Hombres de mi edad
Como a todos, a mí el tiempo también me atropelló: pensé que pasaría por la vida encapsulado en unos 35 años eternos | Columna de Ignacio Peyró
Llega una edad en la que empezamos a perder algún diente y algún amigo del colegio, y un día cualquiera se nos ocurre pensar que nuestro nacimiento ya está más cerca —por ejemplo— de la batalla del Ebro que de hoy. Es sabido que, “a la mitad del camino de la vida”, Dante se encontró en una selva oscura: hasta hace no tanto, las melancolías de la edad eran un lujo del que solo necesitaba consolarse quien, para lidiar con ellas, podía acudir al eficacísimo remedio de un descapotable. Ahora es más fácil encontrarse no ya en una selva oscura, sino en una casa peor que la de tus padres o en la supervivencia de un divorcio, intentando cuadrar las cuentas de la vida. Como los bólidos están imposibles, veo a amigos en Facebook prepararse para el medio maratón. Si la crisis es muy intensa, maratón entero.
El mero hecho de publicarlo en Facebook se va pareciendo ya, en inactualidad, a comunicarlo por télex, aunque en esto de las edades hay que poner por delante una excusatio non petita pero necesaria: la medida es relativa a uno mismo, y Matusalén, que vivió 970 años, tal vez pensara que su abuelo Jared, que vivió 960, siempre pecó de inmaduro. De hecho, también es relativa a los demás: a mis 42 años sería un enfant terrible en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, pero, si entro en una discoteca, tal vez se persone la Guardia Civil. Lo importante es que llega un momento en que dejamos de ser jóvenes y nos convertimos en hijos del tiempo. Los días pasan lento y los años pasan rápido.
Uno podría pensar que el proceso es gradual, pero se vive como si uno se acostara mozo y se levantara adulto. Hay una distancia muy corta entre el día que piensas que tus rodillas ya no están para dar según qué saltos y el día que ves que tu amor de la infancia tiene hijos adolescentes. Como a todos, a mí el tiempo también me atropelló: pensé que pasaría por la vida encapsulado en una especie de áspic, con unos 35 años eternos, y sin cometidos mucho más juiciosos que beberme cada noche esos gin tonics como balones de oxígeno que ponen en Arzábal. Ahora llegan las once de la noche y ya, más que un gin tonic, lo que apetece es un abrazo. O un colacao.
Admito que pueda ser un adelanto civilizacional, pero se hace duro ver a gente en edad de llevar barcos de guerra poniendo frases motivacionales —tú lo vales, monstruo— en Instagram. Veo entre mis contemporáneos una clara división: de un lado, los superpapis, que van siempre azacaneados y sin tiempo para nada, entre los niños y la política exterior tan complicada de las parejas; de otro, los divorciados, que se han volcado en la religión secular de la mejora personal, lo que suele incluir un poco de gimnasio, un poco de bitcoin, una barba ya pespunteada de canas, ponerse el polo de tus hijos y ligar hasta con la operadora de Amena. Eran muy de votar a Ciudadanos. Superpapis y divorciados coinciden en una cosa: todos se han ido del centro a Las Tablas. Les separa otra: unos pasan sus noches de soledad en apps de ligue; otros dedican las tardes de paz casera a —sea por Vox o por Sánchez— algún tipo de guerra cultural.
Los sociólogos han llamado “años de la odisea” a la navegación tan difícil que va de los años en que uno se forma a los años en que uno se asienta. Esto antes se llamaba mediana edad, pero —como el entretiempo— la mediana edad no existe, siquiera sea, ay, porque uno ya sabe que no ha de ser mediana a la fuerza. Las fotos de hace 10 años son un reproche; Tinder parece una vanitas hasta que descubrimos que, más bien, es un espejo. Me lo dijo un colega colombiano: “Todos mis amigos han tenido que elegir entre Emaús o el alcohol”. Entre medias, está aquello de Ungaretti, cuando pide que le dejen “así / como una cosa / colocada / en una esquina / y olvidada”. “Aquí / no se siente / nada más / que el calor rico / Estoy / con las cuatro / cabriolas / del humo / del hogar”. Sí, que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde.
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