducían objetos por el ano. También le metían alcohol en el biberón o lo encerraban en un armario para que no molestara, y lo utilizaban para pedir limosna en la calle. Eso ocurrió antes de que el niño cumpliera cuatro años. En uno de sus recurrentes ingresos en la cárcel, Lebrijo conoció a Isabel, una voluntaria social de Cáritas que trabajaba con presos y que era de una buena y muy católica familia de Pamplona, los Azcona. Con el tiempo la familia acabó adoptando al niño. En su adolescencia, el crío, que ya para entonces era del género indómito tirando a problemático, acabó siendo expulsado de casa. Luego terminó en un piso propiedad de un policía nacional que tenía recogidos allí a varios chicos homosexuales a los que drogaba y prostituía. Al final, Azcona se marchó a Madrid y vivió dos años en la calle, drogándose y vendiendo su cuerpo. A los 20 intentó arreglar las cosas con su familia adoptiva de Pamplona, pero no funcionó. Consiguió el expediente de adopción y ahí fue cuando se enteró de todo.
Cuando pudo reconstruir su salvaje biografía.
“Zapatero hizo muchas cosas mal, pero al menos algo hizo bien, y fue aprobar una ley de búsqueda de orígenes según la cual un afectado puede ir a un juzgado y tiene derecho a pedir todos los documentos que hablen de sus orígenes biológicos”, explica. Así que cuando tenía 20 años, en un juzgado de Pamplona, un funcionario muy incapaz y muy perezoso, en lugar de leerle aquellos documentos, le entregó el expediente entero de 138 hojas, que Azcona expuso en el Centro de Arte La Panera de Lleida entre octubre de 2023 y enero de 2024 (Abel Azcona. Mis familias. 1988-2024). Aquel arsenal de papeles, donde se daba cuenta de toda la suerte de abusos físicos y psíquicos que sufrió desde niño, le explicó su propio pasado y los porqués de sus hábitos sexuales desde muy jovencito, incluido el cruising, que practicaba voluntariamente con señores de 60 años detrás de los muros del cementerio de Pamplona. “Hasta los 20 años yo pensaba que todas aquellas prácticas sexuales que yo hacía eran pura decisión mía, pero al enterarme de todo lo que me había pasado entendí de verdad el porqué de todo”. Los traumas no resueltos de la infancia y su impacto perenne en la edad adulta: lo que los especialistas denominan “la herida primaria”.
Estamos en un coqueto bar de vinos del Eixample de Barcelona. No resulta fácil sentarse a charlar con Abel Azcona. De entrada, no te mira al hablar. Se diría que su interlocutor viene a ser para él, en el mejor de los casos, un muñeco de trapo, y en el peor, un prescindible objeto pasivo. Habla sin parar mientras mira a la barra del bar, al perro tumbado en la sala, a la copa de vino, al techo, a todos lados menos a la persona que tiene enfrente, que se siente, más que como un interlocutor, como un enemigo. El intercambio que sigue no arregla las cosas.
—Le iré planteando cuestiones y usted contesta lo que quiera, y si no pues me manda a…
—Al infierno, como me mandaron a mí.
—Después de leer tantas cosas sobre usted, muchas de ellas más relacionadas con problemas legales que con creación artística, es un placer conocerle en persona.
—No me hagas la pelota, porque yo me siento mucho mejor en la hostilidad. Me llevan tocando los cojones desde que tenía tres años.
Irrumpen en la conversación Rosa Rodrigo, directora del Museo del Arte Prohibido de Barcelona, y Lídia Penelo, su directora de Comunicación, para saludar y preguntar si se nos ofrece algo.
—¡Hola!, ¿cómo estáis, necesitáis algo?
—Yo, con que no molestéis más, me conformo.
Definitivamente, poca broma con Azcona. Pero avanzando la conversación, la cosa cambiará, y mucho, hasta el punto de que las confesiones y las revelaciones irán cayendo como una cascada sin freno. Y, de forma más pausada y ya mirando a los ojos, empieza a explicar lo que ha venido a hacer a Barcelona: dar por concluida la performance que, a través del tiempo y más por motivos jurídico-legales que artísticos, le hizo frecuentar periódicos, televisiones, radios y redes sociales. Azcona ha decidido decir adiós a Amén o La Pederastia, el más ambicioso y espinoso de sus proyectos creativos, consistente esencialmente en la escritura en grandes caracteres de la palabra “Pederastia” con 242 hostias consagradas, que el artista asegura haberse llevado en el momento de la eucaristía de otras tantas misas a las que acudió.
