En ruta por la N-II
Fue la carretera principal entre Francia y Madrid pasando por Barcelona. Con las autopistas quedó en segundo plano. Hoy está en un limbo entre lo que fue y lo que no deja de ser. Aunque salpicada de ruinas, la Nacional II sigue viva y rica en gente, paisaje y sorprendentes giros de guion.
Este viaje de La Jonquera a Madrid, si bien se realizó en junio en la furgoneta Volkswagen del fotógrafo Samuel Aranda, comenzó en realidad en los años ochenta a bordo del Renault 6 de su padre, Paulino, con su madre, su hermano, la abuela y todos los cacharros que cupiesen. Cuando había vacaciones, se iban de Santa Coloma de Gramenet, en la periferia de Barcelona, a los pueblos de sus padres en Andalucía. Paulino conducía y controlaba el radiocasete, en el que solía alternar una cinta de Simon & Garfunkel y otra de Joe Cocker. “Cuando acababa una ponía la otra”, recuerda Aranda, de 42 años, expulsado una vez del colegio, otra del instituto y ganador en 2012 del Premio World Press Photo. Pero lo trascendental es que a su padre no le gustaban las autopistas y solamente cogía carreteras nacionales. De modo que en el niño arraigó esa pulsión por las rutas alternativas y aquí estamos con él, un miércoles por la tarde, en la frontera con Francia para irnos hasta la capital de España por la olvidada Nacional II.
Cuando lo propuso nos preguntamos por qué hacerlo. Por qué no, nos pareció una buena respuesta.
La antigua aduana es un espacio insulso en el que ciudadanos franceses compran alcohol y tabaco más barato en tiendas españolas y donde solo una cosa nos provoca curiosidad: ¿por qué hay una señal pública de prohibido aparcar que pone “Reservat David i Manel”? ¿Quiénes se creen? En su momento, llamaremos al Ayuntamiento de La Jonquera y sabremos que “David i Manel” no son dos personas que gozan de un indignante trato preferencial, sino una empresa de autobuses.
Por la pandemia, hay gendarmes franceses vigilando su entrada. No hay agentes del lado español. En la oficina abandonada de la Policía Nacional se lee en una placa: “El 26 de marzo de 1995 se abrieron las barreras de este puesto fronterizo para dar paso a una Europa unida”.
Partimos, pues, desde el extremo nororiental de la N-II, la carretera general que unía Madrid con Francia pasando por Barcelona, una arteria fundamental hasta que se hicieron las autopistas y las autovías. Conducimos los primeros kilómetros hacia el sur por La Jonquera. Paramos a saludar a dos camioneros marroquíes que comparten una suculenta sandía mientras calientan un guiso de carne en un hornillo. Aranda trata de comunicarse entre el español y el árabe, lengua que estudió cuando cubría la guerra de Yemen. Uno de ellos, Abdul Salam, cuenta que tiene 52 años, lleva la mitad de su vida conduciendo camiones y está deseando jubilarse: “Dentro de unos años, finito y descansar”.
En el Plan de Carreteras de 1939, con Franco ya en el poder, se nombraron las seis principales con la N de nacional y se determinó que se marcase su kilometraje en sentido creciente desde Madrid, así que nosotros numéricamente —y quién sabe si patrióticamente, de acuerdo con el Plan del 39— vamos al revés.
Km 770. En el arcén, una mujer le rapa la cabeza a su pareja con una maquinilla. Parecen felices.
Hacemos noche en casa del fotógrafo en un pueblo del Empordà (Girona). El jueves desayunamos en el único bar del lugar, que lleva con criterio Fàtima Labyhed. Su tortilla francesa de butifarra con un toque picante de salsa harissa es una joyita intercultural.
