Cimafunk, la tremenda gozadera de la música criolla y afrocaribeña
El músico cubano demuestra que su apetito de ritmo y sicalipsis es insaciable.
La idea de aparecer descamisado en la portada de El alimento, su nuevo disco, fue por completo suya. Ventajas de haber cumplido apenas 32 años, disponer de una complexión física razonablemente atlética y, sobre todo, practicar a conciencia la apertura de miras, la voluptuosidad y el talante desinhibido. Porque la alimentación a la que se refiere el título del álbum del cubano Erik Alejandro Iglesias, mucho más conocido por su sobrenombre artístico de Cimafunk, no tiene nada que ver con ninguna especialidad culinaria ni con los nutrientes del espíritu. En esta charla se habrán de dirimir otro tipo de apetitos: los de la concupiscencia.
Cima solo conoce el recato a la hora de hablar de política, una temática que detesta. Le aburren sobremanera las preguntas sobre el régimen cubano, prefiere no pisar unos charcos que acaban salpicando siempre y se siente cómodo en su papel de caribeño ecléctico: orgulloso de su país, pero amante de España y habitual en las costas del sur de Francia o en Ciudad de México, donde se ejercita como incipiente productor discográfico. Sobre cualquier otra cuestión, sin embargo, prepárense para su verbo acelerado e irrefrenable. Interpela a la hermandad en cada frase, siente devoción por el sustantivo “gozadera” y alardea de desparpajo cuando la conversación se adentra por territorios tórridos. “Me encanta pensar que mi música incita al sexo, hermano”, subraya. “No hay nada de malo en ello. Es puro instinto básico. Desde la pubertad, para qué engañarse, todos sabemos bien que la carne es sinónimo de deseo”.
No para quieto un minuto. Agita las manos, sonríe sin tregua, pide con delicadeza que le acerquen una cerveza y exhibe como un tesoro el micrófono con el que se entretiene improvisando ritmos y versos a cada rato, hasta que le reviente la memoria del teléfono con tantas notas de voz. Sigue siendo ese mismo torbellino que de chiquillo, de chamaco, apenas pisaba la casa. “La mía fue infancia de barrio y fiesta. Todo el día sin zapatos, con los mocos por fuera y los pies llenos de heridas: una etapa superrica, la mejor de la vida”, se sonríe.
Añora tanto aquellos años a un paso de Pinar del Río, en plena llanura isleña, que recuerda entre carcajadas el mayor de sus estropicios: un primer domingo de mayo, a los 13 años, en el que se fracturó las dos muñecas mientras “hacía malabarismos” por el tejado de una fábrica de tabaco abandonada. “Llegué a casa con todos los regalos del Día de la Madre en la mesa, intentando disimular el dolor, hasta que ya no lo resistí más. Terminé aquel curso con los dos brazos enyesados, conduciendo mi bici hasta la escuela con la punta de los dedos. Eran tiempos en los que descubres que un simple plato de harina de maíz con azúcar basta para ser feliz”.
Ah, la felicidad. He aquí el leitmotiv que todavía hoy, dos décadas después, continúa guiando los pasos de este cubano espigado y presumido, un buen mozo de peinados extravagantes e inagotable colección de gafas al que encontramos contrariado porque a su paso por Lisboa perdió en algún lugar unas botas vaqueras con taconazo que adoraba. Pero quebraderos de cabeza, hermano, solo los justos. “Yo me quiero feliz todo el tiempo, me mantengo positivo con el universo para proporcionarme buena energía”, relata. “En algún momento llegan las turbulencias, claro. Yo también amanezco en ocasiones alterado, como todo el mundo, y ese estado me vuelve irascible e improductivo”. Como antídoto acaba irrumpiendo el micrófono del que jamás se separa. “Funk Aspirin, la canción que abre el disco, nació de uno de esos momentos de enojo. La música me enfría cualquier malestar”.
La metáfora farmacológica también le retrata bien. Erik Alejandro cursó en su país los tres primeros años de Medicina antes de asumir, más divertido que resignado, su condición de oveja negra en la familia Iglesias. “Me matriculé ante la insistencia de mi abuela Georgina, que siempre nos insistía en la importancia de ser hombres bien preparados”, se sonríe. “Yo andaba siempre todo loco, volcado en novias y fiestas, y asumí que aquella vida fácil no podía ser eterna”. Su primo cirujano era la envidia de todo Pinar del Río, pero él no logró emularlo. “Me faltaba convicción, hermano, y así no sirve. Mejor una canción mala que un mal tratamiento…”.
El mundo perdió un galeno mediocre y, a cambio, se ha encontrado con un intérprete visceral, enfático, arrollador. Aquel chamaquito que cantaba a voz en cuello Lo pasado, pasado, de José José, por los pasillos de casa y colaboraba con el coro de la Iglesia evangélica ejerce hoy como apóstol consumado del fragor amoroso y la sicalipsis. Y ya no habrá quien lo detenga. Despuntó a partir de 2017 con Paciente o Me voy, éxitos incipientes y autogestionados para un primer álbum de título ya muy medicinal, Terapia. Pero este El alimento representa en términos comparativos un triple salto mortal con pirueta. La producción le corresponde ahora a Jack Splash, una eminencia californiana que antes había trabajado para Alicia Keys, Katy Perry o John Legend. Y entre los invitados al banquete figuran el rapero de Chicago Lupe Fiasco (si hoy se despertaron con el ánimo renqueante, suminístrense una dosis completa de Rómpelo con el volumen a reventar), los míticos rumberos cubanos Los Papines, el ilustrísimo pianista Chucho Valdés o el cantante CeeLo Green, intérprete en su momento de las irresistibles Crazy o Fuck You. Y por si fuera poco, el gran George Clinton, artífice de las bandas Parliament y Funkadelic, acentúa el efecto fulminante de esa Funk Aspirin con la que combatir las peores apoplejías del espíritu.
La figura de Clinton ha servido para agigantar la estela de Cimafunk, considerado ya en algunos círculos como un nombre mayúsculo de la música negra. Pero el aludido resta valor a esa euforia en torno suyo. “Son muy halagadores, sin duda, pero yo me siento más cerca del criollismo, la causa afrocubana y la pegada del hip hop”, matiza. En todo caso, Cima se proclama partidario fervoroso del baile como revulsivo frente a las miserias de la vida. Y aprovecha para destacar su aversión hacia “la traición, los abusos y, en particular, la maldad, esa gente que encuentra provecho en hacer daño al prójimo”.
Por eso Erik Alejandro se considera “bailongo y disfrutón” —pronúnciense ambos términos con la mayor de las picardías— y aboga, retomando el eje central de su discurso, “porque la gente se goce”. “El sexo te conecta con Dios, hermano”, recalca. “Ya los mismos religiosos nos recuerdan que Dios es amor, y estoy de acuerdo. Él lo creó todo. Y si no hubiera querido que nos arrimásemos los unos a los otros, habría dispuesto otro sistema: deje esa semilla allá y le sale un niño…”.
—Por cierto, amigo, ¿usted se fiaría de alguien al que no le gustara bailar?
—Solo de mi papi, hermano, que ni canta ni baila, pero es una de las personas más sabias que he conocido en esta vida. Él no entiende mucho de música, solo la disfruta. Y habla poco, pero acierta siempre. La suya es la sabiduría del campesino, la sabiduría de la tierra. Y eso no hay quien lo supere.
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