Manuel Castells: “En política siento que no soy yo exactamente”
El intelectual y profesor convertido en ministro dice sentirse incómodo en su nuevo cometido, y también decidido: quiere transformar la universidad española. Se declara republicano y, cuando se le pregunta por Cataluña, partidario del derecho a decidir. Él votaría, pero marcaría el no a la independencia. Lamenta que el vínculo entre ciudadanía y representación política se haya roto hace ya tiempo y que el odio y la crispación marquen la discusión parlamentaria.
Sobre el asiento del despacho del ministro de Universidades, el profesor Manuel Castells (Hellín, Albacete, 1942), de los intelectuales más prestigiosos del mundo, pende el retrato de Felipe VI. A los 78 años, el ministro más inesperado del Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos (también para él es el ministro inesperado) no siente que deba eludir tema alguno, tampoco el de la monarquía. Mezcla buena educación y sonrisa como si le divirtiera este ejercicio de aparcar la teoría sobre lo que sucede con la intervención real en lo que pasa. Pero no está cómodo del todo. Él mismo explica qué le incomoda de este trabajo al que llegó desde su puesto de catedrático en California, Estados Unidos, y de profesor en la Universidad de Oxford y de la Universitat Oberta de Cataluña. Exhibe la ironía de los que tienen poco tiempo para culparse. Parece que la vida le ha declarado la paz y eso lo lleva en la cara. En algún momento le recordamos un verso de Lorca (“A esta hora de la tarde qué raro que me llame Federico”) para hablarle de lo extraño de verle en ese sillón. “Me identifico totalmente”, respondió.
Pregunta. ¿Cómo se siente?
Respuesta. Incómodo y determinado. Como muchos intelectuales formados en la Transición, me siento inclinado a la política para cambiar la sociedad. En la política acepto todo lo que hay que hacer, y por supuesto asumo esta responsabilidad, pero siento que no soy yo exactamente. No pienso eternizarme en la labor, primero porque el Gobierno es democrático, y porque realmente no me siento cómodo. Mantengo la determinación de que he de realizar todo lo que pueda hacer por la Universidad española, que siempre ha sido mi ecosistema, y porque quiero ver cómo, en un mundo en crisis, puedo aportar a que las cosas no solo se recuperen, sino que se transformen.
P. ¿Qué es lo más incómodo?
R. Ver el espectáculo en el Parlamento. Esto no es la política. Esto se debe a comportamientos totalmente no democráticos de la derecha. No meto a todo el mundo en el mismo saco, pero la forma y el comportamiento de mis colegas no están en eso. El espectáculo de la clase política en el Parlamento me parece lamentable y grave. Está socavando aún más el fenómeno de la legitimidad de la política, que analicé en mi libro Ruptura [que reedita ahora Alianza Editorial, sello que lleva también, entre otros, su imponente Comunicación y poder]. La política no está en los enfrentamientos ideológicos de mala fe, que son siempre iniciados por la derecha y a los que resulta difícil sustraerse, porque de falsedades e improperios es muy difícil salir. Yo creo que se debe salir.
P. ¿Y cómo?
R. Se debe salir no entrando en el juego. Mi gran amigo Salvador Illa está recabando la admiración de mucha gente porque no se inmuta. Claro que le afecta que digan que está matando a gente, cuando está salvando todo lo que se puede, pero mantiene una actitud serena… Como estoy menos expuesto, no tengo que aguantar tanto, pero creo que es muy importante no solo guardar la calma, sino mantener una mirada por encima de eso, darnos cuenta del momento gravísimo que están pasando España y el mundo, y proponer, al respecto, ideas, proyectos, soluciones.
