El carisma y el ‘rock and roll’
La valía auténtica de un hombre se mide por el sentimiento de injusticia que experimentamos en la hora de su muerte
Detesto a los políticos carismáticos, esa clase de tipos que arrastran a su paso multitudes, que se pirran por salir en la tele, que están todo el día dándole a la chocolatera de las redes sociales y que se comportan como estrellas del rock and roll o como se supone que se comportan las estrellas del rock and roll. Sueño con políticos discretos, humildes, más bien grises, algo aburridos y con una irreprimible propensión a la invisibilidad, que resuelvan simplemente los problemas de la gente y nos dejen en paz. Para estrellas del rock and roll ya tenemos a las estrellas del rock and roll. Con ellas nos basta y nos sobra.
Pero la palabra “carisma” no tiene un origen político, aunque ahora hagamos de ella un uso sobre todo político; su origen es religioso. El carisma era, originariamente, un don o gracia que poseen algunas personas y que les permite aglutinar en torno a ellas una comunidad. Yo conocí a una de esas personas. Se llamaba Carlos Sobrino y era, en apariencia, un tipo normal. Había nacido en Madrid, aunque sus padres, que eran aragoneses, emigraron a Girona cuando él era un niño, y allí se quedó. Se ganaba la vida como procurador de los tribunales, pero su pasión era el rock and roll; bueno, el rock and roll y el fútbol, o más bien el Real Madrid, pero sobre todo el rock and roll. De joven tuvo un programa de música en la radio, en Radio Salt, y con el tiempo acumuló una cultura musical enciclopédica, que sólo disfrutábamos su familia y sus amigos: no he conocido a nadie que supiera de música tanto como él, ni he visto jamás una colección de vinilos y cedés como la que atesoraba en su casa; de hecho, hay quien afirma que él sostuvo a pulso durante años la maltrecha industria discográfica, y cuenta una leyenda pertinaz que, cada vez que aparecía por una tienda de discos, los propietarios lo recibían con un desfile de majorettes, descorchando botellas de champán y extendiendo la alfombra roja a sus pies. Una confesión: a mi edad, algunos de mis mejores amigos son los del barrio donde crecí; esto a mí no me parece raro, pero, a juzgar por las reacciones que provoco cuando alguna vez lo he comentado por ahí, comprendo que para muchos sí lo es: que un hombre conserve con más de 50 años las mismas amistades que cuando era un crío quizá sea un síntoma de inmadurez o inadaptación, o incluso de algún tipo de tara o retraso intelectual, o afectivo. Podría ser. Pero también podría ser que todo fuera más sencillo y que, en realidad, lo que ha mantenido unida a mi comunidad de amigos de infancia no sean nuestras innumerables flaquezas, sino el carisma de Carlos Sobrino. Éste pasaba inadvertido para su familia, que le tenía demasiado cerca, y por supuesto para sus compañeros de trabajo: según comprobé más de una vez, cuando acudía con él a los juzgados para que me protegiera de alguna de mis fechorías, Carlos Sobrino —como todas las personas de verdad carismáticas— hacía lo imposible por disimular su singularidad, ocultándola bajo una coraza de sencillez y un derroche de cordialidad y de bromas. Pero con nosotros no podía disimular: nosotros, que le conocíamos de pegar patadas al balón con él en el barrio, sabíamos cuál era su secreto, y por eso comprendíamos que ser sus amigos de siempre, charlar un rato con él, fumarnos con él un cigarro o bebernos una cerveza era un signo de distinción, un privilegio extraordinario. Ningún político carismático podrá aspirar nunca a nada semejante.
La valía auténtica de un hombre se mide por el sentimiento de injusticia que experimentamos en la hora de su muerte. Carlos Sobrino murió de un cáncer fulminante el 21 de octubre de 2020, a los 61 años, y el sentimiento de injusticia que desde entonces experimentamos quienes lo conocimos es fastuoso, colosal. En su esquela figuran unos versos de Bob Dylan que cantó como nadie Jimi Hendrix, y en su funeral sonó música de los Rolling Stones y de Tom Petty, pero yo le oí decir alguna vez que la canción que más le gustaba era la versión de ‘Sweet Jane’ que Lou Reed incluyó en Rock’n Roll Animal. Ya que han llegado hasta aquí, pónganla en su iPhone. Ahí está mi amigo, tan campante.
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