Teatro y precisión: así son las exclusivas subastas de los relojes más caros
La industria relojera registra ganancias inéditas y las ventas públicas del sector viven en estado de éxtasis. Asistimos en Ginebra a una conducida por el mediático Aurel Bacs
El mazo es el atributo del subastador. También es su amuleto: para retratar a Aurel Bacs con el suyo hubo que esperar unos minutos, mientras un asistente iba a buscarlo a la oficina, previo permiso del propietario. El que utiliza Bacs, el artífice de las subastas de relojes más mediáticas de la historia, es un ligero martillo de madera de olivo, con mango torneado. En la recta final de cada lote, lo mantiene en el aire, con el brazo elevado, en un gesto de interrogación destinado a desatar la adrenalina del público. “Ya sabemos que este reloj lo tiene todo; ahora solo falta que nos pongamos de acuerdo en cuánto vale”, dice con tono teatral, mientras tras él se proyecta la imagen de un Patek Philippe de oro amarillo con cronógrafo y calendario perpetuo, vendido por la joyería Beyer en 1967: solo se hicieron cuatro unidades de este modelo, con el nombre de la joyería en la subesfera de la fase lunar, y esta es la única a la venta. De hecho, este mismo reloj ya pasó por sus manos en 2002, cuando fue adquirido por un coleccionista especializado. Veintiún años más tarde, ha vuelto a estar a la venta. Tras un forcejeo simbólico, pocos minutos después el martillo cae cuando el contador de la pantalla marca 690.000 francos suizos que, con la comisión del 27% para la casa de subastas, suponen para el feliz comprador un desembolso de 876.000 francos suizos (908.000 euros). “¡Vendido!”. El público aplaude.
La subasta de relojes que celebra la casa Phillips en Ginebra a principios de noviembre tiene lugar en un pabellón construido ad hoc en el jardín de La Réserve, un hotel de lujo a orillas del lago Lemán. En la sala, el fieltro que cubre el suelo y los muros amortigua el ruido. Durante las cinco horas que dura cada sesión, solo se escucha la voz del subastador. El bisbiseo del resto de los agentes, que hablan por teléfono con los potenciales compradores, apenas es un ruido de fondo. Impera la discreción: algunos se tapan la boca al hablar. La subasta es una liturgia basada en el vértigo. Nada de copas de champán ni de música de piano. La subasta comienza con los acordes de Can’t Stop, de Red Hot Chili Peppers: energía milenial de evento deportivo para una competición que vive su momento dorado.
“Aquí la atmósfera no tiene nada que ver con una joyería, donde vas a comprar un reloj y los empleados susurran para preguntarte si quieres otro café. Aquí lo que hay es acción. Una subasta es como una sesión de Bolsa”. Bacs domina el discurso. El cofundador junto a Livia Russo de la empresa especializada Bacs & Russo, asociada a Phillips y responsable de su división de relojes, tiene en su haber el mayor hito en la historia del sector: en 2017 vendió un Rolex Daytona que había pertenecido a Paul Newman por más de 17 millones de dólares. Aunque desde entonces ningún otro reloj se ha acercado a ese importe, el negocio va viento en popa. En 2022, su división de relojes alcanzó un volumen total de 227 millones de dólares, un 10% más que el año anterior, el resultado anual más alto alcanzado por un departamento de este tipo.
En todo caso, la industria relojera vive un momento especialmente dulce: las exportaciones de relojes suizos batieron récords en 2022 hasta alcanzar los 23.000 millones de francos suizos (unos 23.690 millones de euros), un máximo histórico. Las principales marcas reportan cifras imponentes con listas de espera, ediciones limitadas que se agotan antes de salir a la venta y un mercado secundario floreciente. En ese marco, las subastas muestran la faceta más sibarita. Ofrecen modelos raros, antiguos o escasos de firmas de culto —Rolex, Patek Philippe, Audemars Piguet o F. P. Journe ocupan los primeros puestos— a un público en plena forma financiera.
La subasta de Phillips en Ginebra, que precede a las de Hong Kong y Nueva York, es el hito anual del sector. Antes de que comience, Bacs valora sus previsiones. El año 2023 está siendo convulso, con conflictos internacionales en Ucrania, Palestina. “Pero no todo lo que está sucediendo en el mundo impacta del mismo modo en todas las personas”, razona. “Por supuesto, las Bolsas europeas y americanas están más tranquilas que hace seis meses, pero ¿has visto el precio del oro?, ¿los bitcoins?, ¿el petróleo? Hay mucha gente que tiene menos dinero en el bolsillo, pero también mucha gente que tiene más. Es todo contradictorio y simultáneo. Al mismo tiempo, el apetito por los relojes raros y de calidad es más fuerte que nunca. Soy optimista, aunque con cautela”.
Aunque la mayoría de las casas internacionales de subastas tienen departamentos de relojería, es Bacs el que ha cambiado las reglas del juego. En esta ocasión salen a la venta 187 relojes que se venderán durante dos sesiones que comienzan a las dos de la tarde. Los relojes se pagan al contado en francos suizos. El ritmo es rápido, unos 20 modelos por hora. Hay momentos álgidos e instantes de calma, piezas importantes y relojes más desconocidos. “Una buena selección de relojes no es cuestión de número. Esta vez tenemos menos que de costumbre, pero es una subasta muy equilibrada. Tenemos modelos antiguos, relojes contemporáneos, marcas independientes y alguna que otra rareza. Una gran subasta es como un menú de degustación: no puedes poner siete platos con carne”, explica Bacs.
