Nápoles: la juventud del “no hay futuro”
La muerte en 2020 a manos de un policía de Ugo Russo, un crío de 15 años con una pistola de juguete, aún retumba en Quartieri Spagnoli: un barrio de la gran ciudad del sur de Italia donde los jóvenes parecen condenados de antemano
La noche del 29 de febrero de 2020, uno de esos extraños momentos que el calendario desentierra cada cuatro años, Ugo Russo, un chaval de 15 años del barrio napolitano de Quartieri Spagnoli, puso un pie en la calle con una pistola de juguete pensando en hacerse con algo de dinero para salir de fiesta. Una mala idea, como tantas otras en un lugar donde el 40% de los estudiantes abandonan prematuramente el colegio. Ugo se había cortado el pelo, cenado en casa de su abuela y echado una partida a la PlayStation. Luego subió de paquete en el escúter de un colega y cruzaron las callejuelas del centro hasta Santa Lucia, una zona residencial cerca del puerto. Ahí encañonaron a una pareja que iba en su coche con una Beretta 52 que, en mitad de la noche, parecía auténtica. El hombre al que iban a robar el Rolex resultó ser un carabiniere de 23 años fuera de servicio. Sacó su arma y disparó cinco veces. Tres proyectiles alcanzaron a Ugo —dos en el pecho y uno en la nuca cuando escapaba— y los otros se perdieron en la noche mientras las campanas de aquella absurda aventura repicaban ya a duelo. En el suelo quedan todavía las manchas de sangre. Y en la pared, las inscripciones de su familia y amigos pidiendo justicia.
Nadie sabe mucho más del caso dos años y pico después. No hay autopsia clara ni el proceso ha comenzado todavía (está a punto de expirar el tiempo para la instrucción). Su rostro, como el de tantos otros chicos muertos en reyertas juveniles o persecuciones con la policía, preside una de las esquinas del centro de la ciudad en un enorme mural que, si nada lo remedia, tiene los días contados.
El Ayuntamiento y el Tribunal de Apelación quieren borrar el mural. Forma parte de la campaña de la ciudad para acabar con otros 60 altares y presuntos homenajes a la criminalidad. Pero el caso de Ugo es distinto a la mayoría y para la familia y la asociación que pide “justicia y libertad” es tan solo un tributo a su memoria y una protesta por la falta de claridad tanto tiempo después. La magistratura no da respuestas claras de lo que pasó aquella noche y el barrio trata de curar las heridas de tantas otras tragedias destinadas a convertir la vida de muchas familias en una espiral de odio. Nadie dijo que Ugo fuera un santo. Pero su imagen se ha convertido en un icono en una ciudad con un 60% de paro juvenil que pelea contra el destino marcado en rojo de una generación de adolescentes que perdieron la vida en absurdas aventuras nocturnas.
En la esquina de su casa, en el rione Montecalvario, hay un altar bien grande con su nombre y su foto. Todos los bajos de la calle donde vivía están empapelados con pegatinas que claman justicia y verdad. Enzo, su padre, camina cabizbajo hasta el bloque donde reside con sus otros tres hijos, su esposa y su suegra. Viven en la misma manzana desde hace cuatro generaciones. Son ya casi 150 años. Quartieri Spagnoli, el barrio del centro de Nápoles más emblemático, ha sido su vida, su cárcel y ahora un purgatorio. Enzo tiene 39 años, tres menos que su esposa, Sara, que desde hace dos años casi no ha vuelto a hablar. Es un tipo grande, guapo y educado. Pasea con una sudadera de chándal sin mangas y un rosario con la foto de su hijo muerto colgando del cuello. Se casaron muy jóvenes, con apenas 19 años. No fue un tiempo fácil, recuerda. Había dejado los estudios a los 13. Le arrestaron siendo un menor y pasó un tiempo en la cárcel de Nisida, un islote en la periferia norte de la ciudad donde todavía se encierra a los delincuentes menores sin un horizonte de reinserción. Al principio era un juego, cuenta. Les robaban las gorras de béisbol a los marineros estadounidenses que desembarcaban por unas horas en el puerto. Luego se quedaron atrapados en aquello. Los siguientes 15 años los pasó entrando y saliendo de prisión. Hasta 2016. Lo único que aprendió, cuenta en una cafetería de la Via Toledo mientras rompe a llover, es que no quería eso para sus hijos. Fue peor.