P. ¿Esa política bronca es culpa de esa falta de reconciliación?
R. En la Transición hubo subjetivamente reconciliación, pero al poco tiempo hubo un intento de golpe de Estado. Yo creo que hubo una reconciliación por necesidad más que por convencimiento, y esto nos está pasando factura. Hubo cosas que quedaron ambiguas en la Constitución, y las Constituciones no pueden ser ambiguas. España es una nación de nacionalidades: ¡brillante! Y complicado. Mi querido Jordi Solé Tura [ponente comunista de la Ley Fundamental] advirtió que había que encajar la realidad histórica de una sociedad plurinacional en una Constitución que no criminalice la plurinacionalidad… Era lo que más obsesionaba a Franco. Ese de las nacionalidades es un ejemplo de cómo hubo cuestiones que se dejaron abiertas. Cada vez que se han querido consolidar han surgido problemas graves. España fue una de las últimas democracias europeas. Ha habido 500 años antes de llegar a una breve democracia durante la República, y luego otra a raíz de la Constitución de 1978. Hoy las nuevas generaciones no se plantean que pueda haber otra cosa que la democracia, pero hay sectores de la sociedad que no aceptan al otro…
P. Es la política del odio…
R. Que está ahí como un indicador del marco político, representado por el surgimiento de una fuerza decisiva, que es Vox, un síntoma de una política que se manifiesta en el odio y que en muchos casos deforma la realidad más allá de las fake news. Esto no se observa solo aquí, aunque en la sociedad española sea más acentuado. Ahí están Trump, el Brexit, Bolsonaro, la ultraderecha en Italia o en Alemania, regímenes como los de Hungría o Polonia, al borde de un nuevo totalitarismo… Creíamos que habíamos superado todo eso, pero estamos peor que nunca. No, no estamos en los años treinta otra vez. Lo que ocurre es otra cosa, pero puede ser otra cosa igual de peligrosa.
P. Una crisis política apabullante, pues.
R. Y eso va más allá de si la población escoge un partido u otro. En estos momentos el PSOE tiene aquí 12 puntos más que el PP, así que no hay problema de mayoría parlamentaria de largo plazo de que pueda ganar la derecha. Pero es que lo importante no es la coyuntura electoral: es el vínculo que lleva años rompiéndose entre ciudadanía y representación política. Si pones todo eso junto, la situación es preocupante. ¿Eso quiere decir que nos vamos a la guerra civil? No. Quiere decir que hay que hacer una política nueva para reconectar con la ciudadanía y tratar de guardar la distancia y la calma con respecto a las fuerzas políticas que parten del odio.
P. Usted ha dedicado tiempo y escritura al diferendo catalán. ¿Cree que una revisión de la Constitución como la que sugiere podría dar fin a ese conflicto?
R. Como ministro estoy en la posición del Gobierno, que comparto en gran parte: hay que reconocer la existencia de un conflicto político en Cataluña. Un conflicto político no es una cuestión de convivencia. Sí que hay tensión entre la gente, pero yo diría que hay mucha más tranquilidad en Cataluña que en Madrid en este momento. Hay un conflicto político. Eso solo se arregla en democracia con el diálogo y la negociación, no hay otra. Para negociar hacen falta dos, y una parte del independentismo catalán o no quiere negociar o quiere empezar a negociar por la autodeterminación. Y no se empieza a hablar por lo más complicado y con lo que ahora el Gobierno no puede estar de acuerdo… En cuanto a lo que yo sigo pensando, el conflicto solo se podría estabilizar a partir de los líderes que están en prisión o exiliados, en función de un muy mal llevado procés, una declaración unilateral en mi opinión totalmente irresponsable. No estamos en el franquismo; sí que infringieron la ley española, no hay duda sobre esto. Hay que empezar políticamente, y no solo judicialmente, respetando todo lo que son las resoluciones para resolver el conflicto de Cataluña, solucionar la situación de esos exiliados resultantes de ese problema. Siempre he estado, como la gran parte de la población de Cataluña, por el derecho a decidir, y siempre he dicho que, en una campaña por ese derecho, yo votaría no a la independencia. ¿Resulta incoherente? No, coherente. Porque una cosa es la democracia y otra distinta son las diferentes opciones que defiende cada uno.
