Ibiza, entre la noche desenfrenada y el turismo tranquilo
Refugio ‘hippy’ en los sesenta y los setenta, y meca de turistas en busca del desenfreno nocturno, Ibiza fue y es también un paraíso natural y hoy surge como epicentro de un turismo tranquilo y sostenible. Más que nunca, la isla se debate entre los extremos y simboliza el regreso al hedonismo estival tras dos años de incertidumbres por culpa de la pandemia
Una cerda llamada Lola engulle albaricoques de la mano de un joven desgarbado. “Esta no es de matanza, ni mucho menos. Es nuestra de por vida, y ha de llevar tan buena vida como un servidor”, advierte su abuelo con gesto tierno. Es Toni Costa y lleva desde los 16 años viviendo en esta casa ibicenca de cal blanca en Sa Canal, un grupo de viviendas de una o dos alturas que apenas llega a aldea, pero que en otras décadas sirvió para albergar a las familias que trabajaban para la empresa Salinera de Ibiza, encargada de la explotación de sal en la isla. “He vivido aquí toda mi vida y, cuando me jubilé, me ofrecieron quedarme pagando un alquiler. Menos mal que acepté”, sonríe. Dirige la mirada a su esposa, Catalina Cardona, que discute con su madre acerca del almuerzo que servirán a la familia esta mañana de sábado. Serán cinco generaciones de ibicencos a la mesa, casi un milagro considerando la mutación extrema a la que este pedazo de tierra balear lleva siendo sometida en las últimas décadas. “Cuando empecé en la salinera en 1963 éramos 600 trabajadores. Hoy quedarán unos 15. Todo lo demás son máquinas”, zanja con nostalgia.
Estar en su finca implica olvidar que es el verano de 2022, pero el ritmo machacón que brota a 300 metros se encarga de romper el hechizo. Es la música del popular chiringuito playero Beso Beach, donde grupos de chicos y chicas bailan al ritmo de Cher o Boney M. pasados por filtro electrónico mientras degustan paella de langosta o margaritas. La cuenta individual no saldrá por menos de 80 euros, un precio que Toni o Catalina no habrán pagado en sus siete décadas de vida en la isla. Pero ninguno de ellos parece irritado por el asunto. “Esa es nuestra esencia: te damos la bienvenida y, si nos respetas, te dejamos hacer. Tan simple como eso”.
La identidad de Ibiza como lugar de paso no es un asunto nuevo. Ya en 1915, el poeta estadounidense Wallace Stevens hablaba de “la isla melodiosa donde los espíritus regresan a su casa”, aunque muchos de los que visitaban la isla pitiusa lo hacían para quedarse. Fundada por los cartagineses, fue dominada por fenicios, griegos, piratas y musulmanes. Pero en el último siglo, los pueblos que han arrasado su tierra son otros de nombres más paganos, desde hippies hasta magnates, pasando por sabuesos hoteleros y camellos de dos piernas. “Por aquí ha pasado todo el mundo. Pero, si antes se respetaba a Ibiza, ahora lo único que se respeta es el dinero”, cuenta el artista Antonio Villanueva. Toledano de nacimiento, llegó a finales de los años sesenta, y el próximo septiembre cumplirá 82 años en la nave industrial que ha transformado en taller y vivienda en el puerto de la capital. Aquí almacena pinturas y esculturas de sus años de trabajo, botellas de alcohol medio vacías y pitillos apagados que sugieren las costumbres de un hombre de vuelta de todo. “La historia de Ibiza es también la del mundo, porque esta isla es un espejo de nuestra propia sociedad”, sentencia. Mientras extrae de una cajonera grabados de Picasso y de Cocteau, argumenta que parte del misterio es culpa de historias que nunca tuvieron lugar. “Una cosa es que yo te cuente que iba al Sandy’s Bar y era amigo de Terry Thomas, Nigel Davenport o Laurence Olivier, y otra es que te hable de que íbamos a Pacha, lugar que ninguno llegó a pisar. La mitad de las leyendas son mentira porque interesan para elevar la noche local, pero lo cierto es que la realidad de los años setenta fue mucho más cultural e interesante que lo que cuentan los libros”.
