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¿Qué es más sostenible: los guisantes neozelandeses o una chuleta kilómetro cero?

Carmela Caldart

Cada vez que empuñamos un tenedor, además de alimentarnos, contaminamos. Comer es un acto político, como reivindica el chef con 21 estrellas Michelin Alain Ducasse. Ahora, un equipo liderado por el cocinero Eneko Atxa y el físico de la NASA Eneko Axpe dibuja el atlas de los alimentos sostenibles para navegar el futuro.

Consumir menos carne y más verduras. Antes lo recomendaban los endocrinos, ahora los científicos. Antes era un consejo puramente nutricional; ahora es además un mandato sostenible. Sabemos que el diésel contamina y que el plástico envenena los mares. Pero somos menos conscientes de las consecuencias medioambientales del acto de alimentarnos. En España, la agricultura representa el 11% de las emisiones de gases de efecto invernadero, un porcentaje del que las dos terceras partes corresponden a la ganadería. El transporte alcanza el 27% y la industria casi el 20%, según los datos de 2018 consolidados del Ministerio para la Transición Ecológica. Aunque la estadística global del Panel Intergubernamental de Cambio Climático sitúa a la agricultura, la ganadería y otras actividades vinculadas al uso del suelo en el 24%. En todo caso, todos los análisis coinciden en que el modo en que nos alimentamos es un acto que también define nuestra respuesta al desafío climático y en que el modelo vigente de alimentación es insostenible. La revista Nature Sustainability publicó este año un informe que concluía que el sistema actual solo garantiza la alimentación para 3.400 de los 7.700 millones de habitantes del planeta.

El cocinero Eneko Atxa, con cinco estrellas Michelin, y cuyo restaurante Azurmendi fue considerado el más sostenible del mundo en 2018, se ha puesto manos a la obra para aportar conocimiento, experiencia y soluciones. Lidera un equipo de trabajo con Eneko Axpe, un físico de Barakaldo, investigador en la Universidad de Stanford y la NASA; Xabi Uribe-Etxebarria, fundador y CEO de Sherpa.ai, líder en servicios de inteligencia artificial, y Matteo Manzini, hombre de confianza de Atxa y responsable de Jakin, el laboratorio de Azurmendi.

Es el proyecto Oraibi Foods. El nombre lo presta uno de los asentamientos poblados más antiguos de EE UU, en Arizona. Y proviene de una leyenda de los nativos americanos relacionada con la madre tierra y la protección de la tribu. Axpe trabaja en un metaanálisis de los alimentos que se utilizan en Azurmendi, que coinciden en un porcentaje muy elevado con los que se utilizan en todos los grandes restaurantes del mundo. Están creando un atlas de los alimentos sostenibles, una base de datos a partir de decenas de informes científicos, para jerarquizar los alimentos atendiendo a parámetros como el agua que consumen, la superficie cultivable que requieren, las emisiones de gases de efecto invernadero necesarias para su producción, su coste de transporte o su aportación calórica y proteica. En la cima de la pirámide está la vaca; en la parte de abajo, el cacahuete, un campeón de la sostenibilidad. “Se trata de saber cuánto contamina lo que comemos porque forma parte de nuestra respuesta al cambio climático. La comida es un arma más para afrontar este desafío”, explica Axpe.

El equipo somete primero cada alimento al examen de las emisiones de CO2 equivalente, que es la forma de estandarizar las emisiones de diferentes gases, y a partir de ahí aplican todos los parámetros a cada producto. Cuando se ponen cifras al análisis, el resultado aturde: para obtener un kilo de carne de vacuno se emite la misma cantidad de gases invernaderos que para producir 200 de frutos secos. La micromirada a los subgrupos también da juego: un kilo de pistachos requiere 20 veces más agua que uno de cacahuetes. Y es mucho más sostenible comerse un kilo de guisantes de Nueva Zelanda, incluyendo las emisiones del transporte, que una chuleta de vaca kilómetro cero. “En general, tiene un mayor impacto medioambiental el producto que de donde viene”, concluye Axpe.