P. ¿Qué poso le ha dejado a usted ese conflicto?
R. El de gran tristeza ante la estupidez humana. Un conflicto que se podía haber resuelto mucho antes y que estaba prácticamente superado en una primera fase, cuando hubo la elaboración del Estatut, cuando se votó e incluso cuando fue recortado, o cepillado, como dijo Alfonso Guerra, que fue apoyado por Zapatero y refrendado… Y que todo eso se cayera por el recurso al Constitucional y por la incapacidad estructural de la derecha al aceptar una mayor capacidad de autogobierno en otros territorios del Estado… Se perdió la gran oportunidad. A partir de ahí la política en Cataluña se volvió emocional para la mayoría de la población catalana, no toda pero tampoco la mitad, porque hay tres cuartas partes que están por el derecho a decidir. Y no coincido para nada con el voto político. Personalmente, pues, tristeza, y el sentimiento de que cosas terribles, como las rupturas familiares, pudieron haberse evitado. Cuanto más se ha agravado el conflicto, más difícil se ha hecho. La declaración unilateral y la unilateralidad en general es una opción nuclear que ha afectado enormemente a la capacidad que hay de que se produzca una negociación que lleve a aumentar el autogobierno y permita una consulta tranquila y pacífica. Y lo más importante es que, si Cataluña no se estabiliza, España nunca lo hará.
P. ¿Cómo se ha ido adaptando al trabajo con políticos profesionales?
R. Lo he hecho, la verdad, sin necesidad de asimilar los comportamientos. He encontrado un nivel de sacrificio personal muy alto. Hay una cosa bonita en este Gobierno: hay bastante comprensión, dentro de los desacuerdos normales. Hay un excelente clima personal. Y me tranquiliza mucho mi relación personal con los dos líderes del Gobierno. En primer lugar, con Pedro Sánchez. Tengo total confianza en él. Conozco menos a Pablo Iglesias, la otra parte de esta bicefalia. Mi respeto por él viene de que fue capaz de traducir el 15-M en un instrumento político e institucional aceptando reglas del juego propiamente institucionales. Eso es difícil, porque movimientos así se absorben o desaparecen cuando entran en las instituciones. Ahí los problemas democráticos se plantean muy severamente. En ese sentido tengo una gran admiración personal y respeto por lo que Pablo Iglesias ha hecho, con acuerdos y desacuerdos, esa es otra cuestión, y su aguante extraordinario, su coraje ante la campaña de exterminio. Desde que Podemos se hizo importante, ha sufrido una campaña de liquidación personal.
P. ¿La situación de la universidad puede ser un retrato de este país?
R. Sí. Este país es también mucho el del quiero y no puedo, porque sin recursos no se puede. En la última década ha sufrido un 21% de recortes presupuestarios, y, al mismo tiempo, como ha querido aumentar las enseñanzas, incorporar a una proporción mayor de la población española, de que todo el mundo pueda estudiar, con unos recursos tan escasos, se ha creado una situación de precariedad. En la próxima década se jubilará a la vez el 95% de catedráticos y profesores titulares. Esta es una universidad tremendamente envejecida y con muy precarios recursos, pero a la vez con ideales democráticos, de expansión de la enseñanza, y vive esa tensión constante en un país que aún está lastrado por su retraso económico y social respecto de Europa.
P. ¿Cómo se ha encontrado el ánimo universitario?
R. El salario medio de un catedrático español oscila entre los 80.000 y los 90.000 euros anuales. El salario medio de un profesor norteamericano está entre 160.000 y 200.000 dólares, según qué universidades. Y en Francia está muy por encima de los 200.000 euros. Un joven investigador inglés viene a España en unas condiciones precarias. Por eso hay pocos extranjeros trabajando entre nosotros, porque además hay limitaciones serias de las plazas permanentes que se puedan ofrecer. Eso es lo que estoy tratando de cambiar.
