Alejandro Palomas: “Cuando un adulto te viola a los ocho años no quieres ser niño nunca más”
A principios de este año, el escritor, ganador en 2018 del Premio Nadal por su novela ‘Un amor’, hizo público que había sufrido abusos cuando era alumno de La Salle de Premià de Mar. Ahora lo cuenta en su libro de memoria ‘Esto no se dice’.
Alejandro Palomas cree que ha llegado tarde a muchas cosas. Sin embargo, preferiría que no le hubieran forzado a adelantarse en una crucial: “Cuando un adulto te viola a los ocho años, no quieres ser niño nunca más”. Así lo ha dejado escrito, además, como una de tantas frases que producen escalofríos en Esto no se dice (Destino), la memoria donde relata los abusos que sufrió de niño en el colegio La Salle de Premià de Mar, en Barcelona.
Si tuviéramos que resumir su calvario en un párrafo largo, lo haríamos así: Alejandro creció sin abrazos en una familia de padre barcelonés, muy estricto, y madre chilena, adorable y albina. De niño fue catalogado en un examen psicológico como superdotado sin que se lo contaran. Se enteró al juntar los papeles de su madre, cuando ella se divorció a los 65 años, en un traslado. Eso cree que explica en parte que lo vieran como el repelente de la clase y le ocasionó problemas de acoso en el colegio. Si a ello unimos que sus modos afeminados provocaban el rechazo sistemático de su padre, no extraña su tendencia permanente al aislamiento. Su brillantez en las redacciones captó el interés del hermano L. No quiere dar su nombre. Tampoco le guarda rencor. A los ocho años empezó a abusar sistemáticamente de él. Cuando eyaculaba, el cura solía exclamar: “¿Ves lo que me haces hacer?”. Y, a menudo, Alejandro le pedía perdón. El chaval lo contó en casa. Sus padres protestaron y el hermano L. no volvió a asaltarlo. Durante muchos años, Alejandro quiso apartar todo de encima, pero su vida ha discurrido como una sucesión de descalabros personales y sentimentales. Se ganó la vida como traductor y se convirtió en escritor de éxito con reconocimientos como el Premio Nadal en 2018 por su novela Un amor. Ha sufrido síntomas de estrés severo, fue diagnosticado erróneamente con fatiga crónica, su bruxismo le hace desgastar una funda para el rechinar de los dientes por novela. Hace 20 años que no vive una relación en pareja. No ha dejado de tratarse en terapia y salta a las claras que será él quien decida acabar con su vida cuando le dé la gana. El 26 de enero pasado decidió contarlo por la radio, con Aimar Bretos, en Hora 25, de la Cadena SER. Una semana después, el 4 de febrero, el presidente del Gobierno lo recibió en La Moncloa.
Depende de ustedes que quieran seguir leyendo… A partir de aquí vamos a entrar en detalles.
Alejandro Palomas mide 1,91 metros de altura, pero tiende a encogerse. Durante mucho tiempo ha querido desaparecer. Trataba de flexibilizar su cuerpo hasta volverse reptil, y hoy se apoya y trata de escurrirse sobre la mesa para disimular su presencia, un tanto liviana y blanquecina, pese al volumen proporcionado de su cuerpo. Su cuerpo, sí. Un problema para él. Tanto que desde niño soñó a menudo hacerlo desaparecer y quedarse solo con el alma que lo habita, convirtiéndola de algún modo en materia presente y visible. Pero para eso requería un gran acto de fe sin dejar de apelar a lo autodestructivo. Y no se atrevió a llegar tan lejos.
Palomas parece en paz consigo mismo en la tarde de nuestra cita en Madrid. Pero el armisticio que ha firmado ante sí, asegura, es reciente. “Al fin y al cabo, he tenido suerte. Mucha suerte”, dice. Difícil figurárselo con el currículo que acabamos de resumir. Sencillo si entendemos que solo una inteligencia y una sensibilidad reservadas a unos cuantos elegidos pueden llegar a dar la vuelta a ciertas desgracias y convertirlas en fortuna. Sabiduría también hace falta. Y años, que van cayendo en su caso hasta la madurez capicúa de sus 55. Pero lo recalca: “A pesar de todo, me considero un privilegiado, cada día. Tuve los medios, una inteligencia que ha jugado muchas veces en mi contra, pero me ha ayudado. Lo que ocurrió es algo que me puedo contar a mí mismo a pesar de no haberlo hecho durante décadas. Dispongo de palabras, mecanismos y curiosidad por la vida. Me siento muy vivo y muy muerto, por otra parte”.