El día está soleado. Al poco de reemprender la ruta, Aranda se para a fotografiar una caravana abandonada. Regresa al asiento del conductor: “Me gustan las cosas que se quedan sin vida en sitios donde hubo mucha vida”. Atravesando el boscoso Empordà, nos encontramos con un anuncio de Michelin en buen estado en el lateral de una vivienda. Es de azulejo. La señora de la casa se muestra recelosa ante nuestras preguntas y solo dice que el anuncio “debe de ser de los cincuenta”.
Para retratar al muñeco-neumático, el fotógrafo saca su cámara de placas Chamonix de fabricación suiza. Se toma su tiempo en medir la luz que incide sobre la pared para saber a qué velocidad debe disparar.
—¿Por qué el énfasis en lo analógico?
—Muchos fotógrafos nos hemos cansado de la perfección de lo digital. Convierte la imagen en plástico.
De los 790 kilómetros que tuvo la N-II quedan menos de 300, pues gran parte desapareció al ser construidas encima las autopistas. El tramo de Girona a Barcelona permanece bastante entero. Aun así, a veces hay que salirse por fuerza a la A-2 y uno se siente frustrado.
Escribió Luis Carandell en su libro Viajes sin destino: “A diferencia del simple tránsito, que solamente tiene por fin llegar al destino elegido, el viaje consiste no en ver, sino en mirar; no en oír, sino en escuchar; no en pasar de largo, sino en detenerse a considerar. El viajero se distingue así del transeúnte en que mantiene toda su capacidad de sorpresa para saborear la belleza del mundo que encuentra en su camino”.
A mediodía entramos en la provincia de Barcelona.
En Tordera nos llama la atención una compraventa de coches por su carpa de banderines de colores. Su dueño, Máximo Flores, de 51 años, explica que se inspiró en un jefe que tuvo en otro negocio igual: “Él había trabajado en Texas”. Al rato tocamos la costa del Maresme. En Calella, Aranda dice mirando a los hoteles de carretera: “Ostras, creo que por alguna razón a uno de estos le gustaba venir a Schumacher”. Posteriormente consultaremos esto con nuestro redactor de fórmula 1, Oriol Puigdemont, que responderá muy extrañado:
—¿Schumacher? ¿Calella?
Llegamos a Sant Pol de Mar. Comemos en Banys Tarridas, un chiringuito del año 1891. Disfrutamos de unas gambas del día. A la plancha y con sal gorda. Una gloria. Echamos la tarde en Sant Pol y dormimos en el Hotel Gran Sol. Se inauguró en 1963 y posee la nobleza de los hoteles de tres estrellas de su tiempo. Es limpio, sobrio. Aquí no hace falta más adorno que la luz natural.
“Y todas las habitaciones dan al mar”, subraya con satisfacción el jefe de comedor, Jordi Sala, de 60 años. Empleado del Gran Sol desde los ochenta, viste camisa blanca de manga corta y corbata negra, pantalón negro y zapatos negros.
El viernes por la mañana, Aranda se detiene a fotografiar una rotonda en la que hay una barquita con palmeras. A lo largo de la N-II veremos rotondas embellecidas con una locomotora, con un tractor de John Deere, con tres caballos encabritados o, ya verán, con un cazabombardero de ataque y reconocimiento aerotáctico.
Nos acercamos a Barcelona y a la altura de Mataró el paisaje se vuelve más industrial, aunque entre fábricas, grandes superficies y abominables edificios de oficinas permanecen algunas masías. Del mismo color de la tierra, aguantan el tipo como majestades.
El camino pierde encanto y la mirada se distrae con sandeces. “Los huevos de Manolo”, publicita la furgoneta que llevamos delante cruzando Montgat. Menos mal que nada más salir de aquí se divisa a lo lejos una imagen poderosa: las chimeneas de la central térmica de Sant Adrià de Besòs y la Torre de Collserola, de Norman Foster, dominando el contaminado perfil de Barcelona.
Ya en Badalona, conversando sobre la inminente Eurocopa, el fotógrafo recuerda el trágico contexto en el que siguió la final de la Copa del Mundo de 2006: “La vi en Gaza. Mientras en la tele repetían el cabezazo de Zidane a Materazzi, afuera caían bombas a mansalva”.