Nápoles siempre fue una anomalía europea, una fabulosa trinchera contra la globalización y la creciente homogeneización del mundo. No funcionan aquí las franquicias estéticas o culturales de lo que ocurre en el resto de grandes ciudades para descifrarla. La mayor parte del centro, a diferencia del de las principales urbes, nunca fue conquistado por las clases medias. En muchos aspectos posee hoy una configuración social más centroamericana que mediterránea, más cercana a una favela que a un casco antiguo italiano. La gentrificación, ese fenómeno urbanístico y social de finales del siglo XX por el que las clases bajas fueron expulsadas de sus casas en el centro de las ciudades para convertirlas en lugares de privilegio residencial o turístico, es aquí una entelequia. Y Quartieri Spagnoli, el barrio más turístico del centro de Nápoles, es la mejor expresión de ese universo que convive con la mirada de los 40.000 visitantes internacionales que llegan cada día en aerolíneas de bajo coste.
Ugo Russo nació justo en ese lugar, en un segundo piso en una callejuela del barrio, muy cerca de Montesanto. Subía y bajaba las cuestas y las escaleras del rione tan rápido como las de su propia vida, cuenta su padre. El pequeño apartamento donde todavía reside su familia, casi siempre escondido detrás de un tendedero, es hoy una especie de panteón dedicado a su memoria con sus fotos y pósteres. Al perro, que adoptaron hace poco y corretea por los rincones de la casa, le pusieron el nombre del hijo fallecido. Ugo tenía tres hermanos: uno mayor y dos pequeños. Uno de ellos se ha tatuado la inscripción UGO 616 (significa Famiglia Russo, según la posición de los números en el alfabeto). Enzo cuenta que ahora solo intenta que la semilla del odio y de la venganza no se les meta en la cabeza a los otros. Pero en ocasiones el barrio no acompaña: “Hemos pensado muchas veces en irnos de aquí. Pero luego siempre decimos: ‘Y ¿adónde vamos? ¿A otro barrio? ¿Otra ciudad?’. Si nos vemos solos, todavía nos deprimimos más. Pero lo decimos siempre. Nos tenemos que ir, nos tenemos que ir. Pero luego bajamos a la calle, vemos a los amigos que echan de menos a Ugo… Eso nos gusta. Pero siempre pensamos que debemos irnos”.
A Ugo le echaron del colegio a los 13 años. Iba a estar mejor en casa, le dijeron. Y para que los servicios sociales no incordiasen, les comentaron a sus padres que podían llevarlo una vez cada 15 días. Así no enredaba y ellos no tenían problemas. Funciona siempre igual. Primero hizo un curso de pizzaiolo (pizzero). Tampoco sirvió. Luego su padre le consiguió un pequeño trabajo en un bar de la plaza de Mazzini. Tenía que ser de ocho de la mañana a tres de la tarde. Pero terminó alargándose hasta la noche: 50 euros a la semana. Llegaba destrozado a casa. Así que cambiaron y comenzó a repartir tomates por los restaurantes. Le conocen en todas las trattorias del barrio. “Era un chico solar, estupendo”, señala uno de sus clientes. El padre de Ugo no pone paños calientes. “Yo también hacía algunas cosas cuando era pequeño. Pero no entiendo lo que hizo él… Yo nunca en mi vida cogí un arma, aunque fuera de juguete. Eso nos impactó mucho. Pero son otros tiempos. Pasan los años y ves cómo la calle está peor. No me lo sé explicar. Y no busco excusas, no tengo dudas de que es un acto gravísimo. Lo que no me perdono es no haberme dado cuenta antes”.
