Inventores de un tiempo nuevo
En época de crisis, el ingenio se agudiza. Siete ideas españolas que aspiran a transformar el mundo que emerge de la pandemia.
La vuelta a los orígenes del ‘profesor chiflado’
Pere Monagas ha creado un purificador de aire capaz de eliminar el Covid-19
Cuando tenía 14 años Pere Monagas construyó su primer purificador de aire. Su padre padecía de bronquitis asmática y Monagas, que ya fabricaba sus propios juguetes, decidió desarrollar un ionizador. Hoy Monagas, 56 años, que de pequeño anhelaba ser científico, se presenta en los congresos como inventor. Tiene 25 patentes a su nombre, nacidas del laboratorio del sótano bajo su casa. De ahí salió Bye Snore, tapones para los oídos que insonorizan ronquidos pero no el resto de sonidos, como el despertador. O Bye Smoke, unas monodosis que actúan sobre las papilas gustativas para eliminar la adicción al tabaco. También Why Cry, un dispositivo capaz de diagnosticar la causa del llanto de un bebé con una fiabilidad del 95 por ciento. Citado por The New York Times como una de las ideas del año, Why Cry fue el primer y más exitoso invento de Monagas (aunque ni siquiera este le hizo rico). Como todos ellos, surgió como una solución a un problema práctico, explica: “Cuando nació mi hijo yo quería saber porque lloraba. Me puse a investigar y encontré un patrón universal del llanto”.
Monagas, que estudió ingeniería electrónica, trabaja en sus inventos por las mañanas mientras que por la tarde-noche imparte clases de ingeniería en la Universitat Politècnica de Catalunya. “Soy rata de laboratorio de día, profesor chiflado de noche”, bromea. Pero desde que estalló la pandemia, el laboratorio ha pasado a comerse sus jornadas. Monagas ha vuelto a donde empezó con 14 años, a tratar de purificar el aire. Tras décadas de investigación, en 2018 él y su socio lanzaron WellisAir en Corea del Sur. WellisAir es un dispositivo que, mediante un proceso de oxidación natural, purifica el aire, eliminando virus, bacterias y compuestos orgánicos volátiles del ambiente y las superficies. Reaccionando ozono con agua oxigenada se liberan radicales hidroxilos. Estos radicales hidroxilos, que se propagan mediante una reacción en cadena, perforan las membranas de virus y bacterias, matándolos.
A finales del año pasado, Monagas contactó con Airtècnics, una empresa cercana a Sabadell especializada en cortinas de aire, para comercializar su invento en España. Acordaron que WellisAir saldría al mercado a finales de 2020, orientado a mejorar la calidad del aire, principalmente en tiendas. Pero llegó marzo y Monagas pasó a encerrarse en el laboratorio para adaptar el producto a la pandemia.
Allí trabaja hoy el inventor, puro nervio en bata blanca. En la nave de Airtècnics conviven los talleres, un viejo radio cassette y varios calendarios con fotos de mujeres en bikini con una colonia de WellisAir: decenas de cajas blancas de medio metro de altura y diseño futurista. Casi nadie lleva mascarilla, pues se trata de un espacio desinfectado, certifica Monagas. Y es que todo apunta a que WellisAir, que ha entrado en el registro sanitario como un producto biocida, elimina el Covid-19. “Hemos hecho pruebas con virus parecidos al coronavirus. Si va bien contra esos virus, presumimos que eliminará el Covid-19”, explica Monagas. Ya se han vendido 15.000 unidades, también a colegios, comercios e incluso a hospitales de Wuhan, donde se implantaron 184 de estos dispositivos en el momento más crítico.