Suizo de Zúrich, Aurel Bacs nació en una familia aficionada a la mecánica. “De niño jugaba con trenes eléctricos y arreglaba mi bicicleta. Todo lo que se moviera y llevara motores o engranajes me fascinaba”, recuerda. En los años setenta su padre, arquitecto y expiloto deportivo, se aficionó a los relojes antiguos y empezó a llevar a su hijo a mercados y anticuarios. La llama prendió: a los 12 años, Bacs pidió un libro de relojes como regalo de Navidad. “Recuerdo leerlo 20 veces durante las vacaciones, comparando modelos y referencias”, evoca. Su afición acabó convirtiéndose en su profesión. “En lugar de acabar mi licenciatura en Derecho en Zúrich, acepté un empleo en una casa de subastas en 1995 por un sueldo que era la tercera parte de lo que ganaban mis compañeros de clase tras graduarse”.
Si el mazo es el atributo del subastador, su obra más duradera son los catálogos. “Cuando empecé en los noventa hacía catálogos como los de mis predecesores en los ochenta: descripciones correctas pero frías”. Transformar un mercado tan especializado en un negocio millonario y pasional requirió un cambio de lenguaje. “¿Por qué la gente colecciona relojes?”, pregunta. “Por el mismo motivo que colecciona arte o coches. Nadie se compra un Ferrari de 12 cilindros para llevar a los niños al colegio. Para eso te compras un Volkswagen Golf. El coleccionismo no es algo racional, sino emocional. Y no tiene sentido describirlo de forma racional. Hay que describir lo que significa un reloj. La belleza de una esfera dorada. La pátina de un reloj que ha llevado un soldado en la guerra de Corea. Un reloj que ha estado en la muñeca de un emperador o de Paul Newman”.
En las tribunas ubicadas a ambos lados del público, una docena de agentes hablan con sus clientes por teléfono y pujan en su nombre. A veces se suben al estrado para dar el relevo a Bacs. Al micrófono, hacen chistes y animan al público. Todos hablan en inglés, pero lo alternan con el francés, el italiano, el alemán o el chino. Son expertos, también pequeñas celebridades. Días antes de la subasta, ellos mismos muestran a los clientes los relojes en venta. Con frecuencia, es la única oportunidad de ver de cerca piezas de museo casi imposibles de encontrar. “Incluso en tiempos de guerra la gente sigue leyendo, estudiando, aprendiendo, compartiendo sus visiones y sus sueños con otros coleccionistas”, explica Bacs. “Hoy hay muchos más milmillonarios que hace 20 años. Pero sigue habiendo solo cuatro ejemplares de algunos relojes. ¿Qué sucederá? Lo que le enseñan a mi hija en el instituto: el principio de la oferta y la demanda”.
Puede que el motivo detrás del bum de los relojes sea pura lógica capitalista, pero su dimensión no deja de impresionar. “Cuando empecé a interesarme por los relojes, podías comprarte un Patek Philippe 1518 por menos de 10.000 dólares. Ahora cuesta un millón”, reflexiona. Bacs saca una hoja de papel y dibuja una curva ascendente con pequeños picos. “Así ha sido el mercado en los últimos 40 años”, explica. “Ha habido varios picos, y algunas correcciones. Pero el mercado crece”. Señala algunos momentos clave: 1989, cuando por primera vez un reloj alcanzó el millón de dólares, o 1999, cuando otro modelo alcanzó los 11 millones. El Rolex de Paul Newman marcó un cambio de escala. “Aquella mañana, la gente me preguntó qué precio creía que alcanzaría. Dije que entre 3 y 5 millones. Luego fueron 17 millones por un reloj vintage que, de no ser por su historia, podrías haber comprado por 150.000 o 200.000 dólares. Con 17 millones te puedes comprar un warhol o un basquiat. Por primera vez, el mundo se enteró de que existíamos, y los relojes dejaron de ser el hobby peculiar de un grupo de gente peculiar”.
Entre el público hay caballeros canosos con pañuelos estampados al cuello y americanas de tweed, también jóvenes que demuestran que el tan promocionado “lujo silencioso” existe. Visten chaquetas deportivas de cachemir, gorras grises sin logos, zapatillas blancas, airpods y jerséis de mohair. Un silencioso joven asiático con gorra alza la paleta y se hace con un lote por casi medio millón. Tres veinteañeros italianos discuten discretamente y consultan el móvil para calcular divisas y comisiones. En la primera fila, un par de periodistas miran hacia atrás para tomar nota mental de quién compra qué. Una pareja de edad avanzada sigue la subasta con atención, subrayando cifras. Podrían ser coleccionistas discretos, pero son los padres de Bacs. Su vástago, en el estrado, con traje verde, cabello cuidadosamente peinado y barba de tres días, ejerce su oficio con la seguridad de un director de orquesta. Reparte frases ingeniosas y alusiones poéticas a los relojes, se dirige a los coleccionistas, jalea a sus compañeros y retransmite las pujas que le llegan desde la propia sala, de los teléfonos y de internet, que es la plataforma desde la que se realizan las mayores operaciones. Modula el ritmo de la puja, que avanza bien. Muchos relojes superan las estimaciones. Un Patek Philippe Nautilus en platino se vende por más de 2,5 millones de francos suizos y un Rolex de acero inoxidable alcanza los 2,1 millones. Dos récords apuntalan una cifra total final de 39 millones, aunque el último lote, un modelo perteneciente al submarinista Robert Palmer Bradley, se queda sin vender. A cambio, un modelo centenario supera el medio millón. “La última vez que este reloj estuvo a la venta, hace cinco años, se vendió por menos. Y eso muestra que en estos años ha aumentado la cultura del público. Nadie compra un reloj así para fardar con los amigos”.
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