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Ensayos
Tribuna
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No podemos vivir sin filosofía. Aunque sea para quejarnos de ella

Escuchar a los filósofos no nos conducirá a la felicidad. Pero hacer preguntas y ponerlo todo patas arriba nos ayuda a orientarnos mínimamente

Miquel Seguró
Filosofia
Juárez Casanova

Parece que la filosofía está por todas partes. Por todas partes, menos en lo que de verdad puede ser decisivo, habría que añadir. Porque, por ejemplo, la filosofía sigue pasando de puntillas por la formación que reciben algunas de las personas que, quizás, en un futuro ostentarán cargos de especial relevancia.

El pasado jueves 17 de noviembre celebramos el Día Mundial de la Filosofía y uno puede preguntarse: ¿debería realmente estar la filosofía por todas partes? Mi respuesta es que no lo creo, aunque al menos sí transversalmente debería estar presente en muchos planes de estudios. En todas las formaciones y también como espacio de reflexión propio, porque tanto importa la pregunta por la verdad o el bien con relación a la economía, las ciencias o el deporte, como la verdad o el bien como cuestión en sí. Es más, de esto segundo se deriva lo primero, así que sin reflexión filosófica en general difícilmente puede darse reflexión filosófica aplicada.

La filosofía se nutre de la perplejidad. La incertidumbre, la duda, el de dónde venimos y a dónde vamos, no es solo cosa de la filosofía, ciertamente, pero sí vector central de sus intereses. Esa perplejidad, que a veces se hace difícil de sobrellevar, constata que el mundo no es siempre lo que parece ser y que a esa constatación no le sigue la promesa de poder descubrir exactamente cómo es ese mundo. La filosofía intenta tematizar esta desubicación, el manido pero cierto sé que no sé, que como tal no tiene por qué propiciar ni brindar ningún saber superador, y menos aun productivo. Sin embargo, a la filosofía no habría ni que defenderla, puesto que su relevancia es tan intrínseca para nuestras experiencias que ahí donde se respire una idea habrá filosofía.

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Se dice de la filosofía que no goza del privilegio de lo útil y de lo pragmático. Es un tópico que algunos hemos puesto en duda muchas veces pero que sigue calando, y es extraño que lo haga porque, sin dejar de tener su parte de razón, eclipsa que existen el pragmatismo o el utilitarismo como corrientes de pensamiento, y que sus postulados, filosóficos, son fundamentales para determinar el significado de estos conceptos. El problema de la filosofía no puede provenir de su supuesta inutilidad o falta de practicidad porque su función (si es que se puede hablar así) es, entre otras cosas, preguntar qué se entiende por utilidad o por practicidad.

La idiosincrasia de la filosofía es otra. A la filosofía se la puede ignorar, por supuesto, y es opción personal de cada cual evaluar hasta qué punto se la ignora. Pero lo que no se pueden pasar por alto son los argumentos y razones que sustentan esa posición. Sirva de ejemplo la cuestión de su relevancia. Decir que la filosofía es más o menos relevante implica dar por bueno un determinado concepto de lo que es “relevante” para emitir un juicio sobre ella. Y esta es la circularidad del asunto: que solo por negarle un papel, o hasta mostrarse indiferente, ya se la está asumiendo de alguna manera y, por lo tanto, incorporando.

Necesitamos tener respuestas para poder orientarnos, pero más aun necesitamos que esas respuestas sean buenas y confiables. La urgencia por salir de la zozobra no casa bien con los ritmos de la filosofía. El atolondre lo inunda todo. El “problema” de la filosofía en nuestra época es que no es ni resolutiva ni disolutiva. Ni la incertidumbre ni la duda se disipan. Incluso da pie a lo contrario, porque en primera instancia la filosofía obliga a deambular a través de la pregunta. Es verdad que esto tampoco es coto exclusivo de la filosofía, pero sí su camino preferido. Y eso, hay que reconocerlo, no siempre engrana la vida cotidiana. La filosofía no siempre ayuda a orientarse, ni siempre hace mejores a las personas, ni siempre garantiza la felicidad. Lo suyo es ponerlo todo patas arriba, pero aun en esas circunstancias nos da pistas de cómo orientarnos mínimamente, nos ayuda a saber que sin duda alguna nos conviene aprender a convivir justa y sosteniblemente, y nos advierte de que la búsqueda agitada de la felicidad puede llevar antes al desatino que a la dicha.

Dedicarse a la filosofía es una opción para algunos de nosotros loable y recomendable, claro está, pero nunca puede ser un imperativo. Jacques Lacan se refirió a la antifilosofía como una manera de voltear algunas tesis e intereses de la filosofía. A esa antifilosofía hay que valorarle que ponga empeño en cuestionarla, porque al hacerlo la libera de los excesos de la moda con los que a veces puede ataviarse y nos recuerda que la filosofía vive en permanente crisis de identidad. Una duda existencial que es, de hecho, uno de los temas predilectos de los que nos dedicamos a ella: qué es filosofía y qué nos atrae tanto de ella.

Por otro lado, si resulta que la filosofía propicia más y mejor libertad, entonces también tiene que asumir la posibilidad de que alguien no muestre gran interés por ella. Aunque en este punto volvemos a lo de antes: al quitarle relevancia a la filosofía ya se le está otorgando en cierta medida. Incluso la antifilosofía presupone la filosofía, pues si no quiere ser arbitraria, a esa libertad le sigue la llamada a tener que dar una respuesta con sentido al porqué de su crítica, y ese diálogo ya implica entrar en los terrenos de la filosofía. De un modo u otro siempre nos movemos en algún tipo de perspectiva que implica conceptos filosóficos, así que parece recomendable que nos dotemos de los elementos conceptuales fundamentales para que, entre otras cosas, podamos decidir en qué grado la filosofía nos interesa. En libertad, y con responsabilidad.


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Sobre la firma

Miquel Seguró
Miquel Seguró Mendlewicz es doctor en Filosofía y licenciado en Humanidades. Profesor de Filosofía, su último libro es 'Vulnerabilidad' (Herder, 2021).

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