La voz del cuidado
María González ha desarrollado un asistente virtual para mayores enfermos
María González, ingeniera biomédica de 24 años, ha puesto una enfermera en la nube. Se llama Lola, es especialista en tratar personas mayores y desde principios de marzo ha atendido a 13.800 pacientes. La historia de Tucuvi, la startup fundada por González y el germen de este cuidador virtual, comienza hace dos años, con una recién graduada buscándole salidas prácticas a una profesión de laboratorio. Tras meses en una empresa que desarrollaba dispositivos médicos, González llegó a una conclusión: “La gente que necesitaba estos productos, la gente que más iba al médico, era gente mayor. Y nosotros estábamos desarrollando bombas de insulina que requerían formaciones de semanas para que pacientes de mi edad aprendiesen a usarlo. Me di cuenta de que vendíamos dispositivos para personas mayores que las personas mayores no sabían usar”, cuenta desde Lanzadera, la aceleradora de startups fundada por Juan Roig junto al puerto de Valencia en la que Tucuvi ha ingresado recientemente.
Ahí comenzó la búsqueda de un dispositivo que pudiese monitorizar de forma automática variables clínicas y anímicas y que los mayores supiesen usar. González y su socio probaron con pulseras inteligentes. No resultó: “Se les olvidaba cargar la pulsera, les parecía incómoda o decían que les hacía parecer enfermos”, recuerda. Con altavoces inteligentes: “Hablaban con el altavoz, pero o no tenían Internet o no tenían cuenta de Amazon, o no se la querían hacer por tema de protección de datos”. Hasta que se les encendió una bombilla: “¿Qué es algo que todos los mayores tengan en casa y que todos sepan usar? El teléfono”. Así surgió Tucuvi.
Tucuvi funciona de la siguiente manera: cada paciente está registrado para uno o más protocolos, según su condición: diabetes, parkinson, estimulación cognitiva... Lola, el cuidador virtual, una inteligencia artificial, llama al paciente vía telefónica. Lola, que aunque tiene un deje robótico en la voz a menudo pasa por humana, hace preguntas al paciente relacionadas con el protocolo. Desde “¿qué tal estás?” hasta “¿te has tomado la pastilla?”. Los pacientes responden. Mientras charla, Lola cataloga la información relevante para el protocolo, que posteriormente es enviada al equipo sanitario que ha contratado el servicio. Si no sabe retomar el hilo, redirige la conversación. En estos casos, el sistema lo registra. González y su equipo analizan estos incidentes y amplían la casuística. Así, mediante la conversación, Lola va ampliando sus capacidades.
Tucuvi salió al mercado a principios de marzo. En un par de días el mundo dio un vuelco y, confinada en su pueblo de 264 habitantes en Segovia, González coordinó en tiempo récord la creación de un nuevo protocolo para la Covid-19. Fue un éxito. Cerraron una ronda de financiación de 160.000 euros. Pasaron de ser dos a ser seis empleados. Firmaron contratos con Janssen, la farmacéutica de Johnson & Johnson, Ribera Salud, el Hospital de la Princesa... Desde este nodo de la innovación rebosante de gente joven —sobre las mesas, distribuidas al estilo coworking, algunos muñecos sustituyen los retratos familiares— González esgrime el espíritu de una generación de emprendedores decidida a hacerse valer: “Aquí derrotismo no veo nunca, jamás. ¿Que no hay industria? Pues la creamos”.
El heredero de una estirpe inventora
Jose Roig ha ideado un ascensor que autoelimina el coronavirus
En un rincón de la nave de Borrell se guarda, como disecado, un motorcito de aluminio. Es el germen de esta empresa situada a las afueras de Denia y un altar al ingenio de la familia que la dirige desde hace cuatro generaciones. Se trata de un mecanismo fabricado en los años veinte, hecho con retales de juguetes, forjado en un horno de pan e ideado como motor de coche. Acabó siendo el primer y único propulsor que movía el taller que hoy es la fábrica Borrell, una empresa puntera en procesado de frutos secos. Y la casa de una estirpe de inventores: a lo largo de casi un siglo han sumado 40 patentes publicadas, cuenta Jose Roig, actual director de la empresa.
