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Maneras de vivir
Columna
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Elogio de la pereza

El verdadero problema es no saber aceptar la vaguería. Acabar el día procrastinador reconcomida en vez de haber gozado. | Columna de Rosa Montero.

Rosa Montero

Procrastinar. Mira que es fea esta palabra. Ya sé que viene del latín (pro, adelante, y crastinus, mañana: dejar las cosas para mañana), y que el término ya existía en los diccionarios españoles en el siglo XVIII, pero la verdad es que en este país antes no lo utilizábamos para nada. A ver, ¿a quién le han dicho en la infancia: “Niña, no procrastines más”, cuando mareaba la perdiz a la hora de ponerse a estudiar? Aquí a eso lo hemos llamado toda la vida ser un perezoso, un gandul o más vago que la chaqueta de un guardia, enigmática frase que una rápida inmersión en internet me ha permitido por fin entender: al parecer se refiere a las chaquetas de los guardias forestales y peones camineros, que se las quitaban y las colgaban de una rama cuando se ponían a trabajar.

Lo de procrastinar es, pues, una moda reciente, y hemos importado su uso a través de la lengua del imperio, o sea, del inglés, en donde el término es utilizado a troche y moche, tal vez espoleado por la ética puritana del trabajo típica de las sociedades calvinistas. La palabra apareció en algunas comedias de Hollywood de las últimas décadas, y de ahí la cogimos. Lo mismo sucedió con serendipia, un término inventado por Horace Walpole en el siglo XVIII; significa encontrar algo valioso por casualidad y también lo hemos adoptado tras salir en varios filmes, aunque tenemos una palabra mucho más bonita, más españolizada y más antigua, “chiripa”, que ya venía de ahí. Vamos, que las comedias anglosajonas son bastante parecidas a un virus mental. Muy contagiosas.

Lo que no es reciente, claro, es la vaguería. El abismo de desgana que en ocasiones se nos abre en las tripas cuando queremos afrontar un trabajo que nos resulta desagradable o que nos intimida. Y resulta que ahora estamos justamente en el momento más álgido del año dentro de la eterna pelea contra la pereza. Porque, por mucho que uno pretenda permanecer al margen, la tradición nos impulsa a hacer planes para el año que empieza. ¿Quién no acaricia en estas fechas, en lo más recóndito de su mente, siquiera un pequeño proyecto de mejora? Hacer ejercicio todos los días, aprender inglés… Pues bien, llevamos solo una semana en 2022 y es probable que ya haya habido una apoteosis de procrastinaciones.

Y es que los seres humanos nos pasamos la vida planeando cosas que luego la realidad se encarga de desbaratar. Pero qué mal se siente uno cuando falla. Cuando incumple sus proyectos de mejora. Se me ocurre que habría que ser capaces de mirar las cosas de otro modo. “Usted no está gordo, don Pascual; usted lo único que necesita es hacerse nuevos trajes”, le dijo un conocido a mi padre, después de que éste se quejara de haber echado carnes. Pues con la procrastinación pasa lo mismo; si eres de esos que crees que no tienes voluntad y que ideas mil proyectos que nunca cumples, quizá no sea un problema tuyo, sino de los planes, que no son adecuados. Cambia de sastre mental, a ver qué pasa.

Desde luego los altibajos de la voluntad resultan fastidiosos y desalentadores; pero, por otro lado, y al contrario que los anglosajones, no creo que la pereza sea siempre negativa. Pongamos que tienes que hacer un trabajo (escribir un texto). Pongamos que das vueltas por la casa (porque el texto te impone, porque te sientes inseguro), te haces un café, sacas a tu perro, ves una serie, lees un libro. Y a la mañana siguiente, como ya no tienes más remedio, terminas el trabajo. ¿Está tan mal lo que has hecho? Tal vez ese merodeo te haya preparado la cabeza para hacerlo mejor. El verdadero problema, me parece, es no saber aceptar la vaguería. Acabar el día procrastinador reconcomida en vez de haber gozado de esas horas de asueto. Hace mucho tiempo tuve un novio breve que era muy buena persona, aunque refunfuñón. A veces le pedías un favor y él siempre te lo hacía, pero protestando todo el rato. Una actitud absurda; si de todos modos invertía su tiempo y su esfuerzo, ¿por qué no hacerlo de buena gana? Sería menos enojoso para él y se hubiera ganado mi gratitud eterna. Esa misma ligereza nos hace falta para manejar el agobio del tiempo y la culpabilidad judeocristiana que nos acogota. ¿Qué hoy he vagueado? Bueno, por lo menos lo he disfrutado. No sé si esto nos hará más eficientes, pero sin duda seremos más felices.

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