Eso le valió sucesivas manifestaciones callejeras en su contra en Pamplona, la ciudad donde la presentó en 2015 (en el antiguo Monumento a los Caídos), y varias querellas de entidades como la archidiócesis de Pamplona y Tudela, la Delegación del Gobierno en Navarra durante el Gobierno del PP o la asociación Abogados Cristianos, que definió Pederastia como “la mayor profanación de la historia”. “Al final”, cuenta, “en mis piezas procesuales convierto también en artistas a esos señores y señoras ultracatólicos con sus cruces de madera, son también performers, igual hasta mejores que yo. En este país hay dos ámbitos que son absolutamente performativos, la tauromaquia y la religión católica”. Hace seis meses, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo archivaba definitivamente el tema. Antes habían sido el Tribunal Superior de Justicia de Navarra y el propio Tribunal Supremo los que habían dado carpetazo legal al asunto.
El empresario y coleccionista de arte Tatxo Benet, cofundador y socio gestor del Grupo Mediapro, le compró hace cosa de seis años a Azcona su pieza más controvertida [en la web del propio Azcona, el precio referido es de 148.000 euros]. Una obra de arte procesual que incluye las 242 hostias consagradas y enmarcadas conformando la palabra “Pederastia” más todo el fondo documental reunido a lo largo de estos ocho años, incluido todo el papeleo jurídico de querellas, comparecencias, condenas y absoluciones. Hoy forma parte de los fondos del Museu de l’Art Prohibit / Museo del Arte Prohibido de Barcelona, un centro que acoge obras de artistas como Picasso, Goya, Warhol, Ai Weiwei, Mapplethorpe, Klimt, Keith Haring o Banksy abierto por Benet el año pasado y donde tuvo lugar el acto de clausura por parte del artista. El cierre de la obra consistió en lo que sigue: su autor fue leyendo uno a uno 242 casos probados de abusos sexuales en colegios e instituciones religiosos de toda España, mientras iba tocando cada una de las 242 hostias y recitaba la fecha, el nombre de la institución y la ciudad donde se produjeron los hechos: un caso de abuso, una hostia, un caso de abuso, una hostia, y así hasta el final, ayudado por el público. Azcona tildó aquel día a la Iglesia católica de “organización criminal con muchísimo poder”.
La repercusión mediática del caso Azcona provocó un día una llamada telefónica que él no se esperaba. El defensor del pueblo quería involucrarlo en la lucha que esta institución lleva a cabo contra la pederastia en el seno de la Iglesia, sobre todo a partir de las informaciones publicadas por EL PAÍS. Pero el defensor pinchó en hueso: “Ángel Gabilondo nos llamó a James Rhodes, a Alejandro Palomas [ambos, músico y escritor, han relatado en público cómo fueron abusados de niños] y a mí para que hiciéramos de asesores en cuestiones de pederastia. Nos ofrecían hasta un sueldo. Y también me llamó Sira Rego [ministra de Juventud e Infancia] porque quería crear una especie de centro de investigación de abusos sexuales dentro del ministerio…, pero yo estoy muy bien como estoy, sé perfectamente de qué pie cojeo políticamente, pero mejor no…, yo ya hago política en el museo y en la calle. Además, el ámbito del arte me posibilita hacer todas las barbaridades que quiera, fiestas, consumos, desnudos… que la política no parece que…, bueno, los políticos hacen todo eso igualmente, claro, solo que a escondidas”.
Mi peor enemigo soy yo. Al final, alguien con historias de violencia se vuelve violento
Y hablando de repercusión mediática: hay una evidencia insoslayable, y es que ese impacto en los medios forma parte de las propias obras de Azcona como un ingrediente más, y muy especialmente de una como Amén o La Pederastia. La segunda evidencia es su propia habilidad a la hora de manejar esa relación con los medios. Y la tercera es que a veces la cosa se tuerce y él se cabrea. Los medios es que ya se sabe. “Mi relación con la prensa siempre ha sido compleja. Algunos de ellos solo me han dado legitimidad para la bronca. Y eso ha sido una pelea a lo largo de toda mi carrera. Yo envío información a según qué medio sobre la inauguración de una exposición mía, y directamente me preguntan: ‘¿Habrá jaleo?’, y si les digo que no, ni vienen. Otros me cubren todo lo que tiene que ver con las hostias y la religión, y si no hay hostias, pues no vienen. Me ha costado mucho revertir todo eso y conseguir un interés real por mi obra”.
