No sabemos el día ni la hora
Creo que nunca, hasta hoy, me había percibido a mí mismo y a los demás como un misterio. Y es que nadie sabe qué va a ser de nosotros durante los próximos días o semanas o meses, igual da. Hace poco, lo tenía todo preparado para un viaje muy importante desde el punto de vista profesional (y personal) que hube de suspender porque me torcí un tobillo. El desarreglo fue enorme, como si se me hubiera roto un ligamento o un músculo, o lo que sea que componga esa extraña articulación entre la pierna y el pie. No hubo traumatólogo ni acupuntor capaz de hacerme un arreglo para salir del paso (nunca mejor dicho). Me quedé en casa observando con nostalgia los billetes de avión y la reserva de los hoteles y los proyectos que llevaba en la cabeza y en la bolsa de viaje. Todo por una torcedura que, para más inri, me había hecho al salir de una iglesia en la que había entrado para hacer tiempo, pues había llegado con antelación a una cita. Ya una vez dentro, y aunque soy ateo, puse una vela a san Vicente, porque de ese modo se llamaba mi padre, Vicente, para que me protegiera desde el más allá.
No sé si el desaguisado fue obra del santo en el que no creo, de mi padre (en el que tampoco mucho) o de mi inconsciente, pero el resultado fue el que fue. Mi avión salió el día previsto, a la hora señalada, y no se estrelló. Significa que nadie provocó el esguince para salvarme de una catástrofe aérea.
Tropecé poco tiempo después con la foto que tienen ante sus ojos. Está tomada un minuto antes de que a Kennedy le volaran la cabeza. Un minuto. ¿Alguien lo presintió? Pues no. Lo dicho: somos un enigma.
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