La palabra playa
Fue un invento de los ricos del XIX del que, poco a poco, con esfuerzo y pelea, se fueron apoderando los pobres del XX
Ya se acaba: la medianoche llega, carroza calabaza. En pocos días, para la mayoría, la playa va a dejar de ser presente para volver a ser ese futuro que endulza otros presentes más hostiles, ese sueño que mascamos como premio cuando la realidad de cada día se hace dura. La playa se ha vuelto un engranaje decisivo de nuestra civilización: el lugar de ser otros.
La palabra playa es muy común: en todas nuestras lenguas la decimos igual —plage, spiaggia, platja, praia— y viene de que es llana, chata, playa. De hecho los diccionarios la definen así, como un “arenal o pedregal costero más o menos llano”. Y explican que la playa es “un accidente geográfico junto a una masa de agua, que consta de partículas sueltas. Esas partículas que la componen suelen estar hechas de roca, como arena, grava, guijarros, o de fuentes biológicas, como conchas de moluscos o algas coralinas”. Tantas veces las definiciones estrictas se privan de describir lo que definen.
Porque la playa es uno de los productos más característicos de estos tiempos. Siempre había sido un lugar confuso, casi peligroso: esa franja en que el mar y la tierra se chocaban, un espacio hostil, indefendible, abierto a los ataques de los elementos y demás piratas. Por eso las ciudades no se armaban en las playas sino un poco más atrás, adentro, refugiadas. Pero hacia 1860 unos franceses y unos ingleses decidieron que era elegante y saludable ir a darse “baños de mar” y pasearse bajo sombrillas y pavonearse y esnobearse los unos a los otros. La playa fue un invento de los ricos del siglo XIX del que, poco a poco, con esfuerzo y pelea, se fueron apoderando los pobres del XX —y terminaron de darle su sentido. Hay una imagen gloriosa de los obreros del Front Populaire, Francia, 1936: habían conquistado, con semanas de huelgas, el derecho a las vacaciones pagadas y se iban en masa a conocer la playa. Desde entonces la playa empezó a ser lo que es.
Pero, aún apropiada, la playa no deja de ser ese lugar mestizo, ambiguo, donde lo sólido y lo líquido se mezclan, donde nuestro hábitat se acaba y da paso a un espacio que no nos soporta. Quizá por eso la playa crea una legalidad distinta y esa es, supongo, su mejor oferta: ofrecer un hueco donde las reglas habituales ya no reglan, un carnaval que dura dos o tres semanas.
(Siempre hubo: todas las religiones, todas las sociedades tuvieron siempre normas muy estrictas y un momento para quebrarlas en dulce montón. Las saturnales o bacanales o carnavales o fallas o spring break; para nosotros, ese momento es un lugar y lo llamamos playa.)
La playa crea una realidad paralela: la enorme mayoría no haría en otros lugares lo que sí hace en ella. No andaría en taparrabos y tapatetas, no se echaría en el suelo, no miraría a los demás de esas maneras, no se amontonaría tanto, no dormiría en público, no olvidaría el reloj, no bebería sin tasa, no besaría sin traba, no osaría lo que allí sí osa. Por eso, por su poder de ruptura controlada, la playa se ha convertido en el símbolo del ocio: estar en una playa es, en principio, no hacer nada que uno no querría hacer, hacer lo que extrañó mientras hacía todo eso que en general no quiere —y que llamamos, a falta de mejor nombre, trabajar.
Aunque la playa también tiene, por supuesto, sus reglas y sus obligaciones: para empezar, hay que pasarla bien —y, para muchos, no hay nada más aterrador que ese deber de disfrutar. Aún así, esa interrupción —esa zanahoria— es lo que los hombres y mujeres necesitan para volver a hacer todo eso que no —siempre— quieren: la playa es un invento necesario, decisivo en la economía social de nuestras vidas. Y, también, en la economía a secas: sabemos que hay países que todavía viven, primitivos, de la gente que visita sus playas.
Es probable que no dure mucho: entre el cambio climático, el uso despiadado, las construcciones sin control, la erosión y el cubito de mi sobrino Toño dicen que en un par de décadas el mundo perderá un quinto de sus playas y, hacia fines de siglo, la mitad. Para entonces, seguro, los que hacen esas cosas ya habrán inventado la nueva zanahoria.
Somos, al fin y al cabo, sus conejos.
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