A partir de los datos de un estudio de Joseph Poore, de la Universidad de Oxford, y de Thomas Nemecek, del Instituto Agrocope de Suiza, la BBC elaboró su propia calculadora. Solo dos ejemplos: consumir carne de ternera una o dos veces por semana añade 604 kilos de gases contaminantes a la emisión anual de un individuo, el equivalente a recorrer 2.482 kilómetros en un vehícu­lo de gasolina o un vuelo de ida de Londres a Nueva York. Comerse una manzana dos veces semanales solo agrega dos kilos de emisiones, lo mismo que recorrer 11 kilómetros en coche.

Pero el paradigma está en la vaca. Zamparse un chuletón de vaca de un kilo representa un gasto previo de 15.415 litros de agua y 25 kilos de cereales. En el caso de las ovejas y las cabras, el consumo desciende a 8.763 litros por kilo. La misma cantidad de verduras requiere unos 322 litros. La información procede de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), aunque el sector cárnico discrepa. Hay 1.500 millones de vacas en el mundo, que tienen un peso medio de unos 550 kilos. La cuenta es fácil. La cabaña bovina global consume una cantidad desorbitada de agua. Y el Informe Mundial sobre el Desarrollo del Agua prevé que el consumo global se incremente hasta en un 30% en 2050, cuando hoy ya hay 2.100 millones de personas que no tienen agua potable.

El sector de producción de vacuno, en el centro de todos los dardos, que da empleo en España a casi 300.000 personas y factura 2.700 millones de euros, tiene una opinión muy diferente sobre los datos de distintos organismos y el uso que se hace de ellos. “El método de cálculo no está armonizado. Se confunde la huella de carbono con las emisiones directas”, explica Matilde Moro, gerente de Asoprovac, la asociación más representativa del sector de la producción de vacuno, quien cree que están “ante un ataque injusto y permanente, manipulado y con muchos intereses detrás”. Piensan que hay que valorar otros efectos medioambientales positivos de la ganadería: los pastos como sumidero de carbono, la prevención de la desertificación y los incendios forestales, y la fertilización natural del suelo. Los cuatro principales productores de vacuno de la UE (Italia, Francia, España e Irlanda) trabajan en el proyecto Life Beef Carbon con el objetivo de reducir la huella de su cabaña en un 15% para 2025. A partir del análisis de 2.000 explotaciones están construyendo una red de 170 granjas innovadoras. Moro asegura que cinco años después ya están limitando la huella de carbono en estas explotaciones entre el 7% y el 20%.

Además, la conexión entre la alimentación sostenible y la pobreza es evidente, según Mario Arvelo, representante de República Dominicana ante las agencias especializadas en la lucha contra el hambre y la malnutrición, y expresidente del comité de Agricultura de la ONU: “La producción de alimentos solo puede ocurrir en presencia de un equilibrio medioambiental sostenido y sustentable; la conciencia medioambiental individual y social es la base sobre la que construir la voluntad política para derrotar la pobreza, el hambre y la malnutrición”, explica.

El proyecto Oraibi Foods es un instrumento pensado para gestionar la búsqueda y la transformación de alimentos que atiendan a la salud, al cuidado de las personas “vulnerables”, sin perder de vista la visión de los mercados del futuro. Eneko Atxa, cuyo restaurante Azurmendi fue construido con materiales reciclados y es un parque temático de la sostenibilidad —paneles fotovoltaicos, instalaciones geotérmicas, aprovechamiento de aguas pluviales…—, lo tiene claro: “Creo que la próxima revolución en torno a la alimentación vendrá de utilizar la gastronomía como una herramienta para mejorar la vida de las personas en un mundo sostenible”. Su propuesta, “sin radicalidades pero con coherencia”, no consiste en decirle a nadie qué debe consumir ni en cuestionar a sector alguno. Aunque este es un asunto en el que las cuestiones éticas y morales entran en juego, entre la libertad de comer lo que a cada uno le plazca y sus consecuencias. El chef francés Alain Ducasse, reconocido con 21 estrellas Michelin, dejó un alegato frontal contra el modo en que se alimenta hoy la humanidad en Comer es un acto político (Txalaparta). “La trazabilidad de los alimentos que ingerimos, su origen, su calidad, la manera en que se producen, se tratan y se cocinan son cada vez más opacos”, escribe en el libro.

