Objetos coleccionables
Sigo con pasión y envidia las compras de bienes inmuebles que Amancio Ortega lleva a cabo de forma compulsiva desde hace algunos años. He padecido, entre otras, la compulsión de fumar y recuerdo perfectamente la fuerza de aquel apremio subterráneo que me obligaba a encender un cigarrillo con la colilla del anterior desde que me levantaba hasta que me acostaba, aunque también cuando soñaba, pues me veía en ellos, en los sueños, echando humo sin parar, como las chimeneas de los altos hornos, que emiten gases las 24 horas del día los 365 días al año. No había razonamiento económico ni de salud ni parches de nicotina ni chicles medicinales ni terapias ortodoxas o alternativas capaces de hacerme desistir del vicio, porque al desistir, pensaba, moriría. De hecho, agonizaba cuando extraviaba el mechero, por ejemplo, de manera que llegué a encender los cigarrillos en la terraza de mi piso, concentrando los rayos del sol sobre su punta con una lupa adquirida para otro menester.
¿Era agradable aquel comportamiento? Para nada. Pero resultaba liberador porque mientras yo tuviera un cigarrillo encendido entre los dedos, el mundo no se apagaría. Algo semejante le debe de ocurrir a Ortega con la compra de rascacielos. Tal vez piense que, si pasa más de seis meses sin adquirir uno, todo su imperio comience a retroceder. El mundo está lleno de objetos coleccionables, pero me parece que nos eligen ellos a nosotros más que nosotros a ellos. Los rascacielos erectos (valga la redundancia) han elegido a Amancio Ortega. El último, situado en Nueva York, es el que se aprecia en la fotografía.
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