Una de esas leyendas de las que sí existen pruebas es la del 41º cumpleaños que Freddie Mercury —a quien Villanueva dedica una escultura en su taller— celebró en una suite del hotel Pikes, situado en el camino que lleva al municipio de Sant Antoni de Portmany, meca del turismo low cost europeo. En el Pikes también hay un alto porcentaje de visitantes internacionales, pero el precio es lo suficientemente elevado como para que solo unos pocos puedan permitirse alquilar la sala que el líder de Queen hiciera suya aquel septiembre de 1987. La factura ascendió a 350 botellas de champán Möet & Chandon y 232 vasos rotos.
“Hoy en día, seguimos celebrándolo en su honor”, concede Dawn Hindle. La actual copropietaria del Pikes fundó en 1994 el club Manumission en Mánchester y, pese a conseguir transformarlo en un templo musical en apenas un par de años, supo que Ibiza podría albergar una versión más explosiva cuando se prendó de ella en una visita. Su hogar acabaría siendo la ya clausurada sala Privilege, con 10.000 personas de aforo y un line up de pinchadiscos que iba de Paul Oakenfold a Digitalism. “Los más grandes podían cobrar hasta 100.000 euros por noche, y se acabó volviendo un negocio demasiado agresivo para mí. Decidí cambiar de escena”, cuenta. Ese cambio se concretó en los hoteles Ibiza Rocks y el peculiar Pikes, adquirido en 2011 junto a su entonces marido, Adam McKay, y desde el cual gestiona el legado de su fundador, el mujeriego Tony Pike, fallecido en 2019. “Él hizo de este lugar un templo de libertad y mi intención es que eso no cambie y que el ritmo no pare”. A juzgar por la piscina repleta de música, conversaciones en inglés y las paredes llenas de fotos de asiduos como Grace Jones, Julio Iglesias o Boy George, a este templo insular —ahora pintado de rosa chicle— parecen quedarle muchos años por delante.
Ese mismo músculo lo exhibe otra institución en la isla, la discoteca Pacha, que la noche de este domingo recibirá a unas 5.000 personas para escuchar al bosnio Mladen Solomun, en la mesa de DJ junto a la peruana Sofia Kourtesis. “Estamos hasta la bandera y solo estamos a mayo”, apunta Paloma Tur, responsable de prensa del grupo, argumentando que las discotecas han abierto un mes antes este año por la altísima demanda. Las mesas VIP oscilan entre los 600 y los 25.000 euros, y su CEO, Sanjay Nandi, augura un verano sin precedentes, más boyante que en los niveles previos a la pandemia: “Tras dos veranos de cierre, hay una demanda al alza y un espíritu de compensar el tiempo perdido”, asegura. Fuera, una hilera de jóvenes como las alemanas Leonie Sommer y Jade Übach guardan la cola para pagar los 70 euros que cuesta la entrada. Dentro aguarda un cóctel de público tan imposible como la propia isla: personajes con sombreros de ala ancha y bañados en purpurina conviven con hombres de traje alrededor de una mesa con una botella de vodka gigante, y bolsos de firma se mezclan con monos ajustados de licra o terciopelo. “El equilibrio no es imposible: no juzgues y no serás juzgado”, sugiere un hombre con gafas de sol que salta sobre la pista de baile. Le replica inconscientemente un taxista, ya en su último servicio antes de volver a casa: “No sé si es juzgar, pero hay un tipo de turismo que no se molesta en saber nada de nuestra isla, y mucho menos de nosotros. Es un perfil de visitante que ahorra unos miles de euros para venir aquí, creerse el rey del mambo y tratar esto como un picadero que podría tener sin moverse de su país. Que Ibiza engancha lo tengo claro, pero deberíamos luchar por mantener otro tipo de interacción de turismo”.
