Bienes consumibles
Nadie se merece poseer 41.000 millones de euros. Nadie. Quiere decirse que o bien está sobrevalorado el dinero o bien está sobrevalorado el que los posee, o bien, dados nuestros salarios, estamos minusvalorados usted y yo. Quizá nos hallemos ante una mezcla de las tres contingencias. El dinero, como vienen explicándonos los expertos, carece del respaldo de los tiempos del patrón oro, por poner un ejemplo de soporte sólido. Ahora no tiene otro sustento que el de la confianza. Vale porque creemos que vale, porque ponemos en él una fe ciega, no muy distinta de la de carácter religioso. Bastaría con que nos declaráramos ateos del euro o del dólar para que se vinieran abajo en cuatro días. Eso, por un lado. Por otro, no hay ser humano digno de gozar de dicha cantidad aun después de haberle quitado el añadido de delirio místico. Hágase el cálculo de bocas que se podrían alimentar con ese fajo de billetes y se comprenderá todo sin necesidad de más explicaciones. Finalmente, es cierto que los peatones de la historia somos considerados bienes consumibles, es decir, elementos que, como los cartuchos de tinta de las impresoras, conviene cambiar cada cierto tiempo tirando el antiguo al cubo de los residuos orgánicos.
Tal es lo que hace Elon Musk, el señor de la foto, adscrito al 1% de la población mundial que disfruta de la misma riqueza que la suma del 99% restante. Nos compran, nos venden, nos sacan los datos y los hígados, nos extraen el sudor de la frente y especulan con todo ello de manera impía sin que nadie se atreva a borrarles esa sonrisa idiota de la cara.
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