Pero se reinventa
No hay superhéroe mayor que el ser humano. Pero para que sus logros nos sirvan de modelo conviene no mitificar | Columna de Rosa Montero
Cuando detuvieron en abril a Brian R. C. M., el repugnante energúmeno de 20 años que, presumiblemente, violó e intentó asesinar a la adolescente de Igualada, los medios volvieron a publicar los detalles de la salvajada. La niña fue apaleada con una barra de hierro; sufrió una fractura de cráneo y desgarros en el ano y la vagina; pasó un mes en la UCI; ha sido sometida a cinco operaciones quirúrgicas y ha perdido casi por completo la audición de un oído. Mientras leía todo esto (un poco de puntillas, por lo horrible), pensé intensamente en esa cría de 16 años, en sus heridas interiores, en cómo se sobrevive a esta brutalidad. En el sentimiento de miedo que debe de arrastrar, una nube negra de irrealidad y dolor. A veces la vida muerde más de lo que uno parece capaz de resistir.
Sobre todo cuando quedan secuelas importantes. Cuando pierdes algo para siempre. Si la existencia te clava los colmillos hasta el fondo, siempre surge el mismo vértigo, la misma obsesiva indignación: por qué a mí, por qué a mí, por qué a mí. A lo cual sólo se puede responder: ¿y por qué no? La desgracia es una maldita lotería y la gracia también. La gracia de no verse obligado a cruzar el Estrecho en una patera, de no haber nacido mujer en el Afganistán de hoy. Hay otro pensamiento obsesivo que se origina con los sucesos traumáticos, y consiste en recordarse justo antes de la pérdida, inocente y entero. Ah, si hubiera sabido. Ah, si no hubiera salido de casa esa noche. Supongo que Malala pensó una y mil veces qué habría pasado si el talibán que pretendía matarla se hubiera equivocado de autobús, o si ella misma no hubiera ido al colegio ese día. ¿Quizá se habría salvado? Cuando la entrevisté, un año después del atentado y en Birmingham, en donde se reponía, todavía se veían las huellas del disparo que atravesó su cabeza: un ojo más caído, medio rostro algo raro. Se había pasado meses con los sesos al aire hasta que el cerebro se desinflamó, y ahora la tapa de su cráneo era una placa de titanio. Y, sin embargo, mírala. Ha seguido con su formidable actividad de luchadora, tiene una fundación maravillosa, se ha casado. Parece increíble poder seguir viviendo con plenitud después de algo así, pero ella lo ha hecho.
A finales de los ochenta fui a Nepal a hacer un reportaje a un niño granadino, Osel, que era la supuesta reencarnación de un gran lama y vivía en uno de los remotos monasterios budistas en las cumbres del Himalaya. Allí, en lo alto de esas montañas feroces e imposibles, me topé con el superviviente más colosal que he conocido. Se llamaba José Mari Arocena y había sido muy deportista hasta que un accidente le dejó paralítico de cintura para abajo a los 20 años. Se pasó algún tiempo deseando morir, hasta que decidió aprovechar la paraplejia para comenzar una nueva vida. No sé cómo se las había apañado para llegar a esas cumbres impracticables, ni cómo conseguía salir adelante, solo y autosuficiente, en un medio tan difícil. Daba clases a niños y era feliz. Volví a saber de él en 2001; se había convertido en el secretario internacional de un lama importante y se pasaba la vida en un avión de un continente a otro. Un personaje extraordinario. No sé si seguirá vivo; ahora tendría unos 70 años.
Estos ejemplos son tan poderosos que rozan lo legendario: no hay superhéroe mayor que el ser humano. Pero para que sus logros nos sirvan de modelo conviene no mitificar. El periodista francés Philippe Lançon, herido en el atentado integrista contra la revista satírica Charlie Hebdo (un tiro le deshizo la mandíbula), cuenta en su libro El colgajo la pesadilla que es sobreponerse a las secuelas y seguir arrastrándolas durante toda la vida. Es posible que Malala sufra para siempre torturadoras neuralgias, por ejemplo. En cuanto a Arocena, no me atrevo ni a imaginar lo que debía de soportar. Lo que quiero decir es que no hay finales felices de cuento: no es que la vida se recomponga. No, no se recompone jamás. Pero se reinventa. Eso es lo que significa ser superviviente: lograr convertirte en otro pese a los costes que ello tiene, e incluso hacer de ese otro alguien mejor. Aunque haya que seguir luchando todos los días, aunque haya mutilaciones permanentes. Aunque duela. Es difícil, lo sé. Pero lo extraordinario es que podemos.
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