P. ¿Y cómo va a hacerlo? ¿Tiene apoyo?
R. Todo el mundo dice que la universidad es lo más importante, pero luego no pagan. Aquí hay un problema que yo pretendo afrontar, con paciencia y determinación; si no se puede avanzar a la velocidad a la que estuve intentándolo al llegar porque he visto las dificultades, bajaré el ritmo de las reformas, pero sin dejarlas. Y aun así creo que en el espacio de esta legislatura se podrá cambiar bastante. Yo empecé por lo que me parecía más urgente: la precariedad de los estudiantes, becas y tasas. Doblamos las becas en un año. Tenemos las tasas más altas de Europa, y eso es ridículo: somos un país más pobre que Francia o Alemania, pero tenemos tasas más altas. Por ley, las hemos congelado, y ahora trato de abordar el estatuto del personal docente e investigador, la regulación de las enseñanzas, la gobernanza de las universidades, la financiación de las universidades, el estatuto de estudiantes… Todos los problemas están planteados desde el punto de vista de una normativa que se ha ido quedando obsoleta. Es falso cuando se dice que no somos competentes: la ley la hacemos nosotros, pero los planes de estudio dependen de cada universidad, y eso está muy bien; pero es que también las comunidades autónomas son las que tienen las competencias en materia de financiación universitaria, así que tendríamos que ponernos de acuerdo los que hacemos las leyes con los que reciben los fondos y pagan para esas leyes, porque, si no, no hay correspondencia.
P. Ha dicho que está con la gente que quiere y en el país que más le importa. ¿Qué no quiere de este país?
R. No quiero la intransigencia ni la intolerancia religiosa o política, así como no aguanto los reflejos burocráticos de las instituciones públicas, no solo del Estado central. Este es un país en que el Estado siempre ha sido más importante que la sociedad, y en el que el dinamismo empresarial ha estado dominado por compañías enormes, grandes poderes financieros… Y hay jóvenes capaces de inventar. Y existe esa idea de libertad cada vez más fuerte y necesaria, porque tiene más obstáculos… La verdadera ideología transformadora en España siempre ha sido el anarquismo, explícito o implícito.
P. ¿Usted es anarquista?
R. Sí, lo soy, pero no lo practico. Como ministro no lo practico.
P. Tiene sobre su asiento el retrato de un monarca.
R. Sí, Felipe VI. Yo le tengo bastante afecto personal. No a su padre, para nada, porque mata elefantes y cuya abdicación pedí públicamente en un artículo de La Vanguardia en 2014. Al rey Felipe lo conocí cuando él era joven, estudiaba en la Autónoma y yo era profesor allí, a la vez que enseñaba en Berkeley. Apreciaba en él una personalidad inteligente, afable, democrática, con valores. Tengo también muy buenas referencias de su familia, de la reina Letizia… Recientemente, en la Fiesta Nacional, pude hablar con las infantas, que son inteligentes y abiertas. Son casi fluidas en la lengua árabe, que han estudiado por la relación que su madre piensa que va a tener este país con el mundo árabe. Todo eso son cosas muy positivas. Pero soy republicano, y una cosa es el respeto profundo y otra cosa es la ideología. He prometido la Constitución y mantengo mi respeto a la Monarquía. Ahora bien, ¿en este momento hay que plantear república o monarquía? Yo creo que el pueblo soberano, según la Constitución española, en algún momento tendría que ser capaz de expresar las preferencias constitucionales sobre monarquía o república. Simplemente, así de claro. ¿Que esa situación está cerca? No. Y, además, ahora y en este momento, tal como dijo, aunque se le malentendió, Pablo Iglesias, no hay una situación política que permita avanzar en ese sentido.
P. Predijo que la Red lo iba a marcar todo. ¿Cómo se puede defender la sociedad de ese Gran Hermano?
R. Los libertarios de espíritu pensamos que la Red permite intervenir en el espacio mediático sin que las grandes corporaciones puedan controlar la libertad de expresión. Pero para poder censurar esto tienes que intervenir en las redes. Clinton lo quiso hacer, y la sentencia que lo paró decía: “Los ciudadanos tienen un derecho constitucional al caos”.
P. Trump ha sido el campeón de la mentira… ¿Qué ha supuesto este hombre para este mundo y para la verdad?
R. Ha sido la puesta en cuestión de lo que son criterios de verdad, de tolerancia, de ciencia. Ha legitimado el desarrollo de movimientos parafascistas. Ha creado una forma de gobernar por Twitter, evitando así los controles democráticos. Es un efecto devastador que tendrá herederos por mucho tiempo.
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