Conciencia de clase


Hay una rama de la decoración llamada interiorismo que consiste en transmitir la impresión de que estás dentro. Pero no solo dentro de un espacio físico equis, sino dentro de ti. En otras palabras: en lograr que lo que te rodea, en cierto modo, te refleje. Conozco habitaciones de hoteles tan desangeladas que pasar la noche en ellas es como dormir a la intemperie. Un buen interior surge con frecuencia de manera espontánea y al margen de los gustos o disgustos de su propietario. Tal es el caso, me parece, de este bar de Marsella donde no se han tenido en cuenta ni las proporciones de los objetos ni su colocación ni su color ni nada de nada. Observen, por ejemplo, la ausencia de estética con la que los cables de la luz recorren la pared del fondo o la altura absurda a la que se han colocado los interruptores, así como el descuido con el que se han dispuesto los cuadros. De acuerdo, sí, pero hay un perchero del que cuelgan una gabardina y otras prendas. Hay un casco de moto temporalmente abandonado en una mesa, hay un señor dando cuenta concienzudamente de un cocido, o de lo que quiera que esté dado cuenta, que desde aquí no se aprecia.
Hay como una sensación de soledad y compañía simultáneas. No la compañía que proporciona la imagen de la tele, aunque también, sino la de los comensales invisibles para los que ya están dispuestas las servilletas y cucharas en la mesa de al lado. Hay todo un mundo ahí, hay una historia del trabajo y una tradición de menús del día. Te sientas en una de esas sillas, en fin, y es como si te sentaras sobre tu conciencia de clase.
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