La historia de Ugo se parece a la de Davide Bifulco, abatido en 2014 con 16 años por un carabiniere que le confundió con un fugitivo. Al homicida lo condenaron a menos de dos años. O a la de Mario Castellano, de 17 años, que no se paró en un stop con su escúter y murió por el disparo de un policía en 2000. El agente fue condenado a 10 años y luego le rebajaron la pena sustancialmente. Incluso puede recordar al de Luigi Caiafa, a quien dispararon en 2020 con 17 años durante un robo y cuyo caso fue archivado porque se consideró defensa propia.
Alfonso de Vito, profesor y vecino de Ugo, habla así de su caso: “Este tema es un tabú y, si lo tocas, vuelven a emerger todos los asuntos parecidos que se arrastran. Nápoles es una ciudad que no se ocupa lo suficiente del destino de muchos jóvenes desfavorecidos. Primero era un argumento político, casi retórico. Pero ahora ya ni eso. Solo se habla de ellos cuando entran en la crónica de sucesos, en el alarmismo. Su condición ordinaria no interesa en esta ciudad. Y el caso de Ugo es ejemplar. Un chico de 15 años, casi un niño, sin antecedentes de delincuencia, nada de particular respecto a otros coetáneos”.
En Nápoles, una ciudad de apenas un millón de habitantes, muchas de las bandas juveniles han crecido en los últimos años al calor de esa suerte de yihadismo: una aspiración al martirio surgida de la falta de horizontes. Nicola Quatrano fue el juez que instruyó el caso de la Paranza dei bambini, el mayor proceso contra las bandas juveniles del centro de la ciudad (Roberto Saviano escribió un libro sobre ello). Terminó con 55 condenas en primera instancia y más de 40 definitivas con un elevado número de delitos por asociación mafiosa. Acabó asqueado del sistema y colgó la toga. “Estamos hablando de chicos que pertenecen a familias particulares. No son familias en las que el chico sabe que irá a la escuela, tendrá un diploma, se casará y tendrá hijos. El punto de partida es muy distinto. Para ellos es mucho más difícil no cometer delitos. A veces es incluso imposible. No se hace mucho para poder salir de esta injusticia de fondo. Nápoles es la última ciudad europea del siglo XIX. La periferia social y urbanística se encuentra en pleno centro. Y eso hace que estos fenómenos sean todavía más visibles”, apunta.
Quartieri Spagnoli ha funcionado así desde que se instalaron aquí los militares españoles en el siglo XVI. La densidad poblacional (hoy es de 17.500 habitantes por metro cuadrado), su diseño urbanístico y las viviendas en los bajos a ras de suelo que actúan como pequeños retenes han configurado siempre una manera de vivir distinta. Los altarcitos, las capillas de callejón y esquina han sido siempre una de las señas del centro de Nápoles. La falta de luz eléctrica en sus calles impulsó décadas atrás la costumbre de construirlos para iluminar los callejones de Forcella, Sanità o Tribunali. Recordaban a los muertos, como tantas esquelas en los muros lo hacen todavía. Pero prestaban también un servicio público fundamental allá donde el Estado no llegaba (que era a casi ningún sitio). La tradición, en un lugar marcado por la promiscuidad entre los santos protectores y el crimen organizado, se convirtió también en una grieta para celebrar la vida y la muerte de algunos antiguos héroes del hampa napolitana o de tantas víctimas inocentes de alguna reyerta.
Ugo Russo tuvo la desgracia de morir en ese claroscuro donde nacen ese tipo de monstruos, en un lugar de la ciudad donde uno corre el riesgo de convertirse fácilmente en símbolo. Tomó una decisión equivocada en un día que solo asoma cada cuatro años. La desgracia señala ahora también en el calendario que ni siquiera su familia podrá recordarlo anualmente en una ciudad que necesita celebrar a sus muertos tanto como se entrega a sus vivos.
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