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El atlas de Pandora
Columna
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Dualistas y duelistas

Verdad o mentira, éxito o fracaso, conmigo o contra mí. Casi siempre la división es falaz; y los matices, más reveladores

Aristóteles, representado como un hombre en una obra del siglo XIX.
Aristóteles, representado como un hombre en una obra del siglo XIX.Photo 12 / Getty Images (Universal Images Group via Getty)
Irene Vallejo

Si los discursos públicos pudieran medirse como el viento, se diría que estamos en plena temporada de tornados. Los mensajes políticos rugen huracanados para aturdir al oponente y exacerbar las diferencias. Al debatir, los líderes se disparan su disparidad de criterios: las palabras recién pronunciadas flotan como revólveres humeantes. Quién diría que hace unos años parecíamos plácidamente abocados al aburrido fin de la historia y de la histeria. En poco tiempo, el hábitat verbal se ha vuelto más disyuntivo —y cada vez menos distendido­—, mientras los truenos ahogan cualquier posibilidad de escucha.

Dramatizar, claro, es entretenido y fotogénico. Ortega y Gasset dijo que hablar equivale a exagerar; cuando batallamos por tener razón, nos obligamos a exacerbar nuestras ideas, dislocarlas y esquematizarlas. En la era de la ira, somos hiperbólicos y lo disfrutamos. El problema se agrava cuando entenderse empieza a desprestigiar. Los partidos adversarios pueden alcanzar acuerdos, pero procurando que nadie les pille in fraganti. Y ahí entran en contradicción con los engranajes esenciales de la democracia, que consiste en negociar con quien no piensa como tú, en un toma y daca posibilista.

El historiador Tucídides, testigo del apogeo y la derrota de la democracia ateniense, escribió que las sociedades se están descomponiendo —sin saberlo— cuando ridiculizan la moderación como disfraz de la cobardía. Para Aristóteles, la sabiduría consistía en buscar un término equilibrado entre la inacción y la sobreactuación. Advertía que sostener esa postura es duro, porque te fustigan desde dos frentes y estás en el centro de un fuego cruzado. Los extremos siempre atacan al medio, arrojándolo al flanco opuesto. Por eso, el filósofo sugería detenerse a reflexionar y contrarrestar nuestros sesgos: “Hay que tomar en consideración las cosas a las que nos inclinamos más y tirar de nosotros mismos en sentido contrario como hacen los que quieren enderezar vigas”. Es una tarea ardua pero extremadamente saludable.

Incluso si dos concepciones del mundo son el día y la noche, pueden tener más en común de lo que imaginamos. El adjetivo castellano “blanco”, como el francés y catalán “blanc” y el portugués o gallego “branco”, comparten, por asombroso que parezca, raíz con el inglés “black”, es decir, negro. Todas estas palabras descienden de un término que significaba “sin color”. En el norte, los colores se desvanecen en la oscuridad o bajo cielos grises: por eso, significó oscuridad. En el sur, el brillo del sol cegador anula los matices, y de ahí claridad. Hasta las ramas más alejadas tienen raíces compartidas.

Azuzados por eslóganes dualistas, obviamos las coincidencias y proximidades. El profeta persa Mani, fundador del maniqueísmo, afirmó que el mundo afronta una lucha constante entre el bien y la maldad. Por tanto, quien me lleva la contraria no lo hace por razones válidas sino inmorales; no es alguien que piensa diferente, sino el embajador del mal, y es lógico odiarlo. Como escribió la poeta polaca Wislawa Szymborska, desde la atalaya de una historia convulsa: “Ved cuán activo está y qué bien se conserva el odio. Con qué ligereza salva obstáculos y qué fácil le resulta saltar sobre su presa. ¿Desde cuándo la fraternidad arrastra multitudes? ¿Ha llegado alguna vez la compasión primera a la meta? ¿A cuántos voluntarios seduce la duda? El odio sí seduce, ¡y cómo!, es perro viejo”.

La vida sale con frecuencia de los raíles previsibles, y, frente a su complejidad e incertidumbres, nos alivian esas afirmaciones sin matices. Los discursos maniqueos apuntalan certezas, al reducir la realidad a dos categorías, una de las cuales promete cobijarnos: verdad o mentira, civilización o barbarie, éxito o fracaso, conmigo o contra mí. San Agustín, maniqueo durante casi una década, reconocía en sus Confesiones el atractivo de esta mirada simplificadora: la lucha eterna de dos principios, uno bueno, simbolizado por la luz, y otro malvado, simbolizado por las tinieblas. Casi siempre, la división es falaz; y los matices, más reveladores. No dejemos que nos manipulen con el legado de Mani. El blanco y el black son hermanos, y colorín colorado.

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