La diáspora africana pinta una revolución

Artistas negros y africanos dejan en evidencia la mentalidad colonial de los museos occidentales. Es la hora de la revancha y los nuevos relatos

En todo hombre hay un invierno subterráneo. Un lugar donde la luz apenas trasciende. Los negros estadounidenses llevan 400 años en ese sótano. El arte, hasta hace poco, ha sido un espacio de plomo.
Sean Diddy Combs, hijo de traficante de drogas, ha ganado una fortuna como productor y rapero desde que creó Bad Boy Records. Entre 1998 y 2009 organizó cada 4 de julio una fiesta en su casa de Los Hamptons. El listado era polvo de estrellas. Beyoncé, Leonardo DiCaprio, Jay-Z, Kim Kardashian. Scott Fitzgerald hubiera encontrado material para una novela: Diddy, El Magnífico. Pero Diddy en el arte es magnífico: pagó 21,1 millones de dólares (unos 18 millones de euros) en 2018 por la pintura Past Times, de Kerry James Marshall. El precio más alto alcanzado por una obra de un artista afroamericano vivo.
Es un gesto de invierno, una advertencia. “Nuestras vidas importan y nuestro arte también. Y algunos negros podemos pagar el precio de los oligarcas blancos”. Porque el mercado se mueve con la extrañeza de un océano sin orilla. Oleadas. Modas. “Primero fue la fotografía, las instalaciones, el archivo y ahora estalla la diáspora africana”, relata Vicente Todolí, exdirector de la Tate Modern de Londres. Una dispersión de nombres. Njideka Akunyili Crosby (Nigeria), Toyin Ojih Odutola (EE UU-Nigeria), Amoako Boafo (ghanés), J. D. Okhai Ojeikere (Nigeria) o los estadounidenses Derrick Adams y Jordan Casteel. Creadores de la negritud que evidencian la inequidad en sus vidas y de las instituciones que deberían mostrar su trabajo.
Un informe de 2018 de la Fundación Mellon reveló que el 73% de los comisarios, educadores, conservadores y responsables de los museos estadounidenses eran blancos. “La opinión pública mundial se ha dado cuenta de que los museos no son espacios inocentes donde habita la divinidad hecha belleza, sino signos de dominación, supremacía de unos sobre otros, abusos y tergiversación”, reflexiona Bartomeu Marí, director del Museo de Arte de Lima.
La colección de la National Gallery londinense resulta impensable sin los ingresos del tráfico de esclavos de la aseguradora Lloyd’s en el siglo XVIII. “Colonialismo es igual a capitalismo”, traza en una ecuación Manuel Borja-Villel, responsable del Reina Sofía. ¿Y Picasso? El genio es la “caja” de muchas colecciones. Hombre y blanco. Pero lo único que se interpone entre la obra y el espectador es una etiqueta. Nada de su relación con las niñas-prostitutas o su trato a las mujeres. La crítica desaparece. Pero todos los hombres también esconden una primavera subterránea. Llegan, con Santa Teresa, plegarias atendidas.
“Cualquier institución que muestre el trabajo de artistas de la diáspora africana sin su contexto solo intenta beneficiarse de la atención que están recibiendo estos creadores”, advierte el comisario Larry Ossei-Mensah. Es hora de revancha y de nuevos relatos. “Estamos ante un ajuste de cuentas necesario con el legado del racismo, del que los museos, conscientes o no, han sido parte”, reflexiona el comisario Gabriel Pérez-Barreiro.
Llegan tiempos de expiación de los “pecados”. Algunas instituciones (San Francisco, Baltimore, Everson) están vendiendo pollocks, rothkos o wharhols para comprar obra de mujeres y de la diáspora. “Hay que ir con mucho cuidado. Los museos son estratos de historia y una institución no puede empezar siempre de cero”, avisa Borja-Villel. Sin embargo, cae una tromba de cambios y de orgullo. “Si el interés retrocede no será una sorpresa”, lanza Derrick Adams. “Pero será vuestra pérdida. Seguiremos trabajando y viviendo”. Sin invierno subterráneo, sin concesiones.
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