Qué hacer conmigo


He aquí una manifestación espectacular de “lo bonito”. Lo bonito, como casi todo, es el resultado de un consenso. Si usted ve un montón de casas o casitas apiladas las unas sobre las otras como cajas de zapatos, todas ellas de colores distintos, todas ellas más o menos asomadas a un mar en el que sestean las barcas de los pescadores, su obligación de usted es decir: “¡Qué bonito!”. Eso es lo que dije yo al tropezar con esta foto en el periódico. Luego cogí la lupa y anduve paseando la vista por las terrazas y por los balcones y subí y bajé algunas escaleras y me protegí del sol en los callejones oscuros y saludé a la gente diminuta que aparecía por aquí o por allá. Me repetía una y otra vez: “¡Qué bonito es esto, qué bonito conjunto arquitectónico, qué armonía en el amontonamiento, en el caos, en esta especie de hipersimetría inversa!”.
Iba, en fin, añadiendo palabras a lo bonito para escapar de la sensación de afasia que producen los sintagmas acuñados. Parece que cuando se dice “qué bonito” no tiene uno la obligación de añadir nada más. Y la tenemos. Tenemos el deber de avanzar desde lo bonito (también desde lo feo, claro) a territorios verbales más expresivos, más hondos, más auténticos. Y el caso es que en este avance mío acabé preguntándome si debía gustarme lo bonito. Quizá no, porque cuanto más me gustaba, mayor era mi desacuerdo íntimo. He de hacer algo para que deje de gustarme lo bonito, me dije al tiempo de clavar la foto en el corcho de la pared al objeto de hartarme de ella. Dos meses llevo contemplándola y cada día me gusta más. No sé qué hacer conmigo.
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