Por Barcelona nos limitamos a seguir la línea costera de la ciudad, por donde transcurría la nacional.
Km 597. Ayuntamiento de Pallejà. Almorzamos en el restaurante Drac, al pie de la N-II. Paredes de gotelé. Sillas de formica. Lámparas globo sobre la barra.
—¿De qué año es el restaurante?
—De antes de Egipto —responde el camarero.
Después de la comida, al redactor lo invade el sopor. Siesta en un pinar cerca del macizo de Montserrat.
Por la tarde, reponemos energías en el Forn de Jorba, una panadería ecológica en la comarca de Anoia donde probamos una deliciosa coca de almendra con crema de algarroba. Avanzamos por estas tierras, menos pobladas y en las que empiezan a tocarse los climas mediterráneo y continental, y nos paramos a husmear en una casa abandonada. En el suelo hay una Supertele de 1993. En portada, Ramontxu García con un cóctel en la mano: “Las chicas me miran en la playa”.
A las ocho de la tarde, llegando a Lleida, vemos el primer nido de cigüeña, esa aristócrata de los campanarios y los postes de la luz que en adelante iremos disfrutando de seguido. Entramos en Aragón por la provincia de Huesca y optamos por cerrar la jornada en Fraga. Dejamos las cosas en un hotel y salimos a dar un paseo. Nos topamos con una escultura de Lorenzo Quinn, el hijo de Anthony. Se titula Gravedad. Según una nota de 2010 de El Heraldo tuvo un coste de 71.000 euros y fue sufragada por el Ayuntamiento y un supermercado.
El sábado desayunamos en el bar Sorolla. Nos atiende Isabel Parache, de 61 años. Cuenta cómo el 3 de enero de 1991 un camión que bajaba por la N-II cargado de aerosoles perdió el control y se estrelló aquí “como una bomba”. Hubo tres muertos. El camionero se salvó saltando de la cabina. Eran tiempos en los que las carreteras nacionales soportaban demasiado tráfico y España sufría una sangría de accidentes. En 1991 hubo 5.650 muertos. En 2019, 1.098.
La tragaperras del bar entra en trance acústico. Un cliente acaba de ganar 548,60 euros.
—Es mucho, ¿no?
—No te creas. Para lo que le he echado…
Saliendo de Fraga, tras superar una línea de montes, aparece de repente un bello horizonte, plano y amarillo. A un lado de la carretera vemos cinco buitres posados sobre una caseta, de espaldas a nosotros. Aranda camina de puntillas hacia ellos, pero los grandes carroñeros se dan cuenta y alzan el vuelo.
Km 405. Un matrimonio reposa en el área de descanso Fuente del Gallego. Van de Burgos a Barcelona a ver a su hijo. En el suelo hay restos de pepinos, tomates y cáscaras de huevo. La fuente no funciona. Él mira la basura y se enoja: “Somos muy dejados. Esto en cualquier sitio del extranjero lo tendrían mimado”.
Después de Candasnos vemos el primero de los 10 toros de Osborne emplazados a lo largo de la N-II. En Bujaraloz comemos en el bufé El Español. En el aparcamiento charlamos con Jaime García, de 25 años y propietario de un Golf R32 del año 2003, 250 caballos, 3.200cc y llantas doradas, según nos detalla un amigo suyo mientras retratamos a su propietario bajo el sol.
Por las llanuras del valle del Ebro los kilómetros pasan más rápido. La vista es hermosa pero menos heterogénea. Cualquier detalle inesperado cobra más valor. Sobre el kilómetro 343 vemos el cartel de un casino arriba de un cerro solitario. Cogemos un desvío y subimos por una pista llena de matojos. Lo único que queda son las ruinas del casino Montesblancos, que tuvo sus días de bonanza pero en los noventa se fue a pique, hasta acabar con el asesinato de su administrador judicial.
Cruzamos Zaragoza.
