Cerámica de confinamiento
Esta es la historia de amor de una fotógrafa por la tierra de sus ancestros. Y cómo dio forma allí a la cerámica del confinamiento. Un relato en primera persona.
SENTIR LA PULSIÓN creativa, artística, es un gran regalo. Me ha enseñado a vivir la vida siempre con pasión. Y en tiempos de crisis puede, además, convertirse en una tabla de salvación. Elaborar con las propias manos algo tangible, un objeto precioso cargado de significado, resulta profundamente satisfactorio. No sé muy bien cómo empezó todo. Pero podría escribir un libro de muchas páginas sobre cómo llegué a elaborar cerámica durante la pandemia de la covid-19.
Mi madre es una española originaria de la pequeña pedanía de Peñarrubia, perteneciente a Elche de la Sierra, en la provincia de Albacete. Ese nombre hace honor a una gran peña cercana que, según la leyenda, experimentó una erupción volcánica. En su cima se pueden vislumbrar aún restos de asentamientos árabes que elaboraron cerámicas, en su mayoría vasijas para almacenar agua y comida. Aquí pasamos muchos veranos de nuestra vida mi madre y yo, viajando desde Estados Unidos.
Años después, viviendo yo en Madrid, recién casada y con un hogar construido en Peñarrubia, me apunté a clases de cerámica en un centro cultural de barrio. Humedeciendo mis manos en amasijos de arcilla me reencontré con el color terracota y reflexioné sobre aquel barro que mis ancestros utilizaron en Peñarrubia y que provenía de ese río que tanto amo: el Segura. Más adelante descubrí que durante el último siglo la aldea produjo tejas con esos tonos. Aquel pueblo, su tierra y el agua eran maternales en muchos sentidos.
Antes de que se declarara el estado de alarma en marzo, mi marido, mi hijo y yo viajamos hasta nuestra casa de Peñarrubia, donde permanecimos confinados. Como fotógrafa freelance que iba a permanecer aislada, aquella nueva situación supuso la mejor excusa para encontrar una actividad en la que sumergirme. Y la cerámica de elaboración tradicional iba a ser el objetivo.
Monté mi estudio en la cocina, reuní los materiales necesarios y llegué a la conclusión de que necesitaba un horno que alcanzara temperaturas mucho más altas que uno convencional. Empecé elaborando tazas enroscadas. Me fui familiarizando con las formas básicas de las cerámicas japonesas, griegas y africanas. Primero utilizaba el horno de la cocina a 190 grados centígrados durante tres horas y dejaba cada pieza hornearse al sol al menos un día para secarse. Aproximadamente la mitad de las piezas se rompían o agrietaban al pasar por el fuego, de manera que cada una de ellas que sobrevivía se convertía en algo aún más especial.
Luego construí un horno al aire libre formado por una base de ladrillos y un lecho de paja y virutas de madera sobre las que había que colocar las piezas. Durante tres horas al calor de las llamas, las piezas iban adquiriendo nuevas tonalidades.
Dejándolas reposar durante toda la noche crecía la incertidumbre sobre cómo serían las formas y colores definitivos, cuáles habrían sobrevivido a la cocción y qué aspecto tendrían las piezas terminadas.
A la mañana siguiente, algunas mostraban su carbonización. Instintos básicos, fuego primitivo, tierra y agua, química y algo de ciencia. Cada una de estas creaciones tiene su propia historia. El humo y el fuego solidificaron sus poros. Y hornearon sus superficies con texturas de tonos sombreados, en su mayoría negros, grises, cobres y dorados.
Poco a poco fui aprendiendo de mis errores. Aparecieron nuevos tonos con cada nueva pieza. Muchas se rompieron con los fuegos que siguieron. A medida que el final de nuestra estancia confinada en Peñarrubia se fue acercando, mis primeros prototipos de cerámica que marcarían mi estilo en esta disciplina cobraron vida en la tierra de mis ancestros.
Tanto los buenos como algunos malos momentos los he pasado aquí como el resultado final de una obra de arte. Ahora sé que no importa lo que pase ahí fuera en el resto del mundo. Puedo sobrevivir y ser feliz con lo que hago, a pesar de que todo lo duro siga avanzando en su curso tenebroso.
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