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Columna
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Esa mujer

Leila Guerriero

Ella era de una estirpe de dragones. Por eso estamos acá. Todavía me resulta insoportable que se haya muerto

Su padre, Karl, era austriaco. Su madre, Rose, alemana. Llegaron a Argentina a principios del siglo XX y se conocieron en Buenos Aires. Mi abuela fue su primera hija. Tuvieron dos más, varones. Sólo sé el nombre de uno: Luis. Karl era técnico cervecero y buscó trabajo en una de las grandes cervecerías de entonces. Lo consiguió, pero Rose, su mujer, le ocultó la carta en la que la empresa le ofrecía el empleo y lo convenció de migrar a Bariloche y poner cervecería propia. Fueron. La ciudad era un páramo de nieve. Rose, aquejada de lo que mi abuela llamaba “esquizofrenia”, se ocupaba poco de sus hijos. El último era un bebé. Mi abuela pasaba mucho tiempo sola, en el bosque, mientras Rose tenía ataques de furia o depresión. La cervecería de Karl nunca llegó a montarse. No había dinero, ni cómo salir de ese infierno helado.

Un día, Rose se quedó dormida amamantando al niño y lo asfixió. No sé qué llevó a Karl a hacer lo que hizo, pero leo, en ese gesto demente, el punto de partida del gen indomable que heredó su hija: enterró clavos en una bocha de madera y los descabezó; con esa defensa cruzó la Patagonia a pie. El último trayecto, casi muerto, lo hizo a bordo de la carreta de un paisano que lo llevó a tomar el tren a Viedma. Llegó a Buenos Aires y reclamó a los dos hijos que quedaban. Los fue a buscar la policía a Bariloche. En algún momento, Rose falleció. Mi abuela nunca supo dónde fue enterrada su madre. Karl envió a los niños como pupilos a un colegio de monjas alemanas en el conurbano bonaerense. Estaban allí cuando hubo una epidemia de difteria y mi abuela se contagió. Las monjas la confinaron a un cuarto de la azotea. Su hermano subía clandestinamente, le arrojaba una pelota por la ventana y ella se la devolvía. Mi abuela se curó, pero él cayó enfermo y murió. Las monjas no le avisaron a Karl. Mi abuela las justificaba diciendo que era “algo que se hacía en esa época”. Pero Karl se enteró, y apareció en la noche a golpear las puertas del colegio. Le abrieron. Se llevó a mi abuela, viva, y el cadáver de su hijo.

La envió a vivir con una familia alemana, y se marchó a una ciudad de la provincia para trabajar en la cervecería de un italiano. La condición para el empleo era no tener prole, de modo que negó a su hija y dijo ser soltero. La cervecería creció: Karl era un técnico gigante. Mantenía con su hija una correspondencia desaforada, tanta que los socios italianos creyeron que tenía una esposa, y lo confrontaron. Karl dijo: “Es mi hija”. Le pidieron que la llevara con él. Mi abuela tenía 16 o 17 años. Era rubia y celeste, educada y austera. Se enamoró del hijo de los socios italianos, un dandi adorable que, quizás, se enamoró de ella. Se casaron en una fiesta fastuosa. Ella hizo su propio vestido de novia. Era una sirena, una belleza terminal, pero le importaba poco. Siempre quiso ser otra cosa: monja o enfermera en África. No sé por qué se casó, por qué tuvo dos hijos. Cuidó a su padre. Cuidó a su suegra. Cuidó a su suegro. Cocinó, planchó, cosió, limpió. Atravesó dos epidemias más —meningitis, polio—, y no sé si pensó en la muerte de su hermano Luis cuando enviaba a sus hijos al colegio sin más protección que una bolsita de alcanfor al cuello. Fue una madre distante y severa. Exenta de ternura. A mí me dio todo lo que yo necesitaba: su ascetismo emocionante. A veces creo que jamás volví a querer con esa unción seca, magistral.

Era una mujer doméstica pero no domesticada. A los 19, aún soltera, fue a la Alemania prenazi sola, a conocer a su abuela materna. La llamó por teléfono. La mujer le dijo: “Yo no tengo ninguna nieta”, y le colgó. Volvió más huérfana y más fuerte. Más inmensa. Todos la veneraban: era sólida, estoica, solidaria, cristiana. Acudían a ella los hijos ajenos, los mendigos, los huérfanos, los viejos. Ya de grande, se quemó accidentalmente las piernas con ácido y padeció úlceras que curaba sin quejarse. Era un legionario, un error temporal.

En octubre de 2019, cuando ocurrió el estallido social en Chile, yo estaba allí. Había toque de queda, personas cegadas por disparos de la policía. Recibí en esos días un correo de mi padre: “No temo por vos, sé que te sabés defender. Igual, cuidate: el diablo está suelto, como decía tu abuela”. Ella era de una estirpe de dragones. Por eso estamos acá. Todavía me resulta insoportable que se haya muerto.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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