El escultor que convirtió las calles de Barcelona en un museo
Pere Casanovas ha dedicado medio siglo a hacer realidad los proyectos de otros artistas: desde Tàpies y Plensa hasta Mariscal o Rebecca Horn.
Algunos de los pintores españoles contemporáneos más relevantes se convirtieron en escultores en un discreto taller de Mataró. En una nave industrial de la capital del Maresme, en la costa septentrional de Barcelona, Pere Casanovas (Banyoles, 78 años) hace balance de una vida dedicada a hacer posible lo que parecía irrealizable. Se especializó en dar forma a ideas de artistas como Antoni Tàpies, Pablo Palazuelo, Oteiza, Jaume Plensa o Javier Mariscal. Pero sobre todo se especializó en materializar arriesgadas esculturas urbanas. Su nombre no aparece en pedestales honoríficos, pero es probable que aquella pieza de arte que llame la atención de cualquiera durante un paseo por Barcelona sea producto de su trabajo.
“Creo que fue el periodista Josep Maria Huertas Clavería quien dijo que el 80% de las esculturas contemporáneas de Barcelona han salido de mi taller”, recuerda Casanovas con una sonrisa socarrona. Él y su equipo han elaborado un millar de piezas de arte. La lista aparece publicada en Pere Casanovas, el escultor de los otros (Enciclopèdia Catalana), unas memorias apasionantes que sirven también como guía por un gran museo urbano. En este libro, que fue la última publicación del periodista Manuel Cuyàs —fallecido en 2020—, se intercalan lecciones de arte y vivencias de creadores de renombre internacional. También sirve como manual para ingenieros, porque no está al alcance de muchos hacer realidad un prodigio como Núvol i cadira, la nube de acero inoxidable que Tàpies ideó en 1990 para coronar la sede de su fundación en Barcelona.
Aquella obra de Tàpies provocó acalorados debates. Hubo un artista —Casanovas no lo quiere identificar— que manifestó que no quería trabajar “con la persona que hizo esa mierda”. El escultor Josep Maria Subirachs, con quien el de Banyoles trabajó estrechamente, “dictaminó que las palomas anidarían allí para morir”. Hoy Núvol i cadira es un icono de Barcelona. “Algunas obras envejecen bien y otras se vacían de contenido poético”, reflexiona el hombre que la llevó a cabo. “Núvol i cadira es de las que han envejecido bien”.
Tàpies ha sido posiblemente el artista que ha tenido mayor ascendente estético y conceptual en Casanovas. Este cuenta que en su juventud, cuando se planteó hacer carrera como pintor, se dio cuenta de que no se ganaría la vida con ello porque lo que creaba se parecía demasiado a la obra de Tàpies, también a la de Josep Guinovart. Fue entonces, a principios de los sesenta, cuando Casanovas tuvo una revelación. El momento de iluminación lo provocó el Sideroploide, la instalación artística que Salvador Aulèstia montó en 1963 en un dique del puerto de Barcelona. El encargo tenía una doble función: dar la bienvenida a los marineros y garantizar los empleos a una calderería que estaba en riesgo de cerrar. Para construir la escultura, de 17 metros de alto y 61 de largo, se utilizaron 100 toneladas de hierro de desguace. Llegó a obsesionarse con la obra hasta tal punto que cada semana embarcaba en las golondrinas, los barcos de paseo del puerto, para contemplar la escultura desde el mar. “Me di cuenta de que para hacer aquella escultura había que recorrer un camino muy importante. Vi que era necesaria una infraestructura para que los artistas pudieran hacer grandes piezas y con materiales que no dominaban”, recuerda.
Casanovas no fue a la universidad. Su universidad, afirma con orgullo, fueron los talleres de oficios y de artesanos que proliferaban en el barrio de Gràcia y en los que, siendo joven, pasaba las horas: talleres de vidrio, de moldes de escayola, herreros, ebanistas o doradores. Poco a poco fue ganándose un prestigio gracias al boca a boca y a la fidelidad de los artistas que lo contrataban. Llegó a tener una plantilla de 17 empleados. “Hoy somos dos y medio”, comenta irónico y con un punto de tristeza, “y a veces sobran dos porque no hay trabajo suficiente”. La crisis económica que arrancó en 2008 y el golpe de la pandemia del coronavirus han dado carpetazo a una época de crecimiento, también para el taller de Casanovas. “Fueron unas décadas de reconstrucción, de modernizar un país después de un pasado gris y miserable, el de la dictadura”, asegura, “y la escultura pública era un trampolín para ello”.
