Camilo: “Los latinos no somos una minoría. En las plataformas, las métricas nos dan importancia”
Dicen de este cantautor colombiano de 28 años que es el chico bueno del reguetón. Ha alcanzado el éxito comercial sin acudir en sus letras al sexo, las drogas o el matonismo callejero. Su fórmula es la música urbana barnizada de pop y unos temas inspirados en su vida.
Camilo no ha dejado de vivir en una “burbuja de realismo mágico”. Sentado en el sofá, el músico colombiano se va poco a poco recostando y hundiendo hasta que se tiene la impresión de que el mueble fuera a engullirle. Si este encuentro fuera un capítulo de ese género literario en que lo fantástico se mezcla con lo real, tal vez el sofá se lo tragaría o saldría volando con él. No se puede negar que Camilo, uno de los músicos latinos con más tirón comercial, podría pasar por un personaje salido de la imaginación. Más allá de sus pendientes floridos, su piercing en la nariz y sus numerosos tatuajes, lo más asombroso de su look viene marcado por su peinado elevado como una antorcha y, especialmente, por su bigote, con las puntas torcidas hacia arriba como Dalí. Ese bigotón de manillar puntiagudo es su gran símbolo, aunque, al poco de charlar con él, uno se da cuenta de que su verdadero secreto reside en una mirada de calidez profunda que acompaña a su facilidad de palabra. Cuando Camilo echa la vista atrás para recordar aquellos días de niño en los que sus padres le llevaron a vivir de Medellín a Montería (Colombia) y conoció la música, confiesa: “Vivía en una burbuja de realismo mágico”. La misma burbuja que, muchos años después, sigue rodeando su existencia. Camilo es un personaje tan particular en la escena del reguetón que es como si fuera irreal: las drogas, el sexo explícito, el macarrismo callejero o la reivindicación racial no protagonizan sus canciones. Por eso, le ha caído la etiqueta del chico bueno del reguetón. “Cuando me dicen eso, sonrío y sigo. Mi esfuerzo es por quitarme definición. La gente quiere definirte para poder nombrarte, y yo quiero romper las líneas de definición”, dice. Su música, también de difícil definición, apela al propio universo de su autor: un lugar amable y colorido.
Es mediodía y Camilo llega puntual a la cita. Unos días después, tocará en Madrid dentro de su gira de verano, pero hoy lo primero que quiere es charlar sobre su próximo disco, De adentro pa afuera (Sony), que se acaba de publicar en España. El álbum, que reúne reguetón suave, pop y ranchera, es fruto del confinamiento del músico mientras esperaba a que naciera su hija Índigo. “Miré para adentro, esperé y estrené el corazón con sentimientos nuevos. Y entonces descubrí este disco”, explica el cantante, quien se rodea en algunas canciones de nombres importantes como Alejandro Sanz, Camila Cabello, Nicki Nicole, Grupo Firme y Myke Towers.
Habla pausado y escucha con atención. Se muestra como una persona pendiente de los detalles, sobre todo si estos son para su familia. Justo antes de empezar la entrevista, pide un segundo para mandar un mensaje de voz a su mujer, la actriz y cantante venezolana Evaluna Montaner: “Mi amor, te amo, te amo mucho y estoy acá. Voy a comenzar una entrevista. Tienen una ropa muy cool, que me voy a probar para las fotos. Son ropas muy chéveres. Beso para ti y para Índigo”. El tono de este audio enlaza a la perfección con sus canciones, en las que, como él mismo reconoce, solo habla de sus sentimientos con respecto a lo que le pasa en su día a día: “Estoy enamorado de inmortalizar en música lo que estoy viviendo. Si tuviera que escribir canciones que no dibujen mapas de manera honesta, estaría haciendo libros de ficción, pero no canciones. Lo más interesante de mi vida es mi vida”.
