Todos locos
El enfermo es más que su enfermedad, por eso me fastidia que utilicemos la palabra “loco” tan fácilmente, como si eso, la dolencia, hubiera hecho desaparecer al individuo
No sé si visteis la primera foto que salió en este periódico del (supuesto) asesino del sacristán en Algeciras, Yassine Kanjaa, ya detenido, con una sonrisita de beatífica satisfacción dibujada en los labios. Un gesto que aterraba. De Pompeyo González Pascual, el antiguo enterrador de 74 años que (supuestamente) mandó desde Miranda de Ebro seis cartas explosivas a la Embajada de Ucrania, en donde hirió a una persona, y a otros edificios oficiales, no he visto hasta ahora un retrato de frente, solo la instantánea de su traslado por la calle, una pizca de hombre de perfil con una gorra tapando media cara, el típico abuelete, aunque no tan típico, parece.
De Yassine Kanjaa nos han contado, al menos hasta el momento en que escribo este artículo, que tuvo problemas mentales y recibió tratamiento psiquiátrico en Marruecos. En cuanto a Pompeyo, se sabe que vivía muy aislado desde que se jubiló hace 10 años, y se han descubierto en su casa libros revolucionarios y otros objetos que acreditan su ardiente simpatía por el régimen soviético, lo cual ya parece bastante chifladura. “Se le habrá ido la cabeza”, declaró Elisa, su octogenaria vecina.
Así que ya tenemos aquí dos sucesos violentos con el cartelito del trastorno mental. Hasta hace un par de años, apenas se hablaba en los medios de las enfermedades psiquiátricas, salvo cuando una persona con una dolencia psíquica cometía un acto criminal, en cuyo caso su condición se trompeteaba (últimamente las cosas han mejorado un poco, pero no mucho). Eso, unir la enfermedad mental a los comportamientos agresivos, no sólo aumenta el rechazo social, sino que además es injusto. Diversos estudios demuestran que las personas con dolencias psíquicas suelen ser víctimas y rara vez agresores, y de hecho basta con reflexionar un poco en la cantidad de casos de violencia que conocemos todos los días y que son cometidos por personas supuestamente normales. Ganan por goleada a los perpetrados por enfermos.
Por otra parte, el trastorno mental no secuestra por completo a quien lo sufre. El enfermo es más que su enfermedad, por eso me fastidia que utilicemos la palabra “loco” tan fácilmente, como si eso, la dolencia, hubiera hecho desaparecer al individuo. En cambio, no decimos de alguien que es un “canceroso”. Porque el cáncer no lo devora todo, y la enfermedad mental tampoco: siempre hay alguien ahí detrás que permanece con su temperamento y su talante. Como dice la conocida frase del psiquiatra francoargentino Pichon-Rivière, que él aseguraba haber escuchado a un enfermero español, “hay tres clases de locos: los locos, los locos lindos y los locos de mierda”.
Pero volvamos a Yassine y a Pompeyo. ¿Importa mucho que les coloquemos o no la etiqueta de chiflados? Bueno, de ello quizá pueda deducirse cierta información policial, en el sentido de que, si se considera que Kanjaa es un loco, entonces no habrá una célula a la que perseguir, una amenaza oculta y latente. Lo cual es un alivio. Pero ese alivio ¿es seguro? Quiero decir que las murallas que nuestra sociedad levanta entre la llamada locura y la cordura son un espejismo, una ficción. Ambas realidades se entremezclan y las fronteras se borran. Los integrantes del ISIS que quemaban con lanzallamas a los presos, los talibanes e iraníes que matan a las mujeres que no llevan velo, los terroristas católicos que asesinan a médicos abortistas en Estados Unidos, o los fundamentalistas cristianos ugandeses del Ejército de Resistencia del Señor que secuestran niños para convertirlos en soldados o en esclavos sexuales, ¿no están igual de locos que Yassine? (los dos últimos ejemplos se los dedico al señor Feijóo por decir lo de “no verá usted a un cristiano matar en nombre de su religión”, una afirmación tan ignorante como manipuladora). Y es que la locura deja de ser considerada locura cuando es colectiva. O sea, la única diferencia es que Yassine y Pompeyo están solos, pero ese aislamiento y esa soledad los convierte en más proclives a integrarse en el delirio común. La historia ha demostrado múltiples veces cuán fácil es que una mente supuestamente normal se rinda a las alucinaciones colectivas. Hay una parte negra en el corazón humano susceptible de ser inflamada por el viento ardiente del fanatismo. Todos locos, no sólo ellos. Mucho cuidado.
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