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Breve historia de un chico de buena familia

El músico y empresario Aaron Lee en una calle de Madrid.
El músico y empresario Aaron Lee en una calle de Madrid.VICTORIA IGLESIAS
Karelia Vázquez

El madrileño Aaron Lee fue instruido para ser un virtuoso del violín. En casa lo rechazaron por su sexualidad, lo castigaron encerrándolo en una iglesia en Corea y fue músico callejero antes de ser el integrante más joven de la Orquesta Nacional.

Cuando tenía 15 años de edad, Aaron Lee (Madrid, 1988) decidió que moriría a los 30. De modo que ya estaba en el ecuador de su vida y debía planificar el tiempo restante de un contrato vital que expiraba, según sus cálculos, el 31 de marzo de 2018. “No iba a suicidarme, pero imaginar que me quedaba media batería era un ejercicio útil para vivir con intensidad”.

Nació en Chamberí, hijo de una pareja de músicos surcoreanos que se instaló en Europa para completar sus estudios. Su padre, pastor evangélico bautista, tiene grandes planes para su primogénito, por algo escogió para él un nombre que en hebreo significa fortaleza y luz en las montañas. Desde los cuatro años Aaron toca el piano y desde los nueve estudia violín con los maestros Ala Voronkova y Manuel Puig. Su destino es ser un gran violinista. El chico va cumpliendo, es el primero de la clase, toca cada domingo en la iglesia y obedece a sus padres cuando sale la escena del beso en Titanic: “¡Tapaos los ojos!”.

En la primavera de 2005, a punto de cumplir 17, escribe en su diario: “Me quedan trece años y pico”. Le gusta un chico, al menos uno, y se dice a sí mismo que es gay. Se libera y toca a Prokófiev con júbilo. Es su salida privada del armario. La próxima vez lo sacarán a patadas.

Aaron Lee interpreta un fragmento del primer movimiento del concierto para violín en re mayor de Tchaikovsky.

Sucede durante una cena en casa. Su padre comenta que en su factura de teléfono hay muchas llamadas a un mismo número: “¿Es una chica? ¿Pasa algo?”. Manda salir a la madre y al hermano para hablar “de hombre a hombre”. “Pase lo que pase, hijo, estaremos a tu lado y te seguiremos queriendo”. Aaron lo interpreta como la señal para hacer una salida triunfal del armario con allegros y pizzicatos.

—Creo que me gustan los chicos.

El padre cierra los ojos.

—¿Quién más lo sabe? —pregunta.

Aquí comienza el infierno: terapias de conversión, móvil prohibido, vigilancia, palizas, gritos. “¡Acaso te hemos educado para ser maricón!”.

Aaron Lee cuenta su historia en su libro Yo soy el que soy (Letrame, 2020) y una versión de su vida será representada a partir de enero en el Teatro Kamikaze de Madrid. Cuando se pone nervioso, tamborilea con los dedos sobre una pierna, se calma y de paso memoriza los conciertos.

“Yo pensaba que lo sabían”, dice. “No es que fuese un niño con pluma, pero era muy sensible y a ellos les parecía bien porque en Corea te dejan ser ambivalente hasta que eres padre; después tienes que ser el macho, el cabeza de familia”.

Ese verano su padre se lo lleva a Seúl a estudiar con Kim Nam Yun, una gran maestra de violín. O eso le dice. Pero su destino final es otro, la isla de Ulleungdo, entre Corea y Japón. Allí lo encierran en la celda de una iglesia: un metro ochenta por tres metros con vistas a un muro de hormigón. “No nos vamos hasta que cambies de actitud, ahora depende de ti”, dice su padre.

“Me quitó el pasaporte y el móvil, rompió el billete de vuelta y me prohibió usar el ordenador”, recuerda.

Aaron solo sale de su encierro para tocar en una base militar y allí ejecuta pequeñas venganzas. Exagera las caídas de ojos, los giros de muñeca, dramatiza los cruces de piernas. “Pluma contra su odio”, escribe en su cuaderno. El pueblo pesquero empieza a comentar sobre el hijo del pastor.

Tiene todo tipo de planes para escapar. Un día se queda solo y busca el teléfono de la Embajada de España en Seúl en el ordenador de un despacho. Lo apunta aprisa: sept cent quatre-vingt-quatorze, trente cinq, quatre vingt deux, en francés, por si alguien espía su cuaderno. Al poco consigue hablar con un funcionario, pero, al ser menor de edad y estar con su padre, las autoridades no intervienen.

Ese intento de pedir ayuda le cuesta a Aaron Lee otra paliza que lo deja hecho polvo. “Puñetazos en la cara y en el estómago, tirones de pelo, patadas. ‘Eres hombre muerto’, me decía. Después a rezar y amén”.

