El amigo de Picasso sin el que no estaría en España el ‘Guernica’
Se conocieron en 1952 en París. El pintor y poeta convenció al genio malagueño de que cambiara la cláusula para el regreso de su gran alegato pictórico contra la guerra
La casa de José Luis Galicia (Madrid, 92 años) no es un museo, aunque merecería serlo. Estamos en un tríplex enorme del noroeste de Madrid donde las montañas de libros, las pilas de revistas de arte, los cuadros y las fotos, los botes con pinceles, los muebles, los caballetes, los recuerdos y el verbo sin freno del inquilino salpican las sombras de la tarde y apenas dejan caminar. Y por debajo de todo eso subyacen un nombre y un rostro: Pablo Picasso. “Mi amigo”.
Varios dibujos originales —como una cara de colores dedicada “a José Luis Galicia de su amigo Picasso el 26-5-59″—, unos rayones a lápiz que componen magistralmente la cara de Antonio Machado con la firma del artista; y en la escalera y en el piso de arriba, en el estudio, una fotografía de los dos amigos juntos, grabados, serigrafías, aguafuertes y más dibujos originales, rodeados de legiones de libros de arte. Pintor, grabador, poeta, decorador de 120 películas —en 1962 creó, en la localidad madrileña de Hoyo de Manzanares, Golden City, un falso poblado del Far West donde Sergio Leone y Clint Eastwood rodaron Por un puñado de dólares—, autor de los frescos de la madrileña catedral de la Almudena, conversador sin freno y sin filtro, Galicia es nieto e hijo de artistas (su padre era el pintor Francisco Galicia), sobrino del poeta León Felipe y primo del torero Carlos Arruza. Y el amigo español de Picasso o al menos, con toda probabilidad, el último con vida.
El poeta francés Paul Éluard fue el culpable de aquella amistad. Corría el año 1952, el autor de Capital del dolor acababa de morir en París y aquel estudiante español de 22 años que buscaba la fortuna artística a orillas del Sena acudió al homenaje a Éluard que un grupo de intelectuales había organizado en la Maison de la Pensée Française (Casa del Pensamiento Francés). Aquella visita iba a ser decisiva en su vida.
“Allí, en una gran sala, estaban todos reunidos, que si Aragon, que si los surrealistas, que si los del Partido Comunista, y en otra sala había una exposición con todos los cuadros que Picasso había regalado a Paul Éluard”, recuerda el pintor y poeta madrileño, que prefirió pasar del acto protocolario y el cóctel de inauguración y entró en la sala directamente a ver los cuadros. “De repente, entra Picasso en aquella salita. Yo me acerqué y le dije: ‘Usted es Pablo Picasso’. Y él me dijo: ‘¡Sí, ¿y tú quién eres?!’. ‘Pues un pintor español que acaba de llegar a París’. Y él me contesta: ‘Pues vamos a ver juntos esto’. Yo entonces era bastante descarado y de uno de los cuadros le hice una pequeña crítica. Luego, otra de otro, y a la tercera él se puso a comentar el cuadro conmigo. Yo le decía las verdades, y creo que eso le gustaba. Al acabar, me dijo que le gustaría ver lo que yo pintaba y me preguntó si sabía dónde vivía. ‘Sí, en la Rue des Grands Augustins’, le dije. ‘Pues vente mañana a verme y tráeme algo tuyo”.
El artista novato cumplió y fue con sus dibujos al estudio de Picasso, pero el maestro no estaba. Le abrió la puerta Jaume Sabartés, el eterno secretario personal de Picasso y más que eso, su cancerbero frente al mundo de los mortales, además de su gran amigo de juventud en la Barcelona del café Els Quatre Gats. Sabartés le dijo a Galicia que dejara allí sus cosas para que Picasso las viera a su regreso. Fue el comienzo no de una, sino de dos grandes amistades. Jaume Sabartés y José Luis Galicia acabarían haciéndose íntimos. En mitad de la conversación, el pintor y poeta madrileño se levanta, camina hacia la biblioteca y saca de una estantería un ejemplar del libro Correspondencia de Jaime Sabartés con José Luis Galicia, editado en 2018 por el pequeño sello Ars Valle. “Toma, así nadie podrá decir que el tal Galicia se lo inventó todo”. Otros libros publicados por él son Mi amigo Picasso, Poesías, Toroafición y Hojas sueltas.
