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El atlas de Pandora
Columna
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La médica imaginaria

Los logros que hoy disfrutamos son fruto de una larga cadena de esfuerzos y riesgos

Irene Vallejo
EPS
Irene Vallejo

En los veranos de infancia y sed, tu madre repetía: no dejes de asombrarte cada vez que abras el grifo. Y cuando girabas la manija, te parecía que el chorro brotaba como riéndose y silbando, sorpresa, sorpresa. Ella intentaba que retuvieras ese instante de fascinación, que conservaras siempre viva la admiración por esos avances ya rutinarios. Con el paso del tiempo, cuando se borra el halo de novedad, cuando nadie recuerda que no siempre hubo carcajadas de agua en las casas, olvidas proteger el prodigio. Y así es como empiezas a perderlo.

Los logros que hoy disfrutamos son fruto de una larga cadena de esfuerzos y riesgos. Conocemos la peripecia de la griega Agnódice a través de Higino, un escritor de origen hispano, primero esclavo y luego liberto del emperador Augusto. Contó en sus Fábulas que la avanzada democracia ateniense prohibía —bajo pena de muerte— estudiar medicina a los esclavos y las mujeres. Un asunto tan vital como el nacimiento de los herederos no podía quedar en manos de personas sospechosas de inferioridad moral. Para aprender los secretos de la profesión, la atrevida Agnódice se cortó el pelo y se vistió de hombre. Cuando ya ejercía, siempre con ropa masculina, sus colegas empezaron a envidiar el éxito que conseguía entre las pacientes. Obsesionados por la infidelidad, los atenienses recelaron de ese médico joven, delicado y depilado, y lo denunciaron por seducir a las damas casadas y cansadas del encierro en el gineceo. En el juicio, sin otra salida, Agnódice levantó su túnica hasta el cuello. Fue un error: los médicos exigieron su ejecución por la osadía de disfrazarse de hombre. Como reacción, las mujeres se movilizaron: amenazaron con no tener relaciones sexuales y librarse de parir. “Si ella no puede acercarse a nuestros cuerpos enfermos, tampoco lo haréis vosotros a nuestros cuerpos sanos”. La revuelta femenina surtió efecto y la médica fue absuelta. Un año después, una nueva ley permitió a las atenienses estudiar y practicar la medicina, con una condición: solo atenderían a otras mujeres.

Nunca sabremos si Agnódice existió en realidad, pero la fuerza de las historias es tan poderosa que —incluso si son imaginarias— pueden tener consecuencias históricas. En 1869 la británica Sophia Jex-Blake logró ser la primera mujer admitida en la Facultad de Medicina de Edimburgo. Consciente del prestigio de los clásicos, su alegato se basó en el relato de Higino sobre aquella audaz ateniense.

En la España de 1841, un alumno reservado y huidizo de la Facultad de Derecho de Madrid —capa, pelo corto— fue desenmascarado: se trataba de la joven Concepción Arenal. El rector quiso expulsarla, pero ella argumentó, insistió, resistió. Finalmente, le permitieron acudir como oyente, pero sin exámenes ni título. Cada mañana, un bedel la esperaba en la puerta y la conducía a una habitación cerrada. El profesor recogía allí a Concepción, la custodiaba camino al aula, la sentaba en un rincón apartado y, al concluir, la devolvía a la habitación. La escena parece anunciar la llegada de los primeros estudiantes negros a las universidades del sur de Estados Unidos, más de un siglo después, escoltados por tropas federales.

En buena parte del planeta no existen ya barreras legales que impidan el acceso a la educación. Sin embargo, persiste una que bien conocía Sancho Panza: “Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener; y antes se toma el pulso al haber que al saber”. Cervantes no ignoraba los apuros de las familias sin pedigrí: su licenciado Vidriera, hijo de labradores, solo puede asistir a clase en Salamanca como criado de dos ricos estudiantes —”gente antojadiza y gastadora”—. En el presente, las becas son la clave de bóveda que permite traspasar los muros; esos grifos de agua que no deberíamos cerrar con indiferencia. La palabra “beca” daba nombre a una prenda de vestir y, más tarde, a una prebenda económica para alumnos sin medios. Simbólicamente representa la esperanza de que nadie deba disfrazarse —como hicieron Agnódice o Concepción— para abrir las puertas del saber: el sueño de que la universidad sea de verdad una casa universal.

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