El afán
Aquí estamos, en fin, luchando por seguir, herederos en nuestro afán de vivir de los horrendos cocodrilos de antaño
Una de las ideas más geniales de la formidable primera novela de Luis Landero, Juegos de la edad tardía, es su conversión de la palabra afán en un concepto trascendental para la peripecia humana. Landero la escribe siempre engalanada con el artículo, esto es, el afán, y su significado lo define con claridad un personaje de la novela: “El afán”, dice, “es el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas, y la pena y la gloria que todo eso produce”. Se trata de un anhelo que, según el autor, es específicamente masculino; de hecho creo recordar que a las mujeres se nos libra en el texto de la patética locura del afán porque el novelista nos juzga mucho más sensatas y maduras.
Entiendo bien lo que quería decir Landero, pero a mí me parece que es un desasosiego que nos afecta a todos; la diferencia es que, durante siglos, a nosotras no nos han permitido jugar en las grandes ligas; el sexismo provocó que las “grandes cosas” que nos dejaban hacer a las mujeres fueran siempre pequeñas e íntimas. ¿O acaso a Madame Bovary no la mató el afán de la locura romántica? Nuestra vía hacia la trascendencia era el amor.
De todas maneras, se diría que el afán hoy en día es menos quijotesco, menos romántico. Sigue rugiendo en los corazones o tal vez en las tripas de hombres y mujeres el vehemente deseo de ser alguien, pero supongo que ahora hay más capitalistas que exploradores, por decirlo de algún modo; y lo que la inmensa mayoría busca es la fama, y no la gloria. Y es que la gloria a menudo tiene la desagradable peculiaridad de ser post mortem, y en el mundo actual estamos instalados en la fast-vida, lo queremos todo aquí y ahora, desaforadamente y de un bocado.
Pero hay otra acepción del afán mucho más básica que este año ha estallado ante nuestras narices, y es el puro anhelo de seguir siendo. Según la RAE, afán significa “esfuerzo o empeño grandes”, y lo cierto es que hasta la más pequeña célula del organismo más simple está inmersa en una épica gesta de resistencia.
Vivo en un barrio de Madrid lleno de bares. Recuerdo el tsunami de histérico entusiasmo que recorrió las calles tras el confinamiento. Desde mi ventana podía ver las terrazas repletas de gente excitadísima que reía y hablaba más alto de lo normal. Me asustó ese desenfreno y con razón: llegó la segunda ola. Pero incluso ahora, con muchas más mascarillas y más prudencia, se sigue sintiendo ese rumor profundo de la sangre galopando en las venas. Esas ganas irrefrenables de vivir. Suele suceder cuando la muerte acecha: lo percibí en Colombia en los años peores, o en Belfast en los tiempos de plomo. Espasmos de alegría contra la negrura. Si te fijas bien, incluso las calaveras parecen sonreír con sus mondas mandíbulas.
Y yo diría que es una sonrisa cada vez más amplia. En este año que empieza, al calor de las vacunas, rueda por las calles la premonición de un renacimiento. Ahora viene la cuesta de enero, y después quizá la colina de una tercera ola, y más allá la montaña de la crisis económica, pero todo eso no impide que la esperanza nos caliente el pecho. La vida tiene unas feroces ganas de vivir.
Sí, ese es el verdadero afán: el esfuerzo o empeño en seguir respirando sobre la Tierra. Pienso ahora en los rauisuquios, esos aterradores cocodrilos gigantes, anteriores a los dinosaurios, que dominaron el planeta durante 80 millones de años, y me los imagino tratando de escapar de una erupción con afanosa agonía; y luego veo a los dinosaurios carnívoros devorando a los herbívoros, y a los grandes herbívoros pisoteando a las crías de los carnívoros, y todos inmersos durante 135 millones de años en el duro afán de seguir existiendo; y ahora vamos a dar un salto hasta llegar a la linda australopiteca Lucy sacando afanosamente hormigas de un hormiguero con un palito, como los chimpancés actuales, para comérselas. Y después está el Homo antecessor caníbal intentando evitar, con afanoso miedo, que se lo zampe el vecino; y otro salto y llegamos al sapiens y a nuestro desenfrenado pataleo, que por ahora apenas nos ha hecho aguantar dos millones y medio de años, contando desde los homos más remotos. Aquí estamos, en fin, luchando por seguir, herederos en nuestro afán de vivir de los horrendos cocodrilos de antaño.
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