Carlo Ginzburg: “El miedo está siempre disponible, la cuestión es quién lo usa”
Es el historiador de las otras historias. Erudito y políglota, ha enseñado en Harvard, Princeton, Yale y Bolonia. Ideólogo de la microhistoria, analiza microscópicamente un caso concreto que termina por cuestionar la historia con mayúsculas
Siempre lee más de un libro a la vez. Entiende la lectura como un juego de cajas chinas: “A través de un libro se leen otros y se recuerdan muchos otros”. El viaje intelectual y mental se cruza en Carlo Ginzburg (Turín, 84 años) con su rigor de historiador no ortodoxo pero puntillosamente preciso. El hijo de Natalia y Leo Ginzburg no es ortodoxo porque ha buscado en las huellas del pasado lo que no estaba escrito. Trabaja, sin embargo, con la meticulosa precisión de los historiadores clásicos: incluso hablando es incapaz de citar una idea sin atribuírsela a su autor. Tiene, claro, memoria de elefante para recurrir a Gramsci, Auerbach, Marc Bloch o sus profesores: Delio Cantimori o Arsenio Frugoni. Todos están aquí sintetizados porque, comprenderá el lector, una entrevista no puede llevar notas a pie de página.
Vive en el corazón de Bolonia desde 1970. Hace ocho años se trasladó al tercer piso de un palazzo de altísimos techos y salones infinitos donde solo la mesa de la cocina no está enterrada bajo libros.
Todo lo interesante sucede a la sombra.
Céline lo dijo: “No sabemos nada de la verdadera historia de los hombres”. Hay infinitas vidas que no dejan huella. Y hay huellas que no han sido estudiadas. Es como si los testimonios que han decidido la historia fueran tan solo la punta de un iceberg.
¿La historia con mayúsculas es la de los poderosos?
Poder dejar huella ha sido un privilegio social. Evidentemente, en el reparto de datos entre hombres y mujeres los hombres han dejado más huella.
Aplica el microscopio a la historia y aparece otra.
Llegué tras estudiar los casos clínicos de Freud. El caso implica la generalización. Pensé que la anomalía es más rica que la norma. La norma no puede registrar todas las violaciones de la norma mientras que la anomalía, por definición, incluye la norma.
En 1976, con El queso y los gusanos, hizo hablar a lo pequeño: dio luz a la microhistoria.
Se cita mi libro como el origen del término, pero fueron las discusiones sobre el libro las que lo acuñaron. Discutían que el caso que analicé, el de Menocchio, un molinero que sabía leer y fue interrogado y apresado por la Inquisición, era demasiado excepcional. Luego Edoardo Grendi lo definió como “lo excepcional normal”.
La diferencia entre historiador y antropólogo es que el primero usa el término cultura solo para referirse a las clases altas
Un oxímoron.
Justo. Menocchio participaba de una cultura oral que no era solo suya, es decir: era generalizable y a la vez excepcional porque sabía leer. Y pensar. La diferencia entre historiador y antropólogo es que el primero utiliza el término cultura solo para referirse a las clases altas. Y los antropólogos lo usan para describir actividades e ideas más amplias. En mi trabajo reconozco un diálogo entre antropología e historia, entre alta y baja cultura.
¿Los desclasados tienen historia?
Claro que la tienen. Pero los testimonios, las huellas que han dejado, han sido consideradas, y filtradas, desde la clase alta porque los campesinos no sabían escribir. A los pobres se los estudiaba como estadística. Yo quise demostrar que se los podía estudiar en profundidad.
¿La historia escrita es una manipulación?
La historia depende de las preguntas que le hacemos.
¿Qué confiere autoridad a un historiador? ¿La duda? ¿El dato objetivo?
El caso. Lo que da la autoría da autoridad y eso son las pruebas. La diferencia entre narración de ficción y narración histórica no existe porque en realidad todo es retórica. No es idea mía, es de White. He trabajado sobre dos tradiciones retóricas, la que empieza con Aristóteles y la antiaristotélica: Nietzsche. En la primera las pruebas son fundamentales. El escrito de Nietzsche Sobre verdad y mentira sostiene que la verdad no existe. Existe el poder.
¿Lo comparte?
He buscado siempre una estrategia no obvia entre las dos. Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel, que escribió encerrado en una prisión fascista, apuntó dos estrategias, la guerra de movimiento y la de posición: atacar o atrincherarse. Él se atrinchera cuando distingue entre cultura hegemónica y subalterna para esquivar la censura fascista. Si hubiera hablado de proletariado en lugar de cultura subalterna, no hubiera sido tan traducido. La primera vez que fui a la India, en 1988, me di cuenta de que el público y yo teníamos un lenguaje en común. Era Gramsci: hablar de cultura subalterna era ambiguo, pero ese término le permitió escribir otra historia.
La historia de la India, o la de México, se ha estudiado desde el punto de vista de los colonizadores.