No le molestará demasiado a Azcona leer aquí que gran parte de la culpa la tiene él: en sus performances se ha tragado páginas del Corán, se ha tumbado desnudo en una cama para que la gente dispusiera de su cuerpo, ha entregado una pistola a los visitantes para que le disparasen, ha intentado permanecer 60 días encerrado en un contenedor (tuvieron que sacarlo a los 42 en estado deplorable), ha reunido a exprostitutas que hablaban de sus clientes y hasta se ha afiliado consecutivamente a Vox, la Falange, la Fundación Francisco Franco, Ciudadanos, el PP, el PSOE y Abogados Cristianos, exponiendo después los documentos y carnés de afiliación y las posteriores cartas de expulsión. ¿Arte? ¿Activismo? ¿Artivismo?
Pero puede que la mayor barbaridad de toda su carrera sea Volver al padre (2021). En ella, Azcona buscó y convenció a Manuel Lebrijo —la expareja de su madre biológica, recuérdese— para que lo acompañara en un viaje/ajuste de cuentas. Treinta años después de que una tarde de 1991 aquel quinqui irredento y su novia secuestraran en Pamplona al pequeño Abel de tres años (en realidad lo que hicieron fue no devolverlo a su familia adoptiva tras pasar un fin de semana con él) y se lo llevaran primero a Madrid y luego al pueblo natal de Lebrijo, Villar de Rena (Badajoz), antes de ser localizados y detenidos seis meses más tarde por la Guardia Civil, Azcona y Lebrijo hicieron juntos de nuevo esos 1.500 kilómetros. Compartieron silencios, llantos, acusaciones y confesiones. Y todo aquello fue el material de la exposición Volver al padre, que presentaron juntos en 2021 en la Sala Amós Salvador de Logroño, primero apareciendo ante el público con las manos entrelazadas y luego separándose… definitivamente. Todo ello quedó relatado en textos y fotografías en el libro Volver al padre (editorial Los Aciertos). En él, su autor escribe: “Manuel, vuelvo a ti en esta obra, llorando, gritando, porque lo único que deseo en esta vida es no ser tú. Volvería a dejar que me violaran mil veces con tal de no convertirme en alguien como tú”.
—Con performances como Amén o La Pederastia o Volver al padre, además de tratar de hacer expresión artística, o activismo…, ¿está usted tratando de escribir la biografía que no le dejaron escribir?
—Claro, uno de mis problemas es que mi biografía no la he escrito yo, la han escrito otros, no la he vivido yo, la han vivido otros por mí. La biografía de un niño violado no la escribe él, ya la han escrito otros por él. A mí, como a otros niños que nacieron en los ochenta de madres heroinómanas, al obligarme a nacer a pesar de que mi madre quiso abortar tres veces, me estaban quitando un derecho, el derecho a no nacer en un determinado ámbito de violencia y maltrato. Yo hubiera estado mejor no nacido. Aquellos tres intentos de aborto por parte de mi madre son el mayor acto de amor que yo he recibido nunca.
—Pero ya que nació…, ¿cómo define usted su vida?
—El tiempo me ha dado la razón. Esa obligación de nacer ya me hizo vivir como objeto político. Y más que vivir, me ha hecho sobrevivir. Una supervivencia continua en escenarios de violencia.
La biografía de un niño violado no la escribe él... ya la han escrito otros por él
¿Y Pamplona, en todo esto? El de Abel Azcona es un eterno retorno a la Vieja Iruña. Jarauta, Descalzos, barrio de San Juan…, allí se crio, primero en un infierno y luego en un supuesto paraíso que también acabó siendo infierno. En antros siendo abusado sexualmente y en la casa de una buena y religiosa familia burguesa como Dios manda. “Pamplona es mi contexto. Yo allí viví una infancia y una adolescencia de opresión y de violencia, y fui criado por una familia católica, y fui a un colegio del Opus, y de ahí pasé a una escuela, la de Artes y Oficios, donde la gente fumaba marihuana en clase y follaba en los servicios. Y para mí todo eso es muy relevante en mi trayectoria”. Ahora que aquella carne golpeada vive un presente en el que no falta el reconocimiento en medios artísticos, se autoimpone como una obligación moral no olvidar: “Sí. Ahora que tengo una presencia digamos más legitimada, recuerdo cuando hace años me tiraba a la calle y hacía esas performances desnudo en Pamplona y venían los municipales y me detenían… Entonces era un grillao y punto, ese loco que se desnuda por las calles y va gritando por las iglesias… Hay que tener en cuenta que los artistas de performance, para el 10% de la gente son artistas y para el 90% son zumbaos. Para muchos, alguien como Marina Abramović es una loca que quiere dar la nota y poco más, a pesar de ser una estrella mundial”.