Roig, 45 años, tiene 14 patentes a su nombre, más otras cuatro en tramitación. Sus máquinas están en los cinco continentes. Desde su despacho, donde cuatro relojes diferentes marcan la hora de sus principales clientes, se escucha el trajín de los talleres. Aquí trabajan 70 personas, de siete de la mañana a tres de la tarde. Y es que la afición a romper con la inercia no solo se nota en el registro de patentes: “La innovación es algo innato de esta empresa”, explica su director. Hace tiempo que acabaron con la jornada partida. También con la descatalogación y la delegación a terceros. “Huimos del taylorismo”, confiesa Roig. No se limitan a un solo mecanismo: hacen máquinas para descascarar, pelar, repelar, tostar o pasteurizar todo tipo de frutos secos, especialmente almendras, típicas de esta zona.
De ese último mecanismo, el de la pasteurizadora, que elimina patógenos como la salmonella a través de lámparas ultravioleta, nace la última patente de Roig. En el departamento de I+D —”la sala de jugar”, como la llama Roig— ha recubierto un viejo ascensor con puertas de madera con una maraña de cables, circuitos impresos y leds que parpadean. El objetivo es que el elevador, cuando no haya nadie dentro, se desinfecte automáticamente mediante radiación ultravioleta, eliminando el Covid-19 del aire y las superficies.
Para la tramitación de esta patente Roig ha recurrido a Enrique Martín, Socio Director del despacho de abogados Ibidem, acogiéndose a su plan de apoyo a inventores. Martín lleva más de 30 años especializándose en innovación, un sector que en España no llega a despegar. Martín da algunas razones. Por ejemplo, que las empresas no tienen el tamaño para invertir en I+D+i: el 82 por ciento de las empresas españolas tiene uno o dos trabajadores, según el INE. O que la investigación de los centros académicos, los mayores solicitantes de patentes, no se materializa en productos o servicios privados porque no hay puentes entre ambos mundos: la tasa de investigadores españoles vinculados al sector empresarial ronda el 36 por ciento, la mitad que en los países más innovadores, según la OECD. Pese a todo, Martín se ha llevado una sorpresa recientemente: “La eclosión de innovación relacionada con la pandemia es extraordinaria”, asegura. “Ha demostrado que somos un país de gente muy ingeniosa. Si esta crisis deja dos conclusiones es que España no puede depender de sectores sin valor añadido como el turismo, y que somos capaces de desarrollar I+D+i para combatir una pandemia mundial. Es hora de cambiar nuestra percepción de nosotros mismos”.
El ojo del mañana
Daniel Kumpel dirige un proyecto de visión artificial capaz de ver el virus
Daniel Kumpel fue de los primeros en España en asomarse a la inteligencia artificial. “Cuando hablabas de inteligencia artificial y te veían como un friki”, recuerda. Ingeniero de Telecomunicaciones, con 24 años Kumpel aplicó visión artificial al primer robot industrial español de la mano del CSIC. Luego cambió de sector, fundando por el camino una empresa que llegó a tener 900 empleados y sedes en cinco países. Hoy, con 61 años, Kumpel ha vuelto a lo que fue su primera especialidad para dirigir un proyecto potencialmente revolucionario.
Desde su casa en Madrid, en una urbanización con vistas a las cuatro torres, Kumpel, que recibe en traje y zapatos, explica su último proyecto. IOVI, una startup sevillana fundada en 2018, se especializa en visión artificial. Su tecnología es capaz de ver frecuencias muy pequeñas, fuera del espectro visible y, a su vez, aprender a reconocer patrones dentro de esas frecuencias. Por ejemplo, uno de sus clientes buscaba automatizar la clasificación de aceitunas por color. Así que IOVI entrenó a su ojo para que reconociese diferencias en la frecuencia entre una aceituna verde o negra y activase mecanismos en la cadena de producción que las separase correspondientemente. Todo en cuestión de milisegundos.