Pero existe la de los colonizados: etnofilología lo llamo. [El Inca] Garcilaso de la Vega era hijo de un conquistador y de una princesa inca. Escribió en español, la lengua del padre, tratando de defender la cultura de la madre. Subrayó la distancia entre lo que se interpretó y lo que ocurrió. Maquiavelo hizo una analogía con los pintores de paisaje y apuntó la necesidad de subir para conocer las simas y de bajar para mirar las cimas. Desde el pueblo observar a los príncipes, y desde el mando, al pueblo. Solo la distancia permite entender de manera profunda.
El historiador parte de cuestiones relacionadas con el presente.
Claro, falta la perspectiva de los que vivieron el momento. Benedetto Croce escribió: “Cualquier historia verdadera es historia contemporánea”. Y su amigo Giovanni Gentile, que fue ministro de Educación y luego se hizo fascista y fue asesinado por los partisanos en 1944, escribió: “El pasado no existe. Existe solo en el momento en que lo pensamos”. Cualquier historia es historia comparada entre nuestras preguntas y las de los que vivieron el momento. Las microhistorias son historias del mundo.
¿La microhistoria acerca una cosmovisión?
Distingo dos tipos de extrañamiento para construir la gran historia. Uno parte de Marco Aurelio, y el otro de Proust, que representa la estética inesperada. Proust inventó un pintor que dibujaba el mar como si fuese un prado. ¿Por qué? Porque lo importante no es lo que se sabe del mar. Es lo que se percibe. Para ver hay que distanciarse de lo que se conoce.
Como historiador, ¿cómo hacerse comprensible para quien sabe poco?
El extrañamiento es mirar desde la distancia para observar con otra luz. Me he ocupado de gente anónima, como Menocchio, el molinero de El queso y los gusanos. Pero también he estudiado a Piero della Francesca. Y he investigado cómo Dante leía los textos a partir de entender cómo Menocchio los había leído. No quiero decir que este molinero y Dante se parecieran. Quiero decir que de uno he aprendido cosas que me han permitido entender al otro de una manera más amplia.
¿Por qué ha necesitado ponerlo todo en duda?
No dudo de todo, pero sí de mucho. Provengo de una familia privilegiada.
Privilegiada, pero muy perseguida.
Justamente. Las dos cosas juntas. Esta doble condición ha marcado mi manera de investigar. Mi privilegio no fue solo criarme rodeado de libros, también lo fue tener modelos.
La cultura escrita está amenazada. La lectura se ha convertido en un privilegio al que hay que dedicarmás tiempo que dinero
Su padre murió cuando usted tenía cinco años.
El régimen de Mussolini terminó el 25 de julio de 1943. Poco después mi padre fue a Roma, donde dirigía un diario clandestino antifascista: L’Italia Libera. Mi madre nos llevó entonces allí para reunirnos con él. Y lo detuvieron. Lo torturaron y murió en febrero de 1944. Su idea de la filología ha sido clave para mí. La conocí póstumamente cuando reuní sus escritos.
¿Se acuerda de él?
Tengo recuerdos. Estando escondido cerca de Florencia con mi madre y mi abuela materna —la única persona no judía de la familia—, recuerdo que me dijo: “Si te preguntan cómo te llamas, responde que Carlo Tanzi”. Mi hermano se quedó en Roma con una persona que había cuidado a mi padre. A mi hermana la metieron en una institución hasta el final de la guerra. Luego nos reunimos en Turín. Mi hermano era economista. Murió el año pasado, en Bolonia. Y mi hermana es psicoanalista y vive en Roma.
En sus escritos compara el psicoanálisis con la confesión.
Sí.
En el psicoanálisis tú te perdonas, o no. Y en la confesión lo hace el cura.
Exacto. Me refería a que en el ambiente de Freud la confesión era algo habitual. En una carta a su amigo Wilhelm Fliess escribió: “Me impresiona la cercanía entre lo que decían las mujeres acusadas de brujería y lo que me dicen mis pacientes”.
Ha comparado los aquelarres, la persecución de las brujas y la persecución judía.
Intenté descifrar el aquelarre. En 1321 emerge en Francia una conspiración contra el cristianismo. Una versión era que detrás estaban los leprosos que querían envenenar las aguas. Otra señalaba a los leprosos, inspirados en los judíos. Y una tercera, a los leprosos inspirados por los judíos inspirados, a su vez, por el rey de Granada. El primer testimonio de este complot conduce hasta la persecución de los judíos en la época de la peste, 1348, como responsables de la peste. Aquí estamos de nuevo ante elementos de la alta y la baja cultura. La parte chamánica tiene raíces populares y la del complot está pilotada desde las alturas. Del cruce de esos dos elementos emerge el aquelarre.
No tuvo ocasión de cuestionar a sus padres.
Claro, mi padre no estaba, podía esquivar su recuerdo o buscar más sobre él. Y eso hice. Mi madre escribía novelas. Y yo soñaba con hacer lo mismo. También soñé con ser pintor. Y todo eso al final se ha mezclado en mi manera de trabajar: la narración, la pasión por la pintura…
¿Qué recuerda de su infancia?