A la salida retomamos la N-II en la periferia entre urbanizaciones, centros comerciales, gasolineras. El redactor se siente triste. “Es anodino”, dice Aranda.
El domingo, tras hacer noche en La Almunia de Doña Godina, llegamos a un punto en el que un tramo de la carretera ha quedado inundado por las obras del embalse de Mularroya, un proyecto de regadío que está impugnado por una ONG ecologista y una asociación vecinal. Merodeamos por un área acotada que, si se culmina la obra, también terminará sumergida. En una casa vacía hay un ejemplar de 1989 de El País Semanal abierto por un reportaje titulado “India en el abismo”.
Ya en la comarca de Calatayud, serpenteando por la sierra de Vicor por un bosque de carrasca, cruza en un parpadeo un pájaro de un amarillo amazónico. Matamos el hambre en un bar de El Frasno. “Lo abrimos en febrero de 2020, un mes antes de la pandemia”, dice el propietario. No está para cháchara. En las puertas de las casas del pueblo están vendiendo la cereza local, que es dura, de mucho color carmesí, dulce al paladar.
Por la tarde nos detenemos en la aldea de Aluenda. Tiene alrededor de 10 habitantes. Caminamos sin ver a nadie hasta que aparece un hombre en vaqueros y con el torso desnudo tocándoles la guitarra y cantándoles a tres amigas. Cuentan que han pasado el fin de semana de “retiro tántrico” en una vivienda que organiza este tipo de experiencias. Luego nos encontramos a una vecina de toda la vida que no está conforme con dichas actividades. “¿Tú crees que es normal encontrarse por la calle a un adulto abrazado a un peluche?”.
Unos 30 kilómetros más adelante hacemos otra pausa en Ateca. La iglesia tiene una espléndida torre mudéjar cuyo cuerpo inferior, según suponen los estudiosos, pudo ser el alminar de una antigua mezquita. Además, descubrimos que el pueblo acoge desde 1862 la fábrica Hueso, donde se elaboran desde 1975 los Huesitos, una chocolatina de referencia para la generación del redactor y del fotógrafo. Damos un garbeo y charlamos con Abdul Ait Dahane, un educador social de 24 años que vive aquí desde los 13. Cuando no está trabajando le gusta cuidar su huerto o tomarse una fanta de naranja en un bar. “Mi pueblo me encanta. No lo cambio por nada del mundo”, dice. Lleva una gorra del Real Madrid.
—¿Cuál es tu jugador favorito?
—Karim.
Dormimos en el Hotel Balneario Alhama de Aragón. Es agradable. Lástima que sirva comida de rancho.
El lunes comenzamos por un pueblo de nombre curioso. Se llama Contamina y el alcalde no sabe por qué. Un cartelito que hay frente al ayuntamiento indica que puede tener que ver con condominia, plural del latín condominium. “Tampoco le hagas mucho caso a eso”, avisa José Morente, jubilado de 74 años, regidor desde hace 38. Lo seguro es que por aquí cruzaba el Camino Real, y el alcalde cuenta que un bisabuelo suyo tuvo que asistir a un rey. “No sé a cuál de ellos, pero tuvo que atar las mulas al coche de la corona para desatascarlo”.
Comemos en un bar de Ariza. La tele, por supuesto, está encendida. En la autonómica dicen que ha ganado el Pulitzer de fotografía Emilio Morenatti (Zaragoza, 1969), buen amigo de Aranda desde que ambos compartieron piso unos meses en Rafah, Palestina.
A las 14.30 entramos a Castilla y León por la provincia de Soria. La N-II nos lleva a Santa María de Huerta, donde hay un monasterio cisterciense que tiene un refectorio que es una cumbre del protogótico europeo. Dando una vuelta por el pueblo nos encontramos con Patricia Pérez. Toma la sombra a la puerta de casa mientras charla con su madre y su marido, Suleyman. Tiene 38 años y es hija de soriana y senegalés. “Creo que soy la primera mulata que nació en el Hospital de Soria”, ríe. Luisa Pérez, su madre, es del pueblo, y de joven conoció a Balla Gaye, su padre, un ídolo de la lucha libre en su país. Patricia Pérez ha venido de veraneo. Vive en Francia con su esposo y tres hijos. En casa hablan wólof. Ella piensa en castellano con deje maño.