Otro tipo de turismo, desde luego, se intuye en la zona norte de Ibiza, en Portinatx, donde el hotel Six Senses —inaugurado en julio de 2021– parece ajeno a las noches interminables y los efectos químicos en ciertos peregrinos. Situado frente a Cala Xarraca, comparte con ella un atardecer imponente y ofrece unas vacaciones al alcance de unos pocos privilegiados. “Invitamos a nuestros huéspedes a pasar tiempo de calidad en un entorno privado mientras disfrutan de un contexto único”, señala su director general, David Arraya. En los pasillos que conectan el restaurante israelí Ha Salon con un bar secreto, donde rostros conocidos como la modelo Arizona Muse o la cantante Chanel Terrero se pasean sin reojo de curiosos, se intuye la riqueza que ofrecen sus habitaciones (a partir de 1.200 euros por noche).
Con enfoque algo más social aterrizaba en mayo el hotel The Standard, filial de la cadena homónima e inaugurado con una gran fiesta que incluyó actuación de Róisín Murphy. Ubicado en el antiguo cine Serra de la calle de Vara de Rey, será el lugar más cotizado de la capital hasta septiembre con su azotea o su restaurante Jara. “Queremos ser un hotel inmejorable, pero también un punto de encuentro para turistas e ibicencos, al que puedas entrar simplemente a tomar algo o ver música en directo. Hasta ahora, lo que más me ha sorprendido es el hambre que la isla tenía de un lugar como el Standard”, explica la CEO del grupo, Amber Asher.
Hambrienta es una palabra que sonará en boca de más visitantes en la isla este fin de semana. Uno de ellos es el periodista australiano Liam Aldous, que aterrizó cansado del ritmo madrileño y se instaló en una pequeña casa de madera hasta que dio forma a su proyecto, ColourFeel, que hoy organiza un retiro espiritual con la firma de calzado japonesa Suicoke en una finca cerca de Sant Antoni. “Tras la crisis de la pandemia, llegó un trauma colectivo real que nos ha dejado a todos perdidos y en busca de un rumbo. Y entonces mucha gente viene en busca de respuestas. Pero esta isla, más que un imán, es un espejo: creemos venir atraídos por ella, pero lo hacemos en busca de nosotros mismos. Por eso hay quien llega y se rompe, y quien vuelve reconciliado consigo mismo. No hay punto medio: Ibiza te abraza o te expulsa”, murmura mientras un grupo de 25 personas se reúne en torno a una mesa alargada para comer e intercambiar nudos y dilemas. Entre ellas está Uossy Atytalla, que se define a sí misma como “terapeuta psicoespiritual” y ejerce en los invitados tácticas de “diseño humano”, un sistema de autoconocimiento fundado en la isla en 1987. Según ella, en Ibiza el objetivo del viaje es secundario: “Hay quien viene para descargarse bailando y quien lo hace para meditar, pero son dos extremos de lo mismo: el deseo de liberarse del dolor”.
Entre sesiones de meditación, piscinas fundidas con el Mediterráneo y maratones de fiesta, el mayor riesgo es que uno pase por Ibiza como si lo hubiera hecho por cualquier otro destino vacacional. “No podemos olvidar que hay quienes vivimos en la isla durante todo el año, y que esta es una tierra llena de posibilidades más allá del turismo”. Quien habla es Pepita Costa, directora del Centro Integrado de Formación Profesional Can Marines, donde se ofrecen cursos de paisajismo, agricultura, navegación y pesca. “Tenemos un rango de alumnos que van desde los 14 a los 40 años, la edad es lo de menos. Lo importante es luchar por una economía que no dependa tanto del factor estacional y transmitir el valor de la vida en el campo, que es sacrificada, pero muy agradecida porque vives conectado a la naturaleza”. Coincide con ella el payés Pepe Torres, que lleva toda su vida pescando en Sa Caleta y vendiendo lo faenado al restaurante del mismo nombre en la vecina playa de Es Bol Nou. “Mi padre se pasó 40 años de su vida haciendo lo mismo, trabajando y durmiendo en esa misma cama”, cuenta señalando el interior de una de las casetas varadero que tantas postales muestran. Torres conoce a todas las familias de esta hilera de cubículos y se ríe ante la pregunta de poder alquilarlas en portales como Booking o Airbnb. “Estas casetas son nuestra mejor herencia, y no hay hotel de cinco estrellas que lo supere”, bromea. “Me han ofrecido cientos de euros por llevar una langosta a un chiringuito pijo, pero soy un hombre de costumbres y trabajo solo con los que respetan mis valores”, comenta con gesto serio. Es uno de esos payeses que hoy en día no puede hacer la compra en un supermercado ni permitirse comer en restaurantes a pie de playa con títulos en spanglish. “Yo no quiero hacerme rico vendiendo mis tierras y teniendo que marcharme, quiero que cualquiera pueda visitarnos mientras yo pueda seguir viviendo humildemente”.