Casanovas duda de que en el futuro pueda repetirse una euforia como la que vivió Barcelona en 1986, cuando fue proclamada sede de los Juegos Olímpicos de 1992. Fue entonces cuando la capital catalana, comandada por el alcalde Pasqual Maragall, abrió sus calles y parques para transformarse en un museo urbano. De la Olimpiada Cultural que precedió a los Juegos han quedado símbolos de la ciudad, como lo es una de las figuras más instagrameadas de Barcelona, el Estel ferit, de Rebecca Horn. Esta estrella herida de la artista alemana la componen unos cubículos superpuestos que representan el desaparecido frente de mar preolímpico, el de los chiringuitos insalubres en los que, evoca Casanovas, “se comía muy bien, pero al salir tenías que ir con cuidado porque había unas ratas enormes”.
El desmantelamiento de aquellos populares comedores a pie de playa generó un agrio debate en Barcelona. El Estel ferit de Horn servía precisamente de contrapunto a las cercanas torres gemelas del edificio Mapfre y del hotel Arts, estandartes de la modernidad olímpica. Los barceloneses redescubrirían su frente marítimo acompañados por muchas esculturas que salieron del taller de Casanovas. Algunas son un ejemplo de la falta de sentido común que puede nutrir la creatividad de un artista. La pieza de Horn fue instalada con unos arcos lumínicos que al poco tiempo dejaron de funcionar porque la salinidad del mar los estropeó. No solo eso: Estel ferit tenía en su interior un equipo de sonido que reproducía música y que en cuestión de meses fue robado.
Restaurar arte urbano continúa siendo una de las principales dedicaciones del taller de Pere Casanovas. El único momento de la entrevista en el que levanta la voz es para criticar el estado de conservación del arte urbano en Barcelona. “El mantenimiento en la ciudad deja mucho que desear. Se le dedica una cantidad de dinero tan ridícula que no da para nada”, dice Casanovas: “Los jardineros arreglan los parques públicos quizá tres veces al año. Con una escultura debería hacerse lo mismo”.
Recorrer Barcelona tras las obras que llevan el sello de Casanovas es una buena muestra del maltrato del arte urbano: las pintadas han sido recurrentes en La ola, la escultura de Oteiza ubicada en el exterior del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba); Alto Rhapsody, de Anthony Caro, y Lauda V, de Palazuelo, están situadas en un parterre del parque de la España Industrial, sin placas que las identifiquen y marcadas por los orines de mascotas y de personas. Un caso paradigmático de dejadez, apunta Casanovas, es el estado de la obra de Tàpies dedicada a Pablo Picasso en el paseo homónimo que hay en Barcelona. Se trata de un cubo de vidrio instalado en una fuente de agua; guarda en su interior una amalgama desordenada de telas, muebles y vigas de hierro. El hierro representa el pasado industrial de la ciudad y los otros objetos simbolizan la rebelión del arte contra el conformismo social. Casanovas tuvo que rehacer el homenaje a Picasso porque este fue materializado por un arquitecto, hace 40 años, que no contó con que los objetos del interior se pudrirían por el efecto de la humedad. Lo que no se solucionó, pese a su insistencia, es que la cal continúa cubriendo el cubo, haciendo irreconocible lo que hay en su interior. Parece que nadie se preocupa, critica Casanovas, de algo tan básico como descalcificarlo.
Los escultores saben demasiado de materiales. Por eso son las propuestas de los pintores las más arriesgadas, y si estás un poco loco, lo disfrutasPere Casanovas
La última gran obra que Casanovas ha tenido que restaurar, el pasado junio, fue precisamente la que en 1992 significó el encargo más difícil de su carrera: el David y Goliat de Antoni Llena, un gigante de 18 metros de alto formado por tres vigas que sujetan una plataforma de 164 metros cuadrados y nueve toneladas de peso. La escultura fue concebida para resistir un viento de hasta 120 kilómetros por hora, el registro máximo con el que, según Casanovas, habitualmente trabajaban ingenieros y arquitectos para proyectos en este sector de la costa mediterránea. Pero en enero de 2020 la borrasca Gloria, con ráfagas de casi 140 kilómetros por hora, derribó el monumento. “Siempre pensé que tarde o temprano caería”, admite.