A partir de aquel no-encuentro en la Rue des Grands Augustins, José Luis Galicia y Pablo Picasso entablaron una relación de confianza en la que el joven pintor entraba en los dominios del maestro como Pedro por su casa. Durante bastante tiempo, fue dos o tres veces al año a visitarlo, sobre todo a su casa de La Californie en Cannes y a la de Notre-Dame-de-Vie en Mougins. “Cuando iba me quedaba varios días. Y puedo decir que él era conmigo un hombre sencillo y cariñoso, y que nada de lo que yo he leído en los mil libros que han escrito sobre él y sobre su carácter tiene que ver con cómo era él, o al menos yo no conocí a ese Picasso. Él era alguien de una gran sensibilidad y de emoción muy fácil, aunque quizá un poco difícil de comprender y de llevar. Yo he llegado a pensar que cuando él recibía gente en su casa se sentía obligado a cambiar, a transformarse en un personaje, igual que los actores. Nos poníamos a hablar a las seis de la tarde, siempre después de hacer la siesta, porque eso no lo perdonaba, y a lo mejor nos daban las 11 de la noche. Y yo me decía: ‘Igual le estoy robando a este hombre el tiempo para que pinte una obra maestra”, recuerda José Luis Galicia en el salón de su casa.
La base de aquella relación de confianza estaba clara: “Hablábamos absolutamente de todo, pero él sabía que de todo aquello que hablásemos, en cuanto yo salía por la puerta, ya me había olvidado. Él estaba harto de toda aquella gente que quería visitarlo para conseguir una entrevista, o para que le dedicara un dibujito…, pero yo no iba a allí para pedirle nada. Y creo que por eso me respetaba aún más”.
Absolutamente de todo, no. Había un tema tabú en la conversación con el creador de Las señoritas de Aviñón, tal y como evoca hoy su amigo: “Había algo de lo que no le gustaba nada hablar, la muerte. Un día Sabartés me avisó: ‘Mire, con Picasso se puede hablar de todo… menos de la muerte; no lo haga, es tabú’. Y, de hecho, cuando murió Sabartés en 1968, Picasso y yo no hablábamos de ello. Luego yo pensaba y me decía: ‘Pero ¿por qué pintará entonces tantos cuadros con calaveras?’. Pienso que era algo de superstición. No hizo testamento, y había quien comentaba que era porque Picasso decía que traía mala suerte. Mentira. No hizo testamento porque, pensando en todos sus descendientes, decía: ‘Cuando me muera, que se las apañen ellos’. Y así fue”.
El mayor orgullo de este hombre entrañable y parlanchín es el papel que desempeñó en la llegada del Guernica a España en 1981. Un papel pequeño en el corto plazo e inmenso en el largo. “Cada vez que salía el Guernica en la conversación, yo siempre le decía que el cuadro tenía que acabar en España”, explica, “pero él me contestaba que ese cuadro pertenecía a la República española, que era la que se lo había encargado para el Pabellón Español de la Exposición Internacional de París de 1937. Hasta que un día le dije: ‘Mira, Pablo, cuando Miguel Ángel pintó la Capilla Sixtina también tuvo unos jaleos tremendos con los papas y con otros artistas…, y de eso… ahora… ¿quién se acuerda? ¡La gente hoy contempla la Capilla Sixtina y se maravilla, y punto!’. Le dije que se tenía que olvidar un poco de la política, que la política era una cosa puntual, pero que el Guernica era para siempre”. De nuevo, el hombre que le decía las verdades a Picasso.
Así que aquel día, asegura, le convenció de que cambiara la cláusula de “cuando haya una República en España” por la de “cuando haya un Estado democrático”. “Pablo llamó a Jacqueline y le dijo: ‘Llama a Dumas [Roland Dumas, el abogado francés albacea de Picasso] y que venga cuanto antes porque voy a cambiar esto’. Así que no, yo no traje el Guernica, lo trajeron Javier Tussell y el Gobierno español…, pero desde luego yo le convencí de que cambiara aquella cláusula. Y, si no hubiera sido así, quién sabe, a lo mejor el cuadro seguía en el MoMA de Nueva York”.
Una espina le quedó clavada a José Luis Galicia. También intentó convencer al genio malagueño de que donara sus meninas al Museo del Prado, para que estuvieran junto a las de Velázquez, en lugar de enviarlas al Museo Picasso de Barcelona. “Se lo dije una tarde en su casa. Estuvo como un cuarto de hora callado, pensando. Y de pronto dijo: ‘¡No! Con las de Velázquez, el Prado ya tiene bastante”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.