¿Muy vivo pero muy muerto? Detengámonos en esa frase. En Esto no se dice, Palomas asegura que ha contado casi todo. No ha querido entrar en asuntos que pueden dañar a otros o abordar tabúes —más tabúes habría que especificar— como el suicidio. Cree que aún no estamos preparados del todo para ello y que cuando lo ha intentado no le han dejado.
Desde muy niño rezaba para que Dios lo matara. Eso lo confiesa en el libro y, aun así, no resulta del todo desesperanzador. No evadimos el asunto en la conversación: “Podía estar muerto, lo he pensado, me lo he planteado. He tenido periodos. Uno de hiperestrés. Perdía facultades, no entendía lo que me decían, me asusté. No distinguía el rojo del verde de los semáforos, sufría fotofobia, le preguntaba a la gente si me veía normal, si era yo y no otro…”. Empezó a sospechar si se estaba volviendo loco. No quería seguir vivo y empezó a obsesionarse con cómo se iba a matar… “Después de consultar con varios especialistas que no encontraban solución, acompañé a mi hermana al médico de cabecera para una consulta suya y antes de irnos, por curiosidad, le pregunté”. Fue él quien le dio la clave, el diagnóstico acertado. Con solo contarle una lista de síntomas. “Los llevaba apuntados en mi libreta. Hasta para mi locura fui tremendamente ordenado”.
El doctor le dio dos opciones: “O mi hermana se hacía cargo de mí durante unas semanas, hasta que la medicación hiciera efecto, o bien me ingresaba en un centro. No podía quedarme solo, me encontraba en ese límite que, de cruzar, terminaba al otro lado”. Andaba en el retorcido umbral donde se multiplican las posibilidades de suicidio. “Ahí entendí la enfermedad mental. Lo viví, ese horror de querer morir todo el rato”.
Aquel periodo lo padeció como una crisis aguda. Pero la idea de morir por voluntad propia no le abandona. “Estoy muy cansado. Me planteo muchas veces: ¿quiero seguir? En algún momento del día, en cuanto me despisto, surge, y muchas veces la respuesta es no. Hasta que mi madre vivió, le hice una promesa. No me podía ir mientras ella estuviera aquí. Ahora ese dique ya saltó. Tengo una fecha de caducidad. Yo decidiré cuándo, si es que la vida no me lleva antes. Y eso me alivia. No hablo desde la depresión, sino desde la lucidez. Me quiero ir lúcido, pero me niego también a morir sin haber vivido. Y es ahora cuando realmente estoy empezando a vivir. Siento algo distinto que me despierta mucha curiosidad, y a mí me ganas por eso, por la curiosidad”.
¿Significa eso que atraviesa una permanente angustia? “Tampoco. Aprovecho mi vida. Aunque no sea feliz. Me siento pleno si me encuentro en el bosque, por ejemplo. Tirarme encima del musgo, de unos helechos, atravesarme por ese frescor. Entonces pienso: yo me quedaría aquí, esa plenitud me conduce a querer morirme. Para mí la muerte no es un drama. Tengo mucha curiosidad por lo que viene después. Yo creo en algo más allá, aunque da igual la fe que yo mantenga, al menos te cuento lo que deseo. Quisiera cerrar los ojos y encontrarme con mi madre y con Rulfo, mi perro, para levantarme y seguir caminando por el bosque con ellos. Nada más”.