Kumpel asumió el control de IOVI hace un año y amplió la estrategia empresarial. El equipo adaptó el ojo a la detección de hongos y bacterias para reconocer patógenos en cultivos. “La cámara puede identificar un patrón lumínico y aprende a asociarlo a un patógeno”, explica el CEO de IOVI. Es decir, si uno le muestra miles de imágenes de un mismo cultivo, infectado y sin infectar, el ojo aprende a diferenciarlos. Cuando llegó marzo el mundo puso toda su atención en un patógeno desconocido. También Kumpel. Actualmente, IOVI se encuentra en proceso de educar a sus cámaras para la detección del Covid-19. El objetivo es que el ojo pueda identificar en tiempo real donde hay colonias del virus en una UCI, en un vagón de metro o en una mano: ver el virus.
IOVI también está educando a sus cámaras para nuevos usos, como localizar potenciales aglomeraciones, detectar casos de tos o comprobar el uso de la mascarilla. La visión hiperespectral tiene mucho potencial, asegura Kumpel: “En los próximos cinco años aquí se va a producir una revolución”. Y sus aplicaciones son infinitas: “Puede detectar si alguien va a robar, si lleva media hora dando vueltas por un supermercado y no ha comprado nada. Puede dividir la expresión humana en 68 microgestos asociados cada uno a un sentimiento y detectar cuando una persona se está volviendo agresiva…”.
Kumpel ha hecho negocios en todo el mundo. Recientemente viajó a Israel, el país con mayor tasa de I+D del mundo: invierte un 4,9 por ciento de su PIB en innovación, según la OECD. España, el 1,2. Kumpel atribuye la diferencia, en parte, a una cultura enemiga del riesgo: “El mercado laboral está tan golpeado en España que la gente tiene mucho miedo a perder el trabajo. Muchos chicos con talento se imaginan en relación de dependencia con un sueldo. Se aferran a él para vivir. Eso es un cáncer para este país. Porque te quedas en la zona de comfort, no arriesgas. Esa cultura va contra el emprendimiento”.
Protección contra el miedo
María Ángeles Tiscar ha diseñado una mascarilla para hipersensibles
María Ángeles Tiscar recibe con su invento puesto. También lo hace su marido que, tras proceder a una desinfección de zapatos y manos, tiende una bolsita. Son unos patucos, cosidos a mano por la propia Tiscar. Una vez limpio, uno se adentra en este piso del barrio l'Eixample de Barcelona, de techos altos y suelos de mosaico, para conocer la historia de una invención surgida de la necesidad y consolidada con audacia.
Tiscar, 47 años, padece fibromialgia. La fibromialgia es una enfermedad del sistema nervioso que trastoca el umbral de las sensaciones, tanto físicas como psicológicas. “Tengo las alarmas alteradas”, explica Tiscar. “El índice del dolor se me dispara. Me haces una caricia y me duele. También se me potencian los miedos. Ayer decían que venía una DANA y ya estaba aterrorizada”. A Tiscar se le hace imposible llevar bolso, cargar peso o estar mucho tiempo de pie. También llevar mascarilla. “No la soportaba. Me subían los picos de dolor, acababa con migrañas”, explica. Así que se sentó a la máquina de coser y, tras meses probando, encontró una solución. El prototipo final consiste en un cubrebocas de algodón con dos capas de tejido antibacteriano e hidrófugo y con patillas moldeables que se apoyan en la oreja, como una gafa. Cubre nariz y boca pero, al no tener goma a la altura de la barbilla, permite respirar con mayor comodidad. Esto es importante para quienes, como el marido de Tiscar, Francesc Morilla, propietario de varias bodegas en el Mercado de La Boquería, trabajan de cara al público. Morilla pasaba horas con la mascarilla puesta mientras despachaban a los clientes. Fue él quien la popularizó entre comerciantes del mercado.