Nací en Turín. Mi padre había llegado de Odesa. Y su trabajo clandestino como antifascista lo inició solo después de convertirse en ciudadano italiano. Era bilingüe. Enseñaba literatura rusa. Pero su carrera académica terminó cuando el régimen fascista pidió a los profesores que juraran fidelidad al régimen y no lo hizo. Perdió la ciudadanía con las leyes raciales de 1938 y estuvo dos años en prisión. Fundó con Giulio Einaudi, que tenía 21 años, la editorial Einaudi y, como judío sin ciudadanía, fue confinado en un pueblecito de Abruzo. Mi madre nos llevó allí, a vivir con él, a mi hermano Andrea y a mí. Luego tuvieron a nuestra hermana Alessandra. De modo que mi primera infancia, entre 1940 y 1943, fue ignorante, pero bonita. Luego me he dado cuenta de cuánto, en mi manera de investigar, estaba arraigado en aquella experiencia infantil.
¿Qué quiere decir?
Había una chica, Concetta, que ayudaba a mi madre. Y mi madre escribió sobre ella. Mi madre se fijaba en todo.
¿Ha leído todas las novelas que escribió su madre?
Sí.
¿Aplicaba lo que defiende en Las pequeñas virtudes: la generosidad por encima del ahorro…?
Sí. Lo hablamos mucho. Era así. La fotografía de la portada de ese libro la hice yo.
Se levanta. Sube a la escalera, consigue encontrar el libro, mira la fotografía de su madre en la portada y sonríe: “Bella, ¿eh?”.
¿Qué recuerda de ella?
Se puede imaginar… [Silencio] No sabría decirle.
¿No le gusta hablar de su madre?
Pertenezco a una generación en la que la separación entre lo público y lo privado era distinta a la que existe hoy.
¿Y eso es mejor o peor?
No lo sé. Lo siento como parte de mi cultura, de mi psicología. Lo mío es mío.
¿Tiene hijos?
Dos hijas y tres nietos. Una, Silvia, es historiadora del arte y enseña en Roma 3. La otra, Lisa, escribe novelas.
¡Qué difícil llamándose Ginzburg!
Imagínese. Pero le va bien.
¿Cómo lo educó su madre para no tener miedo a la sombra de Natalia Ginzburg?
Mi madre; mi padre; mi abuelo materno, Giuseppe Levi —que era un biólogo famoso y tres de sus alumnos consiguieron el Premio Nobel—, todos han sido figuras importantes para mí. En la educación es fundamental lo que no se dice. Lo que no se puede traducir a palabras. Lo que se transmite sin palabras, pero es decisivo, modela la vida y construye la relación con la verdad.
Sostiene que es el miedo lo que crea los dioses. ¿Quién o qué crea el miedo?
El miedo está siempre disponible. La cuestión es quién lo usa. Se crea y luego se cree en lo creado. Es una frase maravillosa de Tácito que se encuentra en muchos otros pensadores.
¿La verdad no cambia?
Hay que distinguir. Las verdades matemáticas no cambian. Pero el significado de las palabras sí. Nuestras palabras no son las suyas. Se trata de reconstruir el significado específico que una verdad tenía en un determinado contexto.
¿Jesucristo fue la primera persona pobre y poderosa?
El poder de Cristo no formaba parte de su vida. No fue él quien fundó el cristianismo, sino Pablo. Es cierto que impresiona que una religión de gente marginal en determinado momento conquiste el imperio. Pero el poder mundano de Cristo era nulo. La consternación de Jesús: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Está en los Evangelios. Y es lo contrario al poder.
¿La pobreza lo acercó a la gente?
Yo soy ateo. En Ojazos de madera parto de la idea de que en el Nuevo Testamento hay muchas profecías del Antiguo realizadas. Es decir, estamos frente a un texto que genera otro. Si seguimos esa pista resulta que buena parte de la infancia y la pasión de Cristo es una reformulación de sucesos de lo que los cristianos llaman el Antiguo Testamento. Yo creo que Jesús existió. Pero que los Evangelios reelaboraron la historia. Muchos estudiosos cristianos llegan a esta idea, pero no la enuncian con claridad. También los judíos son reticentes a hacerlo.
Hoy la cultura nace de las clases populares en la música, en el cine…
Las películas que hablan de las clases populares no suelen tener éxito inmediato. Piense en Ladrón de bicicletas. La vi con mi madre cuando tenía 10 años. Me impactó. Pero no tuvo un gran éxito.
Hoy es historia del cine.
Es una película que emociona mucho. Pero es difícil identificarse con el protagonista: nadie se ve tan desgraciado. Esa es la fuerza de la película.
Muy pocos jóvenes leen. ¿Asistimos al fin del monopolio de la cultura escrita?
La cultura escrita está amenazada. La lectura se ha convertido en un privilegio al que hay que dedicar más tiempo que dinero.
Es paradójico que suceda con las tasas de alfabetización más altas de la historia.
Mi propuesta sería combinar la velocidad de internet con la lectura lenta. Nietzsche definía la filología como “el arte de la lectura lenta”. Es eso. Cada velocidad te conduce a un tipo de conocimiento.
Defiende la casualidad de los datos inesperados. ¿El algoritmo ha destrozado esa casualidad?
Utilizo mucho Google. La clave es el extrañamiento: para entender la realidad es importante observarla como si fuera algo oscuro, algo que no se entiende.
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