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La zona fantasma
Columna
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Cuento del profesor Pírfano 6

Él era alto, pero el Rey más. Y rubiáceo. Y aunque no era bien parecido, daba el pego porque sonreía a menudo

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Javier Marías

Pírfano se dio por satisfecho con aquella concesión, sintió que había hecho capitular al mismísimo Rey de España. Además, no tenía coche, y dado que La Zarzuela distaba unos cuantos kilómetros de la capital, se le antojó que presentarse allí en un vulgar taxi supondría un desdoro para él. Seguro que Montefoscant le habría enviado un chófer, pero tampoco le gustaba la idea de ir de incógnito y quizá sin aviso previo. Así que respondió: “Bien, quedemos en el local de Fleming. No quiero que Su Majestad se me ponga de mal humor”. “Su Majestad no está jamás de mal humor con ningún español. Ellos no deben pagar sus sinsabores, que algunos padece, como todo el mundo”.

Pírfano apareció con puntualidad en el restaurante Alexis G, que por entonces estaba de moda y disponía de reservados. Es sabido lo que ocurre con ellos: los camareros que sirven, si ven a alguien muy famoso, lo cuentan en seguida al resto del personal, y éste a la clientela de confianza. En cuanto vieron que aquella mesa la componían el Rey y el célebre columnista y dos pájaros más, se corrió la voz, y aquello se convirtió en un incesante desfile de personas con los más variados y peregrinos pretextos. “Hay que ver, Pirfanito”. El Rey tutea a todos y se permite familiaridades. “Qué popular te has vuelto. Otra vez que estuve aquí me dejaron más en paz, este revuelo ha de ser por ti. Eres más conocido que yo”. Pírfano, pese a sus exigencias con Montefoscant, estaba cohibido en compañía del monarca. Él era alto, pero el Rey más. Y rubiáceo. Y aunque no era bien parecido, daba el pego porque sonreía a menudo. “No diga locuras, Señor. Nadie es más conocido que Vos”. Montefoscant, allí presente, le había dicho cuál era el tratamiento, pero Pírfano se había hecho un lío y alternaba el usted y el Vos. (Mal los dos.) El Rey, tras unas bromas, fue al grano: “Mira, Pirfanillo, mi cara es muy conocida, pero nadie sabe cómo soy, ni lo sabrá si los únicos cronistas que dejen testimonio son periodistas viperinas sin imaginación. Tú, sin haberme visto, me has imaginado bien. Si me fueras sacando en tu sección de tarde en tarde, creo que los españoles de hoy, y los historiadores de mañana, me verían con la simpatía y el sentimiento trágico que suscitan los personajes de ficción. Tragedias ha habido en mi vida, la última en el 81, ya sabes. Mira con qué apasionamiento sigue la gente las series de televisión, Dallas y Dinastía. Ojo, yo, si puedo, no me pierdo un capítulo. Y qué guapa es la mala, ¿no? Esa ya no cumple los cuarenta, pero…” Se interrumpió ante una mirada censora de su valido, y se revolvió contra él. “Oye, Oriolic, si no me vas a dejar hablar con libertad te mandaré a la cocina a hacerme un huevo frito, vale ya”. Se lo dijo amigablemente y con una palmadita afectuosa. Montefoscant, que peinaba un pelo tan plateadísimo como un casco nuevo medieval, debía de estar acostumbrado y no se inmutó. En eso se abrieron las cortinas protectoras y se colaron dos mujeres llamativas. “Ay, perdone Su Majestad, pero es que lo queremos tantísimo que hemos dado esquinazo al encargado. No se enfade con él. ¿Un autografito, por amor de Dios?”

Pírfano las caló en el acto. Tenían toda la pinta de ser fulanas de alto standing, como se decía entonces, que se habían acercado a almorzar allí donde efectuaban su ojeo y sus rondas desde el anochecer. El Rey no logró reprimir una mirada admirativa y les firmó en unos papelitos que traían à propos. Cuando salieron agradecidas, Pírfano creyó oportuno advertírselo, ya que Montifiori parecía tan en Babia como él, y el otro individuo —¿un guardaespaldas?— miraba a todas partes como un enajenado sin abrir la boca. “Majestad, ojo con esas. Si llega a haber un fotógrafo, mal asunto para Vos”. “¿Y eso por qué?” “Son prostitutas de alto copete, de las de banqueros, políticos y así. Imagínese que sale en la prensa departiendo con ellas”. “¿Prostitutas? Anda ya. ¿Cómo van a serlo esas damas tan bien vestidas? ¿Te has fijado en su calzado? Digno de princesas, te lo digo yo”. “Es que son de alto rango, os insisto a Vos. ¿Sabe lo que se pueden sacar por jornada?” “¿Cuánto? A ver”. La cifra apuntada por Pírfano lo llevó a lanzar un silbido. “¡Caracoles, Pirfanico!” Era como si hubiese aprendido sus interjecciones en el TBO y el DDT. “Pues más nos valdría cambiar de oficio, a ti y a mí”. Se puso caviloso y añadió: “O sea que hay españoles que ganan al mes más que yo…” “De esos hay a patadas, Majestad”. “Mecachis”. Esta vez el Rey no lo dijo con signos de admiración, sino como si se hubiera quedado pasmado ante la obvia realidad.

El almuerzo discurrió agradablemente, el monarca creaba comodidad. Fue breve, sin postre, porque Montefoscant lo apremiaba con sus miradas. Se despidieron en el reservado para esquivar a los curiosos si salían juntos a la calle. “Pues nada, Pírfano, repetiremos. Pero lo de hoy no lo cuentes. La verdad. Tú inventa, que eso es siempre más lucido y a ti se te da fenomenal”.

El profesor Pírfano, orgulloso del encargo, se quedó un buen rato a la mesa, él sí pidió postre y copa. Lo que no esperaba era que le trajeran la cuenta. “Vaya, un pufo regio”, pensó al sacar la cartera. “Bueno, todo sea por este pobre que gana menos que las putas de lujo”.

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