Desde el despacho que convirtió en centro de operaciones, la mesa llena de hilos y alambres y hasta tres máquinas de coser en las estanterías, Tiscar cuenta cómo llegó a firmar su primera patente: “Yo hago muchas cosas, soy muy inquieta. Con la fibromialgia intento solucionar problemas que tengo: diseño un bolso, unas botas de agua… Pero nunca voy mas allá. Esta vez familiares y amigos me animaron a patentar la mascarilla y pensé que quizás también podría servir a otras personas”, dice la inventora, que actualmente busca una empresa que la comercialice.
El caso de Tiscar es paradigmático de cómo la sociedad ha respondido a la pandemia, explica Enrique Villacé, presidente de la Asociación Española de Inventores: “Es verdad que en época de crisis se aguza el ingenio. Ha sido tremenda la avalancha que ha habido de invenciones, a mucha gente se le ha encendido una bombilla”. Según los datos de la Oficina Española de Patentes y Marcas, los últimos meses han visto récords en el número de Modelos de Utilidad solicitados en casi una década (el Modelo de Utilidad es un tipo de patente que tarda poco tiempo en otorgarse y que protege inventos como las mascarillas). Villacé se encarga de asesorar a inventores que buscan patentar una idea. En los últimos meses han llamado a su puerta físicos, camareros, ingenieros, amas de casa y funcionarios, la mayoría con una idea para una nueva mascarilla o pantalla. Como dice Villacé, “el ingenio le puede llegar a cualquiera”.
‘Barrio Sésamo’ 2.0.
Cristóbal Viedma ha creado una ‘app’ para aprender inglés jugando
Para entender qué es Lingokids conviene remontarse a Barrio Sésamo. “Es nuestro referente”, explica Cristóbal Viedma, 37 años, fundador y CEO de esta startup madrileña, que creció aprendiendo con las marionetas. “Yo no pienso en Barrio Sésamo como educación”, señala, y precisamente ese es el objetivo de Lingokids, una app que enseña inglés a niños de entre dos y ocho años. Que los niños aprendan sin darse cuenta, jugando. Playlearning lo llaman. Y funciona. 20 millones de familias de 190 países utilizan sus contenidos: vídeos, juegos y canciones... Seis millones de familias más desde que estalló la pandemia, que ha disparado el uso de la tecnología en los hogares: según un estudio de GAD3 y Empantallados, el uso de las pantallas como entretenimiento entre semana ha aumentado un 76% entre los niños. “Ya no es cuestión de si las pantallas son buenas o son malas, sino de que todo el mundo las está utilizando”, apunta Viedma. “Es hora de buscar el mejor contenido”.
Ese contenido, según Dorothee Monschau, 41 años, directora de Alianzas Estratégicas y Desarrollo de Negocio de la startup, es aquel que entretiene al niño y convence al padre: “La clave es que los padres entiendan que sus hijos están aprendiendo y que los hijos no sientan que están siendo forzados a aprender. Tiene que ser algo que les guste”, apunta, mientras señala a sus dos hijas que se entretienen con una tablet en una esquina de la oficina. Para entender qué le gusta a un niño, Lingokids ha fichado a grandes nombres del mundo del videojuego, como Javier Arévalo, desarrollador de títulos como Star Dust o Commandos, y de la animación, como Guillermo García-Carsí, creador de Pocoyó. En los cuadernos de este último, esparcidos sobre su mesa de trabajo, conviven esbozos y registros de expresiones de Cowy the Cow o Billy the Chick, algunos de los personajes que protagonizan los vídeos que desarrolla García-Carsí: baterías de dos minutos llenas de gags y ritmo. Y es que las aventuras de Billy the Chick compiten con YouTube, Roblox o Netflix. Si la trama se estanca, hay muchas más a unos clicks. Y no siempre las más edificantes.
