‘Santuarios’ de obras escondidas
Cantidades ingentes de piezas valiosas duermen en puertos francos a la espera de que sus dueños encuentren resquicios legales para beneficiarse más
Quién diría que ahí se esconde el 0,01% de las obras de arte más bellas creadas por el ser humano, encarceladas en cajas de madera en el puerto franco de Ginebra. Allí, entre alambradas grises, se oculta un edificio anodino, pintado en rectángulos verticales de distintos blancos, sin apenas ventanas y protegido por guardias todos los días del año. Dentro se enredan kilómetros de pasillos, distribuidos en celdas metálicas, siempre cerradas, que custodian, según distintos cálculos, unos 10.000 millones de dólares en obras de arte. Las instalaciones ocupan 30 campos de fútbol y contienen 1,2 millones de obras. Ese era el dato de The New York Times en 2016. Puro principio de incertidumbre. Para hacernos una idea, el Louvre ronda las 380.000 piezas.
Aunque en Suiza sea necesario identificar al dueño, hay escapatorias. Los propietarios son firmas radicadas en otros paraísos fiscales, coleccionistas o marchantes que comparten, muchas veces, determinadas obras a la espera de un comprador. Proliferan por el planeta como veladuras en una tabla de Leonardo. Mónaco, Luxemburgo, Singapur, Zúrich, Pekín, Delaware… El negocio encaja en la oscuridad. Las piezas viven en situación de tránsito. No abonan nunca el IVA. Parecen no existir. A veces la operación resulta fácil. El comprador adquiere el trabajo y la caja pasa —vía economía sumergida— de una celda a otra. El coste de almacenamiento es de unos 1.000 dólares al mes. Aunque, si compras a un marchante alemán un lienzo de Picasso de 10 millones y lo quieres trasladar a Estados Unidos, al menos tendrías que pagar tres millones de dólares en gravámenes.
Un planeta cínico. Es la fuerza de la codicia de los superricos. “El cliente busca la seguridad de la pieza y la facilidad logística”, explica Laura Gaona, abogada experta en derecho del arte. Y los coleccionistas —si ven que las leyes de exportación son duras, caso de España o Italia— utilizan atajos y paciencia. Hasta que cambie la normativa o haya una ventana, ni las mueven. “No entramos en exportación y movimientos de obras: solo en casos concretos”, admite un despacho transalpino, consciente del riesgo. Pero los números les sientan bien a las alambradas grises. En plena pandemia (entre 2020 y 2021, últimos datos disponibles), el puerto ginebrino aumentó las ganancias el 315%. Hasta unos 2.578 millones de euros. Ocultar, proteger, negar.
Sin embargo, dado que la luz del día no llega a estos lugares, resulta imposible contestar a la pregunta esencial: ¿se utilizan para blanquear? Ningún caso ha trascendido a la prensa. La historia más escandalosa la vivió Ginebra al descubrirse antigüedades saqueadas. Pero las dudas pesan como rocío de plomo. “El mercado del arte es un buen lugar para blanquear el dinero y un puerto es buen lugar para esconderlo”, detalla John Zarobell, profesor de Arte de la Universidad de San Francisco. Existe una triple pantalla. Las casas de subastas no revelan quién compra una pieza (solo su valor), la transferencia con la que se paga tras la puja podría llegar de una jurisdicción secreta y la obra resulta fácil enviarla a un puerto franco. Hay alguna excepción. En Luxemburgo es obligatorio identificar cualquier objeto superior a 10.000 euros. Algunos expertos creen que donde está el lavado es en la locura de trabajos adquiridos con criptomonedas y NFT. “El arte ha servido para cubrir esas pérdidas”, aventura el docente. Además, la geopolítica está de su bando. “El crecimiento sin precedentes de millonarios y multimillonarios significa que se construirán más puertos francos”, aventura Piergiorgio Pepe, experto en ética del mercado del arte. ¿Un oxímoron enmarcado?
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