La palabra apocalipsis
Es el tiempo de la destrucción y, si seguimos así, conseguiremos deshacer el planeta: nuestro propio apocalipsis lento
Hubo un día, ay de mí, en que miré un programa matinal de la televisión de siempre: aún no me repongo. Sigo aterrado, no me atrevo a salir de mi casa ni a quedarme en ella, a recordar las amenazas ni a olvidarlas, a imaginar el futuro ni a dejar de pensarlo, a vivir —o eso que, con ese nombre, hacía antes de esa mañana aciaga. Porque entendí, aquella vez, que vivimos al borde del apocalipsis.
El programa lo explicaba bien. En España no hay trabajo, no hay perspectivas, no hay agua, no hay cosechas, todo aumenta y aumenta, el Gobierno no se gobierna ni a sí mismo, los extremistas amenazan, el terrorismo acecha y los crímenes nos chorrean de sangre. No vale decir que, pese a todos sus problemas, España es uno de los 15 países más ricos del mundo, con una de las mayores esperanzas de vida y una de las menores proporciones de asesinatos: 0,6 cada 100.000 personas por año, la mitad que en Francia, 10 veces menos que en Estados Unidos. No vale la pena: esto se derrumba. Nos lo dicen, nos lo explican, nos lo repican, nos lo aplican, lo creemos, nos da el escalofrío. Es el famoso apocalipsis.
La palabra apocalipsis es curiosa: en griego, apo y calipsi solo significaban des-velar, revelar. Pero la revelación del falso Juan, aquel activista genial que Roma exilió en el siglo I en la isla de Patmos, era el relato de un final tremendo, y desde entonces el nombre quedó asociado a esa idea: el fin del mundo, las últimas trompetas.
Y nos gustó. Siempre tuvimos algún apocalipsis más o menos a mano: parece que nos resulta difícil vivir sin pensar que todo se va a acabar cuando nos acabemos, años más, horas menos. Pero los apocalipsis, como casi todo, fueron cambiando con el tiempo. Por milenios fueron el claro privilegio de los dioses: la idea de que éramos tan malos que ellos o él, al fin, se hartaban de nosotros y nos genocidiaban. La culpa siempre era nuestra, pero de puro brutos ni siquiera sabíamos castigarnos: en la línea habitual de los poderes, los jefes/dioses se ocupaban de hacerlo. Hasta que, a mediados del siglo XX, los hombres nos volvimos demasiado orgullosos como para seguir entregando a unos personajes más o menos increíbles la potestad de terminarnos.
Fue un gran momento de la historia: el 6 de agosto de 1945 empezó la Primera Guerra Nuclear y, con ella, la raza humana alcanzó al fin el poder de autodestruirse. Aquella guerra terminó tres días después, pero siguió planeando sobre nuestras cabezas —todavía planea, aunque la veamos poco— y, sobre todo, abrió una era: la del apocalipsis hecho en casa.
Era lógico: si somos los verdaderos amos de la Tierra, no tenemos por qué aceptar que cualquiera venga y se la cargue, por más dios que sea. Así que, tras el atómico, seguimos mejorando los apocalipsis autoconvocados. La versión actual es elegante: que nuestro abuso de los recursos naturales, nuestro descuido criminal, han creado una nueva era geológica que llamamos —casualmente— Antropoceno: la Edad del Hombre. Y que es el tiempo de la destrucción y que, si seguimos así, conseguiremos deshacer el planeta: nuestro propio apocalipsis lento.
Ese es el que nos toca: la versión de estos tiempos. Después vendrá, parece, el miedo al triunfo de la máquina superpoderosa, la inteligencia artificial y todo eso: la idea de que los engendros que creamos y creemos conseguirán independizarse y alcanzar un grado de perfección que les permitirá dominarnos: la “Singularidad”.
Y después vendrán otros, que no podemos siquiera imaginar, y nadie parece recordar a aquel que explicaba que “los apocalipsis, como los viruses, saben que no pueden buscar la destrucción completa de su objetivo: si lo lograran, perderían su sustento y desaparecerían”. Porque, aunque nos guste olvidarlo, hay un rasgo que comparten todos: la astucia de nunca realizarse.
Pero mientras, para no desperdiciar la idea, seguimos trabajando esa línea de apocalipsis funcionales módicos, aptos de andar por casa, televisión de las mañanas: sectores varios que aprovechan el sex appeal de la catástrofe. Lo curioso es que, contra toda evidencia, les creemos. ¿O será que solo lo simulamos para sentir ese gustito, el suave escalofrío que nos dice que quizás estamos vivos?
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