—Haciendo balance, ¿considera que ha triunfado? No me refiero a artística o comercialmente, sino en lo personal… ¿Cree que todo esto ha sido un éxito?, ¿cree que le ha hecho bien?
—A ver, yo no soy “una persona que está bien”. Tengo problemas de salud mental potentes desde jovencito, brotes de todo tipo. Una vez, con 16 años, durante un viaje en tren de Pamplona a Barcelona para visitar a una psicóloga especialista en herida primaria y abandono materno, me tomé de golpe 60 pastillas de mi medicación contra los trastornos maniacos y depresivos. Estuve tres días en coma en el Hospital Sant Joan de Déu, y al salir me tuvieron allí un mes en salud mental. Al salir me llevaron a Pamplona y me metieron otro mes en agudos de psiquiatría del Hospital de Navarra. Al salir me fui derecho a la avenida del Ejército de Pamplona, me senté desnudo en una silla y me puse a chillar y a parar el tráfico. Me detuvo la Policía y luego me soltaron. Eso era un viernes, y el lunes, en la Escuela de Arte de Pamplona, una profesora que se llamaba Chusa me dijo: “Eso que has hecho es una performance”. En cambio, mi psiquiatra me dijo que era un brote psicótico.
Quién sabe, puede que en aquel tren empezara todo para Abel Azcona. Pero los demonios son caprichosos y no atienden a calendarios ni planes. Están. Permanecen. Se van. Resurgen.
—¿Quién es el enemigo?
—Mi peor enemigo soy yo. Una persona que ha sufrido historias de violencia como las mías, al final se vuelve violenta. Y autoviolenta. Soy peligroso. Una de las cosas por las que he dicho que mi vida tiene caducidad temprana es por la convicción de que, cuando ya no pueda controlar mi propio yo, es mejor que no esté. Mejor clausurar la exposición.
—De su final programado ha hablado más de una vez…
—Sí. Tengo fecha. Y concepto. Y lugar. La gente cree que es una provocación, pero no. He estado tan al límite que si no tuviera esa paz mental de saber cuándo y cómo acabará todo, lo habría hecho antes.
No es descartable que la impostura y la invención sean dos ingredientes más en la obra de Abel Azcona. Ingredientes lícitos. Siendo como él es, no parece que leer esto vaya a cabrearle más de la cuenta.
—¿Su mejor obra es usted?
—Digamos que he hecho de mi propia vida una obra. Y en ese sentido, sí, creo que lo he hecho bien. De hecho, si no no estaría vivo. Me he dedicado a hacer lo contrario de lo que mi familia de adopción y el catolicismo en general suelen hacer: ellos, todo para adentro. Pues yo, todo para afuera, toda la mierda fuera. La mierda, mejor sacarla. La mierda hay que exponerla.
—Parece bastante coherente y bastante sensato que aquella familia de adopción acabara echándole.
—Hombre, claro. Yo soy un demonio.
He hecho de mi propia vida una obra. La mierda, mejor sacarla. La mierda hay que exponerla
La sexualidad, la identidad, la violencia y el abandono han sido y son los temas que vertebran la vida y la obra de Abel Azcona. Sobre el abandono, lo menos que puede decirse es que encierra una lógica aplastante: fue abandonado por su madre biológica, luego por quien decía ser su padre, luego por su familia de acogida y, al final, su familia adoptiva le prometió que jamás lo abandonaría… hasta que un día comprobó que la llave de la cerradura ya no giraba.
No creemos a Abel Azcona cuando dice que tiene programado el cuándo, el cómo y el dónde de su muerte. O mejor dicho: sí le creemos. Seguro que sí, que lo tiene programado todo. Otra cosa es que decida llevarlo a término. Llevar la última performance a término. Y entonces acabar de un plumazo con el lema que hace tiempo se autoimpuso: “Soy batalla constante”.
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