La vida de Camilo, que ha conquistado a medio planeta con su música urbana barnizada de pop comercial, comienza en Medellín hace 28 años. Su padre, Eugenio, era apicultor, y su madre, Lía, educadora en un jardín de infancia. Ambos decidieron irse a vivir a Montería, en el Caribe colombiano, donde pudieron desarrollar un negocio familiar. Lía se montó una panadería en casa. “Mis papás eran gente muy trabajadora”, explica el cantante. “Los paisas [como llaman a los colombianos nacidos en Medellín] somos echados para adelante”. El músico da una palmada y se pone a escenificar un poco: “¡Vamos, no hay que quedarse quieto! Así eran. Hacían de todo: montaban eventos, armaron un restaurante después de la panadería… Mi madre se puso también a vender lasañas”. Y añade: “En México, hay un artista que se llama El Fantasma y que canta: ‘Tuve carencias, pero nunca supe cuáles’. Esa frase me la puedo aplicar a mi infancia. Porque ahora conecto los puntos y digo: ‘Ah, claro, el día que hicimos camping en la sala era porque nos cortaron la luz o el agua”.
Si Gabriel García Márquez decía que el realismo mágico de sus textos venía de las historias que le contaba su abuela, Camilo lo reconoce en las de sus padres. El músico cita Cien años de soledad, la gran novela del premio Nobel de Literatura colombiano, para rememorar aquellos años de penurias que pasaron durante su infancia como si fueran un cuento bien distinto. Es en ese momento cuando, con una sonrisa tan llamativa como su bigote, afirma que vivía “en una burbuja de realismo mágico”. En una burbuja… o también en una película como La vida es bella: “No sé cómo logró el tipo ese hacerle sentir a su hijo que no estaba en un campo de concentración todo el tiempo. Pues mis papás hicieron lo mismo conmigo”.
Hace dos décadas, la violencia asolaba Colombia, un país desangrado por muchos frentes: el narcotráfico, la guerrilla, los paramilitares, la pobreza… Camilo asegura que, si aquella burbuja en la que vivía era real, también lo era el entorno que habitaba. Ni sus padres ni él ni su hermana eran ajenos al terror de puertas afuera de la casa. “La violencia no era un tabú, en parte porque era imposible escapar de ello. Yo me quedaba dormido muchas noches viendo el noticiero con mis papás y ahí se veía todo lo que pasaba en el exterior”, rememora. De aquellos años, de hecho, guarda recuerdos: “En Medellín se oían tiroteos por la calle a menudo. Una vez explotó un carro bomba al final de la calle y la onda expansiva rompió las ventanas de mi casa. Ya en Montería, había mucho conflicto entre paramilitares y guerrilla. Yo tenía un caballito que se llamaba Confite y fue envenenado en uno de esos conflictos. Era la banda sonora que teníamos detrás de nosotros”.
La música de Camilo, dulzona y bailable, no rastrea esos dramas. Se centra en su vida, y su vida siempre estuvo marcada por la burbuja familiar y por la música. Sus padres, que no eran músicos ni tenían formación musical, se pasaban las horas cantando en casa. “Mi padre es un gran silbador. Siempre me decía que su mamá, mi abuela, era una magnífica silbadora”. También su padre era un melómano. “Era un coleccionista de cosas piratas, robadas de la radio. Teníamos la sala llena de casetes grabados. Crecí con ellos, pero, claro, nunca les vi la cara a los artistas que me gustaban”, explica con una sonrisa. Los artistas que más le llamaban la atención se guardaban en los casetes que llevaban estos nombres: Paco de Lucía, Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui, Virus, Pink Floyd, Facundo Cabral, Julio Camarillo y Alejo Durán. “Mis papás sabían que lo mío con la música no era un capricho. Me apoyaron desde chiquitito. La guitarra era un espejo donde yo ponía las cosas de lo que escuchaba. Toda la música de casa era música de instrumentos de cuerda. ¡Pero nunca pude tocar nada de lo que tocaba Paco de Lucía! Para eso hay que nacer…”. Tampoco tocaba nada de reguetón ni de música urbana. Llegó demasiado tarde a los sonidos que él ha ayudado a impulsar y que han transformado el continente americano de arriba abajo. ¿El motivo? Solo escuchaba los casetes caseros. “En mi casa no funcionaba el botoncito de la radio y descubrí mucho más tarde lo que estaba sonando en mi país. Eso llegó cuando estaba ya más mayorcito”.