Por la tarde pasamos por Somaén, un pueblo precioso encajonado en un meandro de barrancos y coronado por un castillo que se rehabilitó y funciona como hotel. Lo mandó hacer en el siglo XIV el primer conde de Medinaceli. En la misma Medinaceli, unos 30 kilómetros al este, tomamos un refresco con tres amigos de 21 años: Víctor Palacios (diremos VP), Víctor Fernández (VF) e Iván García (IV). Estamos en la terraza del restaurante Carlos Mary, al borde de la carretera. VP define la vida en un pueblo de la N-II como “una vida de paso”. Coinciden en que escasean las oportunidades. IV: “Tienes dos opciones: o te marchas, o te buscas la vida con lo poco que hay”. Él trabaja en un estanco y prepara oposiciones a policía nacional. VF y VP se han ido a estudiar a Madrid. VF Ingeniería Naval. VP un grado superior de Rayos X. Medinaceli (682 habitantes) se les queda chico hasta para hacer deporte. VP: “No juntamos 10 para un partido de fútbol sala”. A las nueve de la noche, España se estrena contra Suecia. Iván García, Víctor Fernández y Víctor Palacios no tienen fe en Morata. Tampoco el redactor. Estamos siendo injustos y aún no lo sabemos.
Más adelante entramos en Castilla-La Mancha. Pernoctamos en un hotel de carretera. Al deshacer la cama, el redactor percibe que bajo la sábana blanca se transparenta una figura ominosa. La retira y se encuentra una manta con la rojigualda y el águila de san Juan.
Martes. Última etapa.
De Guadalajara a Madrid el panorama pierde singularidad. Nos sometemos a la A-2 y nos dirigimos hacia la capital entre polígonos con rótulos tipo “Tech Data”, “Think Textil” o “Erotic Furniture Center”, que nos hacen añorar otros que anotamos por la N-II como “Latorre. Fabricación de tapicería a su medida”, “Bar Brasería El Vaticano” o “La Casa del Buen Dormir”.
En fin. Llegaremos a la Puerta del Sol e iremos a ver la dichosa placa del kilómetro cero. Allí, un señor le dirá a otro que “todas las carreteras de España parten de aquí”, le ordenará a una señora que va con ellos que les saque una foto, ambos levantarán los pulgares al ser retratados y el mismo señor zanjará: “Listo. Andando”.
Pero en realidad el viaje se acabó simbólicamente unos 30 kilómetros antes, en Torrejón de Ardoz, cuando el capitán Ahab dio de una vez con Moby Dick.
Los seis días precedentes, el fotógrafo buscó sin descanso un mojón de los antiguos que pusiese N-II. Vio un par de ellos, pero uno era algo cutre y el otro había sido puesto de atrezo junto a un hotel. Pues bien, aquel séptimo día alcanzábamos Torrejón contrariados por el escaso interés del tramo final de la ruta. Por oficio, en la rotonda de entrada nos detuvimos a hacerle una foto al cazabombadero que antes les anunciábamos (17 metros de alto, 85.000 euros de instalación), y ya atravesábamos el centro con la mirada floja cuando el fotógrafo se sobresaltó y con un golpe de volante dejó la furgoneta a un lado con las luces de emergencia. Había visto en la mediana un mojón de la N-II, en perfecto estado de conservación e instalado a modo de homenaje a la vetusta carretera: rodeado de palmeritas y subido a un podio de piedra con hierba artificial. Nos dieron un par de bocinazos. Ello no alteró a un profesional curtido en la cobertura de conflictos bélicos. Con frialdad, Samuel Aranda buscó su ángulo y disparó el arpón.
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