Aaron solo ve una salida: fingir que ha cambiado su orientación. Después de cuatro meses llama a su madre y le informa del milagro: “Ya no soy gay, mamá”. Se mete en el personaje y se deja bautizar con una túnica blanca aceptando a Jesucristo como su único salvador. Un par de días después hace la maleta de vuelta, libre, pero otra vez en el armario.

Aaron Lee es bautizado en una isla de Corea en 2005 tras ser encerrado allí por ser gay.
Aaron Lee es bautizado en una isla de Corea en 2005 tras ser encerrado allí por ser gay.

A los 18 años vuelve a Corea del Sur a hacer un doctorado. En la mudanza, su padre le descubre un disco de La Terremoto de Alcorcón y vuelta a empezar. Lo ponen entre la espada y la pared. “Es cuestión de voluntad”, le dicen. Aaron se va de casa con sus ahorros, un millón de wons (700 euros) que ha ido escondiendo en su diario. “Como mis padres, que guardaban el dinero en la Biblia o en el congelador, envuelto en papel de aluminio, porque ningún ladrón iría a buscar ahí”.

Un vuelo lo trae de vuelta de Corea a Madrid el 4 de diciembre de 2007. Aaron Lee escribe en su diario: “Mi sueño es ejercer de maricón”.

Entra en el mundo de los bolos musicales, trabaja de camarero, dobla ropa en un centro comercial. Registra sus gastos en Excel. A la izquierda, lo que quiere comprar; a la derecha, su precio en tres supermercados. Dispone de 30 euros mensuales para comer, las sopas de sobre a 13 céntimos la unidad son la base de su dieta. Un día decide tocar en la calle. Para su debut elige la calle de Postas, frente a la Posada del Peine. “Un sitio con buena acústica”. Va con un violín Gagliano que le había prestado un lutier y que vale medio millón de euros, aunque nadie lo sabe. Solo un policía pregunta si es “un Stradivarius de esos”. Tras dos horas de Chaikovski y Bach, consigue recolectar 120 euros. Pas mal.

Si Aaron es hoy un mecenas de los músicos callejeros es gracias a todo lo que aprendió en esa esquina y con las cajeras de los supermercados que le dejaban pagar un bote de cacao de 4,75 con monedas de uno, dos y cinco céntimos mientras la cola se agitaba: “Joder con el chino”.

Esta historia podría terminar cuando Aaron Lee cumple 20 años y consigue ser el músico más joven en entrar a formar parte de la Orquesta Nacional de España, pero no, él solo estuvo seis años en el puesto fijo por el que matarían tantos violinistas. “Con 24 años ya no estudiaba y eso me dio pánico”, se explica. Ahora toca como solista. Había hecho sus primeras inversiones inmobiliarias y decidió jugársela una vez más. Hoy se define como “emprendedor social” —creó la Fundación Arte que Alimenta para proteger a los adolescentes LGTBIQ, a las mujeres maltratadas y a los niños de bajos ingresos—, y también como un violinista que investiga la música española de los siglos XIX y XX. “España es algo más que el violinista Pablo Sarasate”, advierte.

En el grupo de inversión inmobiliaria del que es socio es el hombre de las estrategias, el que viene del futuro. “No es que esté todo el día haciendo brainstorming y dándome duchas frías para verlo todo clarísimo. Solo necesito aburrirme y, sobre todo, no tener miedo”.

—¿Tus padres saben que has escrito un libro?

—No, tendré que hablar con ellos. Podrían enterarse por la valla de una serie de Netflix.

—¿Tus hermanos?

—Uno lo compró, lo supe porque me llegó un bizum.

—¿Odias a tus padres?

—Los perdoné hace tiempo.

—¿Qué pasó el día que cumpliste 30 años?

—Me desprendí de la fe. Creía que era agnóstico, pero en realidad soy ateo.

—Y ahora, ¿cuál es tu edad límite?

—Pues como la ITV. Cada 10 años vamos viendo.

Aaron Lee acompañado de Lorca y Vidal. “Yo soy yo y mis perros”, dice a lo Ortega.
Aaron Lee acompañado de Lorca y Vidal. “Yo soy yo y mis perros”, dice a lo Ortega.V. I.

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Sobre la firma

Karelia Vázquez
Escribe desde 2002 en El País Semanal, el suplemento Ideas y la secciones de Tecnología y Salud. Ganadora de una beca internacional J.S. Knigt de la Universidad de Stanford para investigar los nexos entre tecnología y filosofía y los cambios sociales que genera internet. Autora del ensayo 'Aquí sí hay brotes verdes: Españoles en Palo Alto'.

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