Así cerraría la herida, las heridas, aunque también, en parte, aquí haya sabido hacerlo. Cuesta creer que Alejandro Palomas no guarde ni una gota de rencor hacia nadie. Para empezar, contra el hermano L. “No es bondad, sino supervivencia. No siento rencor. Odio, sí, en algunos momentos, pero no ha transmutado hacia el rencor que supone esa forma de odio permanente. Tampoco me sale. Detesto lo que hizo, cierto, pero no sé cómo llegó a eso, quién fue, de dónde venía…”.
Tampoco mantiene cuentas por saldar con su padre tras ese abismo inconexo que fue su relación. “Yo le entiendo. Era un hombre muy sensible, con mucho miedo a ciertas cosas, no fue educado para querer ni para crear una familia, no lo puedo odiar por eso: porque le entiendo”. Pese a que aún se le clava en los ojos esa eterna mirada de desprecio, esa falta de aceptación que se extiende en su recuerdo en penumbra como una ciénaga. “La familia. La familia solo es la familia, los amigos no sirven de reemplazo. Es lo que te toca, lo no elegido, y a partir de ahí construyes”.
Como puedes… “Me detestaba…”, escribe Palomas en su libro abiertamente. Un verbo contundente que va a repetirse mucho a continuación. Su padre. Lo detestaba. Pero no se trata de una frase que haya colocado ahí, a lo loco, producto de un mero desahogo. Sino como consecuencia de una evidencia cotejada. Aquella sensación que en él podía resultar subjetiva fue objetivada rigurosamente por sus hermanas. “Lo veían. Y me lo dijeron tal cual. Alguien que trata así a su hijo lo detesta”. Alguien que lo mira con una mezcla de asco, odio y desilusión, como un espejo terrible que no quieres colgar en las paredes de tu casa. “Yo me sentía así: detestado por mi padre. Y recuerdo esa mirada, todavía la siento. Además, éramos idénticos, y cada vez que veía cómo se le iba pareciendo a medida que crecía me detestaba más. Mi padre era un gran celoso, eso hizo que mi madre en algunas épocas de su vida se distanciara de mí. Cuando volé, agradecía que no estuviera, reinaba la paz; mi presencia rompía la armonía del matrimonio”.
Sin embargo, fue un tándem que supo actuar en la medida de sus posibilidades cuando Alejandro contó en casa lo que le sucedía. Nada más confesarlo a su madre, se presentaron los dos en el colegio a protestar. ¿Y…? Se acabó. El hecho. La violación. Pero comenzaron las consecuencias. La viscosa pesadilla. Hasta hoy. Palomas no quiere rehuir palabras crudas. “Fui un niño violado, abusado, que quede claro, no lo escondamos con eufemismos. No concibo utilizar el lenguaje para ocultar: violar es violar. No más blanqueo, en mi vida lucho ahora por dejarlo claro”.
Aun así, le costó empezar a contárselo a sí mismo. Existen traumas, sensaciones, experiencias que se adelantan al lenguaje. Carecen de nombre porque cuesta aceptar las palabras que lo definen. “No sé cuándo comencé a abordar esto. Nunca lo hablé, ni siquiera en mis terapias hasta hace poco; nunca quise ahondar en ello porque creí que no era tan importante. Hoy ando en estado de shock, he ido pelando las capas. Siento, por tanto, que he empezado a vivir ahora, desde este ahora”. En ese aspecto, siguió la corriente que apenas nadie se atrevía a romper en España, incluso cuando los casos saltaban en varios países. Silencio… Aquí, silencio. “Respecto a los abusos como caso, llegaba un eco de otros sitios. Yo vi Spotlight, la película, y no lo asocié. Te defiendes de tal manera que piensas que aquello ocurre lejos”. Eso le devuelve a un asunto clave: ¿por qué soltarlo ahora? “Cuento para saber por qué, para conocerme. Quizás. Pero… No sé, no lo sé”.
