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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Madredelamorhermoso

Me quedé pensando en lo profundas, densas y complejas que suelen ser las relaciones entre madres e hijas

La pequeña Drew Barrymore, junto a su madre, en 1982.
La pequeña Drew Barrymore, junto a su madre, en 1982.Yvonne Hemsey (Hulton Archive /
Rosa Montero

Leyendo el otro día en EL PAÍS un pequeño texto sobre Drew Barrymore, la actriz que, con seis años, protagonizó E.T. (ahora tiene 49 y un pasado vital de montaña rusa), me quedé pensando en lo profundas, densas y complejas que suelen ser las relaciones entre madres e hijas. En el artículo se citaba una entrevista que Drew había dado a la revista New York. En ella hablaba de su infancia de estrella precoz y de que su madre la llevaba a la mítica discoteca Studio 54, en donde la dejaba beber alcohol como si fuera adulta. A los 12 años, Drew Barrymore tuvo que recurrir a un centro de desintoxicación, y algún tiempo después su madre la ingresó durante año y medio en un psiquiátrico. Pese a esta historia tremenda, Drew no se ensañaba con su progenitora en la entrevista. Bien por ella: siempre es más sano y más ligero vivir sin odio.

En este caso se diría que era una madre más difícil de lo habitual, aunque por desgracia todos sabemos que las hay aún mucho peores. Madres y también padres venenosos, narcisos, psicópatas. Gente atroz que maltrata psíquica y físicamente a sus hijos, que llega incluso a matarlos. Esta es para mí una de las más claras representaciones del infierno: esos tipos que, debiendo ser nido, cuidado y amor, se convierten en torturadores y verdugos de niños indefensos. Es un nivel de sufrimiento que me resulta insoportable. Ya he mencionado en alguna ocasión el libro Vengo de ese miedo, de Miguel Ángel Oeste, un extraordinario texto sobre ese daño inefable e inacabable. Pero no es de ese tenebroso horror del que hoy quiero hablar, sino de las dificultades digamos normales, aunque estoy convencida de que no hay nada normal en la experiencia humana, porque no es uniforme. Por el contrario, toda vida es un mundo y, parafraseando el célebre comienzo de la novela Anna Karenina, cada uno es desgraciado a su propia manera.

Pero volvamos a la difícil relación entre madres e hijas, cosa que sucede incluso siendo ambas buenas personas. En su reciente novela La hermandad de las malas hijas, Vanessa Montfort habla, bajo un tono ligero, de unas cuantas maternidades fastidiosas. Yo, que no tengo descendencia, seré siempre una hija incluso si me convierto en un vejestorio (arrugada cual pasa, pero hija), y mi madre, que fue una mujer maravillosa, sigue encogiendo un rincón de mi corazón con un sentimiento de deuda, aunque haga ya cuatro años que murió. Creo que esto se debe en gran parte a la anomalía en la que hemos vivido, es decir, al sexismo, a la falta de oportunidades que nuestras madres tuvieron, a la sensación de que teníamos que vivir por ellas, o vengarlas, o rescatarlas, como caballeros andantes, de las fauces del dragón del machismo. Y de que, en cualquier caso, les debíamos mucho más que la vida biológica. Hay una afilada frase de Oscar Wilde que dice así: “Todas las mujeres llegan a parecerse a sus madres. Esa es su tragedia. A los hombres no les ocurre lo mismo [con sus padres]. Esa es la de ellos”. Qué perfecto retrato del sexismo: esas hijas que, en época de Wilde, no podían librarse de los estereotipos sociales, y esos hombres que no podían alcanzar el impostado y sobredimensionado papel del gran patriarca (la relación de los varones con sus padres también tiene bemoles y merece otro artículo). Por fortuna las generaciones posteriores pudimos empezar a escaparnos, pero ¿a qué precio? Al de sentir que estábamos dejando atrás a una prisionera, nuestro rehén.

Leo hoy en Yo Dona esta frase aterradora de la cantante británica Lily Allen: “No se puede tener todo. Mis hijas arruinaron mi carrera. Las quiero y me completan, pero en lo de convertirme en una estrella del pop, me lo arruinaron totalmente”. Madredelamorhermoso, y nunca mejor utilizada esta exclamación: pienso en esas pobres niñas, de 11 y 12 años (de ser hijos varones, ¿también lo habría dicho o se lo habría callado?), y me espanta imaginar cómo deben de sentirse bajo el peso de la deuda impagable que les está imponiendo su madre. Lily solo tiene 38 años, pero parece seguir presa de un mandato de maternidad perfecta inalcanzable. Una pena, porque, si yo fuera su hija, preferiría con mucho una madre feliz quizá no tan presente a una madre que me esclavice con su sacrificio. Muchas de las mujeres de generaciones anteriores no tuvieron otra opción, pero ¿Lily? Se diría que hay pájaros a los que se les abre la puerta de la jaula y no se atreven a cruzar el umbral.

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