En el libro El escultor de los otros se reconoce que el Ayuntamiento permitió instalar el David y Goliat en 1993 sin las debidas autorizaciones de responsabilidad civil.
Cuanto más complejo es el reto que le plantea un artista, más le motiva a Casanovas. “Los escultores saben demasiado de materiales. Por eso son las propuestas de los pintores las más arriesgadas, y si estás un poco loco, lo disfrutas”. Casanovas y su esposa, Rosa, fallecida en 2009, labraron amistades a base de trabajar durante años, codo con codo, con sus clientes. Su hijo, Llibert Casanovas, dedica desde hace una década los conocimientos que aprendió de su padre a uno de estos grandes nombres con los que su familia ha colaborado estrechamente: Jaume Plensa.
El taller de los Casanovas ha sido testimonio de muchas situaciones especiales para sus artistas. Una de estas ocasiones la protagonizaron Perejaume y Javier Mariscal, quienes consolidaron su trayectoria como escultores con Casanovas. A Perejaume no le caía bien Mariscal, no quería verlo ni en pintura. La razón, explica Casanovas, fueron unas polémicas declaraciones del creador del Cobi, la mascota de Barcelona 92, que recogió en 1988 el diario Las Provincias y en las que cargaba sin tapujos contra el nacionalismo catalán. Mariscal publicó más tarde un artículo pidiendo perdón, pero para Perejaume, herido en su orgullo patrio, aquello no fue suficiente.
Una de las normas sagradas de Casanovas es que los artistas no coincidan en su taller mientras trabajan, por confidencialidad y para que estén tranquilos. “Pero Mariscal tenía un problema, se presentaba cuando le daba la gana. Y un día se coló en el taller cuando tenía que venir Perejaume”, relata Casanovas, amigo de los dos. Perejaume llegó con su hija, María, y Casanovas se los llevó a su despacho. Mariscal faenaba en la nave principal. Mientras los mayores hablaban de sus cosas, la hija de Perejaume, aburrida, se escabulló hacia la zona donde estaba el valenciano y al cabo de un rato volvió emocionada porque había conocido “al papá del Cobi”. Acto seguido, la niña regresó al lugar donde se encontraba Mariscal. Casanovas y Perejaume, este quizá mosqueado, se dirigieron a la zona de los operarios. Se encontraron a Mariscal tumbado en el suelo, ataviado con una máscara de soldador, con herramientas en las manos escenificando un cuento para María, que estaba embobada. Mariscal se ganó sin saberlo a Perejaume y al final acabaron hablando durante una hora y media. “Realmente, Mariscal es especial”, concluye Casanovas. Pero ni siquiera Mariscal es tan especial como el personaje más singular que cruzó por la vida de Casanovas: el señor Forriols.
Forriols era el propietario de Critesa, uno de los fabricantes de metacrilato más importantes de España. Era un hombre de muy baja estatura, pálido y débil de constitución. Su empresa proveía el metacrilato que el taller de Casanovas utilizaba. Fue Forriols quien descifró a Casanovas el secreto del arte en una velada a finales de los setenta: “El señor Forriols me invitó a asistir un sábado por la tarde a su finca en Argentona (Barcelona). Quería anunciar algo muy importante a amigos y conocidos. Nos sirvieron un aperitivo y luego, solemnemente, el anfitrión nos reveló que desde hacía un tiempo se comunicaba con una civilización extraterrestre. Forriols nos explicó que los alienígenas afirmaban entenderlo todo de nuestro mundo excepto una cosa, el arte”. ¿Hablaba en serio el señor Forriols? ¿O era una performance? “Hablaba en serio”, responde Casanovas, y añade que quizá era verdad. Para ello, el maestro de escultores esgrime dos argumentos: el primero es que el proceso artístico tiene algo de inexplicable y el segundo, no menos importante, es que él siempre creyó que el extraterrestre era el señor Forriols.
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