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Palos de ciego
Columna
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El cuento chino de la torre de marfil

Proust no vivió al margen de su tiempo, no creyó que la literatura fuese inútil, no se despreocupó de los lectores. Eso es falso

Marcel Proust.
Marcel Proust.ARCHIVIO GBB / Alamy Stock Photo (Alamy Stock Photo)
Javier Cercas

He aquí un libro apasionante. Se titula Cartas escogidas (1888-1922) y su autor es Marcel Proust, responsable de una novela oceánica: En busca del tiempo perdido. Es la primera vez que se publica en castellano un compendio de sus cartas, tarea ímproba que debemos a la devoción de Estela Ocampo. Además de apasionante, el libro es muy útil, entre otras razones, porque permite desmentir algunas supersticiones harto extendidas sobre su autor y, de paso, sobre el escritor o el artista moderno: al fin y al cabo, Proust no sólo fue un escritor determinante, sino también un prototipo del artista del siglo XX.

Una de esas fantasías sostiene que Proust era un hombre desentendido de los problemas de su tiempo, un sacerdote consagrado sin resquicios a la religión de su Arte, un esteta recluido en el egotismo autista, frívolo y claustrofóbico de su vocación; así lo retrataron los llamados escritores comprometidos de la posguerra mundial, que lo desdeñaban y casi nunca olvidaban mencionar que Proust mandó forrar de corcho las paredes de su estudio, para blindarlo del ruido exterior. El Proust de estas cartas dinamita esa caricatura: se trata de un hombre muy preocupado por el asunto Dreyfus —la falsa denuncia por traición a un capitán judío que partió por la mitad la Francia antisemita de su época—, un escritor que se empeña en conseguir firmas relevantes en apoyo del oficial difamado, que lamenta con amargura la división provocada en su país por el propio caso Dreyfus o por cuestiones educativas y religiosas, que vive pendiente de la I Guerra Mundial y protesta furioso cuando alguien sugiere que, a él, esa carnicería le importa un rábano (“Así como se ama en Dios”, escribe, “yo vivo en la guerra”).

¿Proust encastillado en su torre de marfil? Sí, más o menos como Kafka, que simpatizó con el anarquismo y en 1912 fue detenido por la policía en un mitin de protesta contra la ejecución en París del anarquista Liabeuf; o como Borges, que firmó numerosas cartas públicas contra Perón y el peronismo; o como Joyce, que se burló sangrientamente del nacionalismo irlandés que ensangrentó Irlanda. Cito adrede tres autores esenciales del siglo XX (o esenciales a secas) que, en teoría, como Proust, se inhibieron de la realidad de su época. Bobadas. ¿Y la habitación forrada de corcho? No es un invento: es sólo la pequeña parte de verdad con que se amasa toda gran mentira. En una carta del 28 de abril de 1918, dirigida a Lionel Hauser, Proust escribe: “Todo el bien que artistas, escritores, científicos han hecho sobre la tierra lo han hecho, si no de un modo propiamente egoísta (porque su objetivo no era la satisfacción de unos deseos personales, sino el esclarecimiento de una verdad interior entrevista), sin ocuparse de los demás. El altruismo, para Pascal, para Lavoisier, para Wagner, no ha consistido en interrumpir o en desnaturalizar un trabajo solitario para ocuparse de obras de beneficencia. Han producido su miel como las abejas, y de esta miel se han aprovechado los demás (…): pero sólo han podido producirla a condición de no pensar en los otros mientras estaban pendientes de la obra”. No es que el escritor (o el artista, o el científico) se desentienda de su tiempo y sus semejantes; es que asume que lo mejor que puede hacer para serles de utilidad es centrarse en su trabajo y, al menos temporalmente, inhibirse de su tiempo y sus semejantes. Se trata de la paradoja esencial de la creación, que consiste en encerrarse para abrirse, en separarse para unirse a los demás: la soledad solidaria del poeta, la llamó Savater.

Como Kafka, Borges o Joyce, Proust no vivió al margen de su tiempo, no creyó que la literatura fuese inútil o intrascendente (más o menos como la filatelia: el símil es de César Aira), no se despreocupó de los lectores que pudiera atraer su obra. Todo eso es falso. A veces tengo la impresión (o la certeza) de que nuestra vida intelectual se debate en una telaraña de supersticiones tejida a base de leyendas, malentendidos, medias verdades y simples mentiras, algunas inventadas hace más de cien años. Estas cartas de Proust son una buena herramienta para librarse de ella.

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