Nostalgia de la esquina
Hay un soneto de Borges que comienza así:
“Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo”.
Y que termina de este modo:
“Solo me queda el goce de estar triste,
esa vaga costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina”.
La esquina es una construcción arquitectónica que estaba ahí antes de que la inventáramos. Se inventó sola como se inventa sola la diagonal una vez que descubrimos el cuadrado. En un triángulo, aunque invisible, ya palpita la bisectriz como en una circunferencia late el radio. Esta idea que se me acaba de ocurrir me parece demasiado brillante para ser mía. Debe de pertenecer a otro en el que ahora no caigo. Digamos que a Ortega, al que se atribuyen todas las citas perdidas. Me libero así preventivamente de una posible acusación de plagio.
Pues bien, la esquina ya latía, invisible, en las protocalles del Neolítico. Sospechamos que la calle se inventó sola del mismo modo que el camino, según Machado, se hace al andar. Pongamos que alguien estaba diseñando un poblado cuando de súbito, ¡bum!, apareció la esquina, que sirve, fundamentalmente, para quedar, aunque también para atracar y para merodear y a los perros para evacuar y al aire para dar la vuelta. Un lugar metafísico del todo, la esquina, aun cuando esté hecha de ladrillo. De un tío mío se decía que era muy esquinado, que es una cualidad moral equivalente a “persona de trato difícil”. “Esquinar a alguien”, por su parte, significa algo así como relegarlo. Pese a ello, en todos nosotros hay esa nostalgia de la esquina descrita por Borges.
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