El estudio, en permanente evolución, arroja ya las primeras conclusiones y pistas para trabajar basadas en el conocimiento científico de las materias primas, en el análisis de los segmentos de población y en el interés del mercado, con la inestimable ayuda de la física que se ocupa de las propiedades mecánicas de los tejidos, básicamente lo que conocemos como texturas, que es la especialidad del físico de Stanford Eneko Axpe. Ahí entra el cocinero, quien ya está testando materiales y explorando caminos que aporten soluciones innovadoras, como la esponja aireada de polvo de vegetales o legumbres, un intento de buscar nuevas fuentes de proteínas; el pan volátil, dirigido a personas mayores y cocinado con nueces, cebada, polvo de guisantes y tapioca; o una bebida a base de cebada, rúcula y manzana. Axpe, por su parte, consigue imitar la textura del foie en unos cilindros compuestos de polvos de setas, grasas vegetales y frutos secos. Es solo el principio. Los prototipos están aún en fase embrionaria. Atxa cree que se está gestando una nueva revolución: “Generalmente, los productos sostenibles son también saludables. Vamos a contribuir a vivir más, y mejor”. Todo, sin olvidar que hablamos de un cocinero de muchos quilates, que no olvida que se dedica “a dar de comer y hacer feliz a la gente”, por lo que cualquier producto de nueva generación, además de sostenible y saludable, deberá ser “delicioso”.

Sin duda, hay muchos hábitos que están cambiando. A mitad de 2019 el mercado de los alimentos de proteínas vegetales alcanzaba ya en EE UU los 4.500 millones de dólares (unos 3.800 millones de euros), un 11% más que el año anterior, según los datos del Instituto del Buen Alimento. Algunos informes, como The green revolution 2019, de la consultoría Lantern, elevan el negocio global a los 40.000 millones de dólares (33.780 millones de euros). Las grandes cadenas de supermercados en todo el mundo han desarrollado sus propios productos o han tejido alianzas con algunas empresas de referencia en el sector. Las marcas globales de comida rápida más populares —McDonald’s, Burger King o KFC— tienen ofertas basadas en la proteína vegetal además de los cárnicos. La revolución está acelerando. Michael Pollan, profesor de Harvard y unos de los gurús de la nutrición, es quizás uno de los pensadores que más han reflexionado sobre la biodiversidad, la sostenibilidad y la alimentación en relación con la salud humana. En su libro Cocinar: una historia natural de la transformación (Debate), editado en 2014, proponía algo tan revolucionario como volver a cocinar y olvidarse de los procesados. Erigido en defensor de veganos sin serlo, ejemplifica bien por dónde va el futuro. Es flexitariano, una denominación que va a cumplir 30 años y define a aquellas personas que siguen una dieta vegetariana pero ocasionalmente comen carne. A ellos, a los vegetarianos, pero también carnívoros, se dirige el gran negocio de los sustitutivos de la carne a base de proteína vegetal. Tanto, que en muchos supermercados la estrategia es colocar las hamburguesas veganas junto a las de origen animal.

“Todos tenemos la responsabilidad de contribuir a hacer el mundo más sostenible, ayudar a las personas a llevar una dieta más saludable y a la vez hacer que disfruten. Todo esto no es nada fácil verlo en un solo proyecto”, explica Xabi Uribe-Etxebarria —experto en inteligencia artificial y miembro del equipo Oraibi Foods—, poniendo luces largas sobre los resultados de este trabajo, una investigación que según Atxa nace “analizándolo todo, pero sin estigmatizar a nadie, empezando por los productores de vacuno”. La alianza entre los científicos y los cocineros ya ha dado resultados sorprendentes. Ahora se trata de aprovechar, según Axpe, “el gran poder de prescripción de los chefs”.

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