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PENSAMIENTO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El libro más importante (y temperamental) de Ortega y Gasset cumple un siglo

El pensador español por excelencia publicó en 1923 ‘El tema de nuestro tiempo’, una obra en la que carga contra “la gran frivolidad” del racionalismo

El filósofo José Ortega y Gasset en una conferencia celebrada en Madrid, en 1952.
El filósofo José Ortega y Gasset en una conferencia celebrada en Madrid, en 1952.Herbert List (Magnum Photos / ContactoPhoto) (Herbert List / Magnum Photos / C)
Juan Arnau

El mito de la filosofía consiste en creer que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo ­real. Ese mito se erige sobre una mágica palabra griega, logos, planteada por Platón y sistematizada por Aristóteles. Implica la suposición de que la realidad se ajusta a algún tipo de discurso, razonamiento o lenguaje simbólico. Nada hay de extraño en ello. Así es el conocimiento. Cada ciencia erige su objeto y fragua sus mitos y éste es el de la filosofía. Contra ese mito se alza el Ortega más audaz y antirracionalista en una obra que ahora cumple un siglo: El tema de nuestro tiempo. Un libro enorme, valiente, nietzs­chiano, probablemente el mejor de todos los suyos, donde parece alinearse con el existencialismo, con el hartazgo de la verborrea del logos, contra la idea de que un lenguaje precocinado en el laboratorio filosófico puede dar cuenta de lo real.

Esa manía de la filosofía alcanza su apogeo en la Ilustración. Poco antes, Spinoza, que consideraba el conocimiento intuitivo superior al racional, es considerado racionalista. También Leibniz, para quien la percepción y el deseo (en general poco razonables) son el fundamento de la realidad. No es ningún escándalo. De ese mito vive la filosofía y hay que explotarlo. De ahí que incorpore la razón en todas sus variantes. Y ese mito es el que se propone revisar Ortega (aunque luego caiga en él, como hacemos todos los que nos dedicamos a la filosofía).

El laboratorio comparte la artificiosidad del monasterio. La vida nunca ocurre en una probeta o en una celda, entre aparatos rigurosamente ajustados, laudes y maitines. La vida ocurre al aire libre y hacia ella se abalanza el filósofo. Sin encerrarla o reducirla, sin controlar su presión y temperatura. En este punto, encontramos al Ortega más meridional, más temperamental, derribando los muros del seminario. El filósofo no debe resguardarse en la cátedra, sino dejarse envolver por el aire frío y seco de la sierra de Gredos, con sus horizontes ondulantes y sus atardeceres sanguíneos donde se afilan los colores.

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El libro, como la mayoría de los de Ortega, está hecho de retales. Los dos primeros capítulos los ha publicado en el periódico El Sol. El resto contiene materiales de un curso impartido en la Universidad Central en Madrid en el ejercicio 1921-1922. Ortega prepara bien sus clases y necesita de público para sacar lo mejor de sí. En esta ocasión se ha servido de los apuntes tomados rigurosamente por su fiel escudero, Fernando Vela. Y como Don Quijote ante el retablo de Maese Pedro, arremete contra el racionalismo y contra el vitalismo. Unas cuantas citas permitirán calibrar el alcance de su desafío. “Mi ideología no va contra la razón, puesto que no admite otro modo de conocimiento teorético que ella: va sólo contra el racionalismo”. Acto seguido esboza una crítica de la retórica de lo elemental, de la idea de que conocer algo es reducirlo a sus elementos primarios. Esa es la “inevitable antinomia que la razón incuba”. Si el ejercicio de la razón consiste en penetrar en el compuesto hasta sus elementos, “al hallarse la mente ante los elementos últimos, no puede seguir su faena resolutiva o analítica, no puede descomponer más. De donde resulta que, ante los elementos, la mente deja de ser racional”. Es decir, la razón es impotente ante todo aquello que no se deja descomponer. Sólo funciona ante el mecanismo. Y todas las cosas importantes de la vida: el deseo, la percepción, la libertad, la propia mente, no pueden descomponerse ni se ajustan al modelo mecánico. Así, desde la perspectiva racionalista, conocer un objeto es reducirlo a elementos incognoscibles. “En la razón misma encontramos un abismo de irracionalidad”.

No queda sino reconocer que la razón descansa a la postre, como sospechaba Leibniz, en simple intuición (yo diría que en la imaginación), “que la actividad disectriz y analítica termina en quietud intuitiva”. Las cosas últimas se conocen irracionalmente, “y de ese saber intuitivo e irracional depende, a la postre, el racional”. Una vuelta a Empédocles. De ahí que el racionalismo resulte inadmisible, una retórica engañosa, “para todo espíritu severo y veraz”. La idea misma de la identidad, fundamento de la lógica, “es perfectamente irracional”. No hay nada en el mundo idéntico a sí mismo. Esas cosas sólo ocurren en el cielo platónico. A=A es la falacia fundacional de la lógica abstracta. Pues si A ha de vivir, lo tiene que hacer en el tiempo, y, en cuanto nos damos la vuelta, A ya no es A, sino otra cosa, una fase distinta en su proceso de evolución.

¿Debemos pues prescindir de la razón? En absoluto. Estamos obligados a usar la razón si queremos entender algo. Pero esa tarea no debería convertirnos en racionalistas. Pues “la razón es una breve zona de claridad analítica que se abre entre dos estratos insondables de irracionalidad”. Es como el espectro visible humano, un breve arco de luz que se abre entre el infrarrojo y el ultravioleta. Más allá no es posible la visión. La razón es nuestro oído particular, pero hay que evitar convertirla en un ídolo. Ortega denuncia esa ceguera que “consiste en no querer ver las irracionalidades que suscita el uso puro de la razón misma. El supuesto arbitrario que caracteriza al racionalismo es creer que las cosas —reales o ideales— se comportan como nuestras ideas”. En un tono muy antropológico, casi poscolonial, nos advierte de los peligros del logocentrismo, de la “gran confusión” y la “gran frivolidad” del racionalismo. Ese es el secreto recóndito del espíritu racionalista, la soberbia. De ahí que el racionalismo no sea simplemente un modo de observación, más o menos contemplativo, sino que implique una actitud “imperativa”. El racionalismo es fanático y violento. “En lugar de situarse ante el mundo y recibirlo según es, con sus luces y sus sombras…, le impone un cierto modo de ser, lo imperializa y violenta, proyectando sobre él su subjetiva estructura racional”. No dice que es una “imposición”, como dirá después Heidegger de la técnica, pero se acerca a esa perspectiva. Ese es el orgullo presuntuoso del racionalista. Un orgullo que lo ciega y lo lleva a creer que su breve espectro visible, su particular lenguaje simbólico, es todo el espectro.

Hoy sabemos, después de Einstein, que la geometría de Euclides es provinciana, que sólo funciona en las distancias cortas, que es una expresión del orgullo local. Esa misma actitud logocéntrica la encontramos en Kant: “No es el entendimiento el que ha de regirse por el objeto, sino el objeto por el entendimiento”. Una actitud rígida y colonial, prusiana, que el filósofo meridional no puede sino rechazar, insurgente a esa manía de “trasmutar la realidad en el oro imaginario de lo que debe ser”. La meditación soleada no impone corsés ni constricciones a la realidad. No la quiere esclerótica y rígida, la prefiere libre, ágil y espontánea. Objeto de intuición, no de razón.

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