Por eso la digitalización de la educación, acelerada por la pandemia, todavía suscita dudas: ¿Cómo hacer que un niño vaya al colegio si el colegio está en la tablet? “Históricamente, la solución ha sido obligarle”, explica Viedma. “De 9 a 2, al cole. Pero en digital no es así: no puedes decirle ‘de 9 a 2 solo vas a utilizar esta app’”. La respuesta de Lingokids pasa por no demonizar las pantallas y utilizar su potencial para hacer del aprendizaje algo divertido. “La pantalla es tecnología igual que un libro es tecnología”, defiende Viedma. “Es una herramienta más. Lo que importa es el uso que le des”. Él y su equipo la siguen modelando para sacarle el uso más apto para los más pequeños. Igual que hicieron sus referentes con la televisión. “Si Barrio Sésamo fuese a inventarse hoy, probablemente lo harían como nosotros”, asegura Viedma.
Artillería contra ‘hackers’
Víctor Mayoral, el vitoriano que inmuniza a los robots
Recién salido de la universidad, Víctor Mayoral, hoy, 31 años, parecía tener la vida hecha. Con dos carreras en la cartera —estudió Ingeniería de Telecomunicaciones por las mañanas e Ingeniería Informática por las tardes— cursaba un doctorado en el Istituto Italiano di Tecnologia, un centro científico de referencia, vivía en California e investigaba para Open Robotics, un proyecto puntero en robótica. Cobrando lo que Mayoral llama “un salario californiano”. Seis cifras, aclara. Era el primer universitario de su familia.
Pero en 2014, con apenas 24 años, Mayoral abandonó el doctorado y cambió California por su Vitoria natal, le pidió 3.000 euros a su padre, que estaba en paro, para fundar con su hermano, que también estaba en paro, una empresa de software para drones. Para Mayoral supuso abandonar un cómodo régimen laboral, “el culmen de lo que todos buscamos cuando estudiamos en la universidad”, asegura, para emprender en una España en la que emprender era de todo menos cómodo. “Lo que motivó la vuelta fue una decepción con el mundo académico”, explica. “Cuando uno trabaja en un ámbito tan aplicado como la robótica uno busca que sus invenciones tengan un fin práctico. Allí no lo tenían”. Las ideas de Mayoral tomaron forma bajo el nombre de Erle Robotics. Víctor llevaba la parte técnica, su hermano la administración. Llegaron a duplicar ventas regularmente cada dos meses. Pasaron de ser dos a ser 16 empleados. Por el camino Víctor se convirtió en uno de los diez españoles nominados a ‘Emprendedor Menor de 35’ por la MIT Technology Review. Hasta que vendieron la empresa por varios millones de euros. “Nos vimos a una edad muy temprana con más dinero del que podíamos gastar”, recuerda su fundador.
No obstante, Mayoral continuó centrado la robótica, uno de los sectores punteros en nuestro país. España es el décimo país del mundo que más invierte en robótica, con 53.000 robots instalados en 2018, según la Federación Internacional de Robótica. En 2019, fundó su segunda startup, Alias Robotics, enfocada en proveer soluciones de ciberseguridad para robots. Y es que, según señala Mayoral, la mayoría de los robots no están protegidos frente a ciberataques. Hackear un vehículo autónomo y estrellarlo, robar los planos de una casa registrados en una aspiradora automática o paralizar un brazo robótico en una cadena de montaje, causando pérdidas millonarias, está al alcance de muchos hackers, asegura.
La pandemia no ha hecho más que acentuar la relevancia de la robótica: “El coronavirus está generando mucha adopción de robots. Estamos tendiendo a automatizar más”, explica Mayoral. Esa automatización está afectando también a los centros sanitarios, que ya están implementando desde robots quirúrgicos a robots de desinfección. En Alias Robotics probaron a hackear estos últimos, que desinfectan UCIs mediante rayos ultravioleta, potencialmente cancerígenos. Tomar control fue trivial, señalan. Por eso la empresa ha puesto a disposición de los centros sanitarios un servicio pionero que lanzó a principios de marzo, producto de dos años de investigación, llamado Sistema Inmunológico de Robots. “Se trata de un antivirus para robots inspirado en el sistema inmune humano que aprende del comportamiento de la máquina”, explica Mayoral. Innovación aplicada, como siempre, a la praxis.
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