Cuando sus padres denunciaron el caso en el colegio, el hermano L. se apartó de él. Cesaron los manoseos, las penetraciones sin aviso, los privilegios a modo de recompensa para lograr satisfacer sus deseos por medio de la manipulación y la tortura psicológica. La de un psicópata de libro, que se zafó del castigo debido, que no ha pagado el delito y el crimen de trastornar para siempre a alguien a su cuidado. “Se fue al lado contrario, el del desprecio o la reprimenda mediante nuevas formas de humillación”. No cesaron, en cambio, otros acosos. Lo señalaban por sus lúcidas capacidades. Aquello le creaba confusión. Más confusión. Una vez, un compañero de clase exclamó: “Qué asco…”. Otra expresión para la tortura. “Estaba convencido de que lo sabían, aunque se refiriera a otra cosa, al pronunciar aquello, no me quedaba duda. Si hubiera dicho otra frase, no sé, por ejemplo, qué listillo, qué coñazo, pero precisamente esa expresión: qué asco, encendió en mí una paranoia”.
Quizás por ese martillo a deshora, ese sentimiento desplazado, Palomas se siente, dice, huérfano de presente. Desde antes de los abusos, incluso. “No guardo recuerdos del Alejandro niño feliz, muy precoz. Ser superdotado acarrea otro tabú, otro infierno. Al descubrir aquello en las carpetas tras la separación de mis padres, entendí. Era un chiquillo repelente, necesitaba que los profesores no se equivocaran, podía escribir dos cosas a la vez, aún puedo. Aunque esté mal decirlo, soy capaz de trabajar en dos novelas al tiempo. Pero nada más, no puedo tener una relación sana, ¿qué quieres? Encima me siento mal porque escribir rápido es escribir mal”.
Y en cuanto a las relaciones, dos no supone una buena suma para Palomas. “Me siento bien siendo impar”, reconoce. De nuevo, el cuerpo. “Siempre he tenido muy mala relación con mi aspecto, empecé a aceptarme con 40 años largos, cuando ya no tenía parejas ni necesidad de gustar a nadie. Llego tarde a todo, pero también piensas… ¿Cuándo es tarde? Ves… Mi problema es que mi cabeza siempre genera una pregunta tras otra, así todo el rato”. A veces, también, conclusiones contundentes: “Creo que es imposible, en general, vivir el sexo con plenitud tras una experiencia así. No he conocido a nadie que lo haya logrado”. La maldición de esa condenada frase no le ha abandonado: ¿ves lo que me haces hacer…? “Incluso ahora, cuando se lo oigo a una madre, por azar, en reprimenda a un hijo, me paraliza”. Representa la excusa perfecta, suponía volcar en un inocente la responsabilidad de lo que para el criminal era, además, pecado. “Persiste todavía en mí un nanosegundo en que pienso: qué he hecho mal. Ese modelo a la hora de pedir perdón lo he repetido con mis parejas. Es el perverso maltrato. No entiendes, necesitas su aceptación, y la otra persona junto a tu obsesión lo manipula todo y se vuelve en tu contra”.
Cabe también que hasta ahora haya tenido mala suerte. Aun así, dice: “He repetido patrones que vienen directamente de aquella experiencia, me he dado cuenta de que esos comportamientos cuentan. Si la relación sexual la marca eso, caes en ello, hasta que comprobé que aquel era un campo con unos tentáculos que no podía comprender ni controlar y dije: basta. Hoy llevo 20 años sin relación de pareja”. Eso sí, dice que no importa, que está bien. No es necesario tampoco. “¿Por qué tienes que ser feliz con alguien? ¿Por qué? ¿Quién lo dice? ¿Quién establece esas pautas? Me ha costado mucho porque me he sentido culpable a la hora de decidirlo, aunque no estoy cerrado…”.
Como tampoco se cierra, una vez ha abierto en canal el pasado, a tratar de arrimar el hombro con soluciones. De hecho, le gustaría volver a reunirse con Pedro Sánchez: “He estudiado a fondo el tema y hoy tengo mucho más que aportar con una visión más amplia. He sentido muchos prejuicios respecto a los políticos, pero al hablar con él creo que nos entendimos. Pienso que accedí a algún tipo de conexión personal. Fuimos claros. Él me invitó a la franqueza. En algo somos dos supervivientes. Han pasado nueve meses desde entonces, ahora tengo más información como para volver a sentarme con él en esa butaca blanca de La Moncloa y concretar”.
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