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Pamplinas
Columna
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La palabra algoritmo

Las herramientas que permitieron la supremacía californiana son la herencia de un moro uzbeko que hemos olvidado

Martín Caparrós
Martín Caparrós

Somos, parece, esclavos del algoritmo, víctimas del algoritmo, sujetos sometidos y sumisos a la potencia del algoritmo. Eso nos dicen, y no digo que no; digo que me impresiona la forma en que una palabra que hace pocos años ignorábamos pasó a tener este lugar tremendo.

La palabra algoritmo podría ser luminosa: tiene algo, tiene ritmo, nada la destinaba a su papel. Y en cambio es oscura: no sabemos bien qué significa, no sabemos de dónde viene, solo sabemos que su poder se impone. Intenté saberlo: entender algo es —a veces, solo a veces—la mejor forma de enfrentar su amenaza.

Al fin y al cabo un algoritmo solo es “el conjunto ordenado de operaciones sistemáticas que permite hallar la solución de un problema”. Toda la cuestión está en qué tipo de problemas se le someten y qué habilidad tiene para resolverlos. Un algoritmo común y muy primario sería lo que hacemos cada mañana cuando encendemos el ordenador y le damos las tres o cuatro órdenes que lo ponen a trabajar. O, incluso, la secuencia de acciones que cada quien repite para lavarse los dientes: agarrar el cepillo, ponerle la pasta, empezar por los dientes de la izquierda arriba, seguir por la izquierda abajo y así hasta el buche y la escupida. El punto es que las máquinas actuales pueden ejecutar algoritmos muy complejos destinados a promover y controlar muchas de nuestras conductas.

El algoritmo por excelencia es el de Google, ultrasecreto, que consigue imponer su orden al mundo: decide qué importa más y qué menos, qué se debe mostrar y qué esconder, según un conjunto de operaciones que se mantienen en las sombras. Y es tan decisivo para tantos que “el algoritmo” los favorezca que muchas empresas tienen especialistas dedicados a producir anuncios, noticias, relatos que intentan adaptarse a él, con la esperanza de que los destaque y puedan vender más. Ese proceso, que se repite en cada interacción digital, justifica la sensación de control, de manejo que el algoritmo produce.

Y, sin embargo, nada en el origen de la palabra suponía tales fines. Hacia el año 800, cuando los caballeros godos peleaban para conservar sus montañas y Europa era básicamente analfabeta, Bagdad era la capital más floreciente. Allí vivió, entonces, un estudioso llegado de esa región de Asia Central que ahora es Uzbekistán: se llamaba Abu Abdallah Muhammad ibn Mūsā al-Juārizmī y se interesaba por las matemáticas. En Bagdad tuvo acceso a las mejores bibliotecas, las que compilaban el saber grecorromano, indio, persa, chino, gracias a una nueva maravilla técnica: el papel. Allí, entonces, sabios muy diversos consiguieron los mayores avances en medicina, química, ingeniería, física, metalurgia, óptica, astronomía.

Al-Juārizmī fue, dicen, el primero en usar los números indios —que después llamaríamos arábigos— para sus cálculos. Y fue, también, el que sentó las bases del álgebra, las ecuaciones, la posibilidad de establecer mecanismos generales que sirvieran para cualquier cálcu­lo. De hecho su primer libro, Kitab al-jabr wa al-muqabalahCompendio de cálculo por reintegración y comparación— tiene en su título el principio de esa disciplina: con el tiempo la palabra al-jabr se transformó, en latín, en álgebra.

Pero su mejor nominación es otra, involuntaria. Tres siglos después, cuando Europa empezó a enterarse de esas cosas, alguien tradujo uno de sus libros al latín y lo tituló Algoritmi de numero Indorum: “Algoritmi” era la traducción caprichosa de su nombre, al-Juārizmī, y desde entonces los europeos llamaron “algoristas” a esos pioneros que empezaron a usar los nueve dígitos y el cero, esas cifras que tan nuestras nos parecen.

Y de ahí la palabra algoritmo: la transcripción del nombre de un inmigrante de Asia Central que pudo trabajar en la capital de su época, un centro islámico que desparramó artes y ciencias por su mundo. El algoritmo, tan símbolo del poder occidental capitalista excluyente de estos días, resulta de todo lo contrario: de una sociedad donde tantas cosas se mezclaban, donde el saber no se usaba para hacer fortuna, donde el origen y las creencias no excluían.

O sea: que las herramientas que permitieron la supremacía californiana son la herencia de un moro uzbeko que hemos sabido, por supuesto, olvidar. O, dicho en moderno: cancelarlo, ponerlo en su lugar, ponernos en el suyo.

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