Es un objetivo similar al que planea el hostal Mar y Sal, reformado para este año en la playa de Ses Salines. “No queremos ser un local con una carta astronómica, la idea es servir buena comida a un precio razonable”, cuenta el cocinero Quim Coll, procedente de restaurantes como Zuberoa, Comerç 24 o el extinto 4 amb 5 Mujades en Barcelona. “No somos los únicos: hay fincas que están repoblando algunas tierras con árboles frutales y verduras, y agroturismos que solo sirven aquello que plantan. Es un buen punto de partida para reconciliar tradición y crecimiento”, asegura.
Coincide con él Sergio Sancho, fundador de la feria de arte madrileña Urvanity. El año pasado visitó la exposición que La Nave Salinas dedicó al pintor Rafa Macarrón. Este verano vuelve con CAN Art Fair, una feria de arte contemporáneo donde participan una treintena de galerías de todo el mundo. “Con la tradición artística que ha tenido siempre Ibiza, se me hacía raro que no existiera una feria de arte en verano, así que me puse manos a la obra”, argumenta. Apoya su tesis el décimo aniversario de Parra & Romero, la residencia Ses Dotze Naus y la galería También (en Santa Eulalia) o la nueva propuesta de La Nave, propulsada por el coleccionista colombiano Lio Malca. “La entrada es gratuita y puedes acceder desde la misma playa, descalzo o en toalla. Si eso no es un buen reclamo, esperemos que la obra de Eva hable por sí sola”, bromea su directora, Alejandra Navarro. Bastante lejos quedan aquellos años setenta en los que galerías de arte como Ivan Spence y Carl van der Voort, en Dalt Vila, o El Mensajero y Es Molí (más al norte) abrían al mismo ritmo que restaurantes o chiringuitos a pie de playa.
Que el cambio es la única constante en las vidas de los ibicencos lo sabe bien la joyera Elisa Pomar. Esta descendiente de artesanos —cuenta que su bisabuelo vendía al rey Alfonso XIII alhajas para sus amantes— diseña piezas partiendo de las emprendadas de plata, oro o coral, adaptadas a un diseño actual. “Esta joya es el resultado de todos los pueblos que han pasado por la isla. Cada uno añadía un elemento y no quitaba lo anterior, por lo que es también un buen libro de historia”, explica. Una de sus trabajadoras, Ana Escandell, ejerce de modelo improvisada colocándose los 24 anillos que antiguamente regalaban los jóvenes a sus novias. Su madre, Catalina, atusa las decenas de colgantes de oro sobre el traje de payesa de 12 enaguas con el que Escandell baila, a veces en su colla popular, Sa Bodega, a veces en eventos como la pasarela Adlib que se celebrará días después.
La mezcla imposible que acoge este milagro de isla no es, en absoluto, una utopía lejana a la realidad, tal y como argumenta el artista Antonio Villanueva: “Aquí hoy se vive a todo trapo en el umbral de pobreza. Se devoran las pastillas o se busca la paz interior. Y si eso conforma un problema, no es exclusivo de Ibiza: es el mundo quien lo tiene”.
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