El club de música electrónica: espacio en peligro de extinción
Al mismo tiempo que la electrónica ha dejado de ser música nicho, las restricciones en las licencias de aperturas de clubes y las quejas de los vecinos por el ruido ponen en entredicho la vida nocturna de muchas ciudades europeas
En enero, la opinión pública internacional miraba hacia Bruselas. Una parte lo hacía por el escándalo de sobornos Qatargate; otra, por la inminente desaparición de una joya nocturna. Club Fuse, una de las discotecas más antiguas de música electrónica de Europa, anunciaba su posible cierre tras las quejas por ruido de un vecino. Su caso es uno más de los cientos de clubes históricos abocados a la extinción en las últimas décadas.
La electrónica ha dejado de ser un nicho que sobrevive en los soportales del underground. Es la música más popular en los festivales del Reino Unido, según la Night Time Industries Association (NTIA). Sin embargo, cerca del 30% de los clubes han echado el cierre en ese país desde la pandemia. En Alemania se ha bautizado como clubsterben —literalmente, la muerte del club— al fenómeno que comenzó en los dos mil y es cada vez más evidente según la asociación berlinesa Clubcommission. Esta organización, cuyo objetivo es proteger el valor cultural de la vida nocturna en la ciudad, ha documentado la desaparición de más de 80 clubes en Berlín en las últimas seis décadas.
Finlay Johnson, miembro de la Association for Electronic Music, que reúne a profesionales del sector, explica al teléfono que la erradicación de los locales se debe a una “tormenta perfecta” de factores. Desde los grandes inversores inmobiliarios que expulsan a los clubes de sus antiguas ubicaciones —razón por la cual Tresor, icono berlinense y global del techno, cambió de localización en 2007— hasta los alquileres inasequibles en los centros de las ciudades —como fue el caso de Farbfernseher en Berlín—, pasando por las restricciones en las licencias o las quejas por ruido fruto de la gentrificación.
El lugar que ocupa hoy Club Fuse es parte de la historia de Bruselas: primero fue un cine; después, Disco Rojo, una discoteca española que acogió a artistas como Julio Iglesias, y desde hace 17 años es uno de los centros de electrónica más reconocidos en el continente. Sin embargo, tras la denuncia de un vecino que compró su casa cuando Club Fuse ya operaba, y pese a las 66.000 firmas recogidas para frenar su cierre, el sello se ve obligado a reducir las horas de apertura y dejar su icónico establecimiento en un periodo de dos años.
La otra gran amenaza que pende sobre la electrónica es su cosificación. Anita Jóri, coautora del ensayo La nueva era de la música electrónica de baile y la cultura club, recalca la llegada a la escena de personas cuyo único propósito es económico. “En Berlín hay un gran interrogante: ¿nos subimos al tren de generalizar o mercantilizar la escena, o intentamos protegerla y devolverla a las comunidades que se benefician de ella desde el punto de vista cultural y de la identidad?”, plantea Jóri. En esa misma línea, Mike Kill, director general de NTIA, señalaba en febrero en un artículo de Time Out titulado ‘¿Por qué Londres se va a dormir tan pronto?’ que asistimos a un vacío cultural en la ciudad, en la que solo sobreviven los establecimientos de atracción masiva: “Las empresas se están tragando a los locales independientes y estamos perdiendo la identidad de la cultura de club británica”.
Quienes buscan potenciar el valor artístico y social de este género musical quieren que se vea reconocida su autenticidad, su potencial para la experimentación, y hacen referencia a sus orígenes en las comunidades marginadas, negras, latinas y gais. Si bien a mediados de los pasados años noventa comenzó la occidentalización y mercantilización de la cultura de club, en los últimos años se asiste a cierto despertar sobre los orígenes queer y afroamericanos de este género que llegó a Europa desde Detroit y Chicago.
El movimiento por mantener viva la llama del club ha dado ciertos frutos. En 2021, la ciudad de Berlín otorgó a determinados clubes el estatus de “instituciones culturales”, equiparándolos a los museos y dotándolos de exenciones fiscales y protección frente a posibles desplazamientos. Ahora la asociación Rave The Planet, detrás del mayor desfile de techno de Alemania, ha iniciado un proceso para que la Unesco reconozca la electrónica como patrimonio cultural inmaterial. En casos como el de Club Fuse significaría que su valor cultural, del que participan muchas personas, se tuviera en cuenta frente a la protección acústica de un individuo.
Sin embargo, hay quien es escéptico con esta forma de proteger a un género tan ligado a la subcultura. Para la antropóloga y crítica musical Bianca Ludewig, “el patrimonio cultural se parece mucho a la gentrificación, es parte del nuevo régimen liberal: ¿quién decide qué es cultura y qué merece la pena conservar?”. La cuestión, destaca, está en qué se protege: “La tierra fértil para cualquier tipo de música no son los grandes festivales, sino los locales pequeños, donde la gente puede conocerse, tocar su set y experimentar”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.