A los 13 años, probó suerte en el concurso televisivo Factor X y lo ganó. El premio consistió en grabar sus primeras canciones. “Tenía cero ambición. Me presenté por diversión”, asegura. Fue el comienzo de una carrera que tardó mucho en despegar. Grababa algunas cosas sueltas mientras hacía pinitos en la televisión colombiana. Todo cambió cuando se fue a Miami a estar con su actual mujer, Evaluna Montaner, hija del afamado cantautor venezolano Ricardo Montaner. “Ella se fue a vivir con su padre a Miami al poco de empezar a salir. No tenía plata para visitarla. Su papá sabía que no tenía plata. Me llamó y me dijo que necesitaba grabar unas guitarras para un disco. Él sabía que yo tocaba la guitarra. Era mentira. Lo hacía para ver hasta qué punto estaba enamorado de Evaluna. Así que me dio la plata exacta para lo que costaba irme a ver a Evaluna a Miami por su cumpleaños. Allí aparecí. Tenía la falsa ilusión de que estaba pagando por mis viajes cuando, en realidad, mi actual suegro era un patrocinador de nuestro amor. Hoy en día, mi suegro sostiene que necesitaba grabar esas guitarras, pero miente”, dice con una risa.
En 2015, se mudó a Miami y avanzó en su carrera escribiendo canciones para Becky G, Natti Natasha, Anitta y Bad Bunny. “Tuve un gran desbloqueo creativo. Empecé a escribir con más libertad, sin tanto miedo quirúrgico. También empecé a encontrar mi sonido sin afán de encontrarlo”. Nacía el Camilo que ahora todo el mundo conoce, el del bigote a lo Dalí, un músico que reventó las cifras con sus dos primeros discos, Por primera vez y Mis manos, inundados de un reguetón simpático que “elevaba a grandeza lo cotidiano”. “En el oficio artístico, creo que la relación entre el artista y la audiencia es como un espejo. Cuando compartes una cosa con honestidad, la respuesta es con honestidad”, reflexiona un compositor que no teme cantarle al hogar, la vida en familia y a su hija, a la que dedica una canción en su nuevo disco. “Nunca planeé ser como soy pensando en diferenciarme de otros. Algo que celebro mucho es que en la música latina hay espacio para la diversidad y la honestidad. Hay de todo y no todo es para todo el mundo. Para gustos están los colores. Mi forma no busca contraponerse a nada. Hay muchas cosas del reguetón que critican que yo me la gozo, lo que pasa es que no me sale hacerlo a mí así, de forma natural”. Y deja un apunte al respecto con la música latina: “Los latinos estamos dejando claro que no somos una minoría ni tres gatos. En las plataformas digitales vemos que las métricas nos dan importancia. Somos mucha gente valiosa”.
Camilo luce un colgante en su cuello con una fotografía de Evaluna de cuando era niña. No hay entrevista en la que no aproveche para presumir de ella, a la que califica de “fascinante” y “única”. Su relación es una de las más conocidas de la música latina y genera noticias de todo tipo. Ambos son músicos famosos, les gusta salir en los videoclips y comparten sus vidas en redes sociales sin pudor, como cuando muestran imágenes del parto casero de Evaluna. Sin embargo, según él, hay rincones infranqueables para el público: “Hay rincones de esa intimidad en los que no entra nadie. Lo que hemos expuesto es de una manera honesta y sencilla, nada sedienta de visualizaciones. Por eso, creo que hay cariño de la gente, que está conectada casi familiarmente a nosotros”. Esa conexión es el mayor secreto de este músico, que hace meditación y se reconoce como una persona muy espiritual, “un tipo despierto a la profundidad de la realidad”. “Sería muy sospechoso que este mundo solo fuera un juego químico de particulitas y ya. Se nombra a Dios por necesidad nuestra, pero no porque tenga ese nombre. No cabe en una palabra. Es la fuente de toda creatividad”, señala.
Camilo se muestra siempre como es: alguien cordial y distinto, como salido de una historieta de otro tiempo, o de esa burbuja de realismo mágico a la que se refería sobre su propia existencia. Más de 30 tatuajes pueblan su cuerpo. El último que se ha hecho ha sido el dibujo de unas sandalias. “Me gusta mucho esa imagen de la Biblia en la que Moisés se quita las sandalias porque está pisando tierra sagrada. Se hace consciente”, dice. “El tatuaje me ayuda mucho a recordar lo sagrado que es todo, cada momento”. Y, con su peculiar bigote sosteniendo cada palabra, confiesa la parte más sagrada de su vida: “Lo que más ilusión me ha hecho siempre es salir de gira. Pero ahora hay una cosa que me hace más ilusión: salir de gira con mi esposa y con mi hija”.
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