España mal y España bien
Con el dramatismo de nuestra vida pública, otros no tardarían una semana en estallar
Siempre habrá alguna expectoración castiza: recuerden, por ejemplo, aquel “soy español, ¿a qué quieres que te gane?” que, en forma de camiseta con mensaje, adornó durante varios años los abdómenes más cerveceros del país. Sin embargo, y por lo general, los españoles solemos ser menos chovinistas que autocríticos, lo que alguna vez quizá nos lleve a asimilarnos a una procesión de flagelantes, pero suele resultar bastante amable hacia los demás: imaginemos la invencible turra que nos darían nuestros vecinos, pongamos, si el imperio sobre el que no se pone el sol llega a ser el francés. Algo dirá, en todo caso, de nuestra autoestima colectiva que los anuncios de Marca España se tuvieran que emitir —en el minuto de oro de Nochevieja— en la propia España, tal vez por consolar nuestras mejorables realidades personales con la constatación de que somos unos ases poniendo vías de tren.
Y sí lo somos, claro: no todo van a ser quejas por el café de las gasolineras, la ambición artística de nuestras rotondas o un gotelé más ibérico que el lince. El otro día leía sobre un libro en el que unos humoristas americanos citaban razones por las cuales su país era estupendo, del constitucionalismo a los implantes de silicona. El autor de mi libro, italiano, hacía lo mismo con su país, y alababa las vespas, el barroco, los náuticos (!) o llevar el jersey sobre los hombros (!!), cosa que, en efecto, quizá se hace en Milán con una gracia infusa de la que carecemos en Motilla del Palancar. A mí, que vivo fuera, muchas veces me preguntan por lo bueno y lo malo de España, y si para lo malo —el paro, los corruptos— tomo carrerilla filosófica, para lo bueno tengo un catálogo que ya la realidad se encargó de transformar en álbum: esos líderes mundiales embobados ante los cuadros del Prado. Que somos cosa seria, vaya. Pero hay más realidades que me gustan y que no siempre se ven desde dentro: en España, la noticia es que los servicios públicos no funcionen; en algunos países avanzadísimos, si el tren llega a su hora, no es noticia: es milagro. En algunas naciones del G-8, si tu hijo necesita un antibiótico, la única asistencia gratuita que tendrás es la de san Judas Tadeo o su socio local.
“De esta tierra me gusta todo lo que es claro”, escribe Valentí Puig. En un exilio durísimo, Cernuda encuentra un cierto “encanto de España” en Galdós: “El nombre allí leído de un lugar, de una calle / (Portillo de Gilimón o Sal si puedes), / provocaba en ti la nostalgia / de la patria imposible, que no es de este mundo”. Cernuda, “fiel hasta el fin del camino y la vida”, no iba a volver, pero el expatriado que regresa siempre encuentra consuelos materiales: el cielo sobre la meseta, el olor escandaloso del jazmín, una fuente, todo aquello que evocamos al mencionar la palabra “patio”. Los arcos de las plazas, un frío de iglesia antigua. El silencio sagrado de la siesta.
España no se puede entender sin su pobreza antigua. Esta estrechez explica mucho. El estallido —como un desquite— de la fiesta. El disimulo de comer en barra. La imaginación de hacer el pilpil de poco o nada o convertir en arte mayor un arroz que muchos países ven como alimento de ACNUR. La escasez también explica nuestro mayor don: la sociabilidad, emanada de esas solidaridades locales —la familia, el pueblo— sin las que nadie hubiera podido salir aquí adelante. Por supuesto, esa sociabilidad puede causar fastidio: no pasaría nada por ser menos fiesteros; a la vez, hace que un farmacéutico te trate como si ambos fuéramos humanos, cosa que convierte en menos áspero el día a día. Es llamativo: suele decirse que los españoles somos un pueblo cainita, pero —a quien nos conozca de verdad— no le debiera sorprender la cantidad de guerras civiles que hemos tenido, sino más bien su escasez: con el dramatismo de nuestra vida pública, otros no tardarían una semana en estallar, y nosotros no estallamos (casi) nunca. Es un consuelo amargo. Pero menos exagerado, ay, de lo que pueda parecer.
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