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Palos de ciego
Columna
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No se puede vivir sin Fellini

Javier Cercas

Que yo sepa, nadie previó tan pronto y con tanta lucidez como Fellini este descalabro político general

Viajé por primera vez a Italia el 16 de junio de 1977, al día siguiente de que España celebrara sus primeras elecciones democráticas en cuatro décadas. Yo acababa de cumplir 15 años y no viajaba por razones políticas, sino deportivas: para jugar un torneo de balonmano. Todos mis compañeros de equipo eran mayores que yo, y una noche nos escapamos del hotel y acabamos en una sala de fiestas que ofrecía un espectáculo cuyo número estelar era un striptease. Soy incapaz de explicar lo que sintió aquel adolescente que era yo, criado en el tétrico clericalismo franquista, al ver desnudarse una mujer delante de él. Sólo diré que durante años estuve completamente enamorado de ella, y que a ratos tengo la impresión de que todavía me duelen las manos de tanto aplaudirla.

Lo anterior ocurrió en Rimini, la ciudad natal de Federico Fellini, y, aunque es verdad, parece sacado de una de sus mejores películas: Amarcord. Es lo que ocurre con los genios: que acaban colonizando con su imaginación nuestras vidas. La palabra genio adolece de un molesto énfasis romántico, pero lo cierto es que, para mí, Fellini es uno de los cuatro o cinco directores esenciales de la historia del cine, así que no dejaré pasar este año de su centenario sin escribir sobre él. Quien dude del talento descomunal de Fellini puede ver de nuevo La dolce vita, Otto e mezzo, Ginger e Fred o la propia Amarcord; quien no las haya visto no sabe la suerte que tiene: aún puede experimentar el deslumbramiento de la primera vez.

Cuando se habla de Fellini (al menos del Fellini más celebrado) se habla con razón del caos aparente y el profundo rigor de sus películas, de su humor gamberro, su erotismo y su onirismo, de su portentosa imaginación visual, su barroquismo grotesco y su fantasía desaforada, de su casi infalible sentido del espectáculo; menos se habla, creo, de algo quizá más esencial. Me refiero a la alegría que rezuma todo su cine, entendida la alegría en un sentido muy preciso: como una adhesión sin fisuras a lo real. Contra lo que sus detractores sostenían, el cine de Fellini es muy consciente de las carencias del mundo, de sus horrores, catástrofes e injurias; más consciente es todavía, sin embargo, del milagro efímero de la existencia, y por eso propone una valerosa e inflexible celebración de la vida. “No hay un final”, dice la frase más recordada del cineasta. “No hay un principio. Sólo hay una infinita pasión por la vida”.

También es injusta la acusación de apoliticismo que persiguió a Fellini. Éste padeció desde muy pronto la fascinación y el espanto de la sociedad del espectáculo, y detectó con precocidad uno de los rasgos fundamentales de nuestro tiempo: el poder casi omnímodo de los medios de comunicación, que no sólo reflejan la realidad, sino que en cierto modo la crean. Esto explica que, al final de su vida, Fellini se obsesionara con el ascenso de Silvio Berlusconi y que, como recordaba Daniel Verdú en este periódico, escribiera un guion sobre una Venecia distópica convertida por el magnate mediático en un plató publicitario. De aquellos polvos, estos lodos: las televisiones de Berlusconi esquilmaron el gran cine italiano —una de las mayores bendiciones del siglo XX—, lo sustituyeron o intentaron sustituirlo por subproductos televisivos, embistieron contra la riquísima cultura de aquel país y fomentaron un clima de degradación moral y cinismo político que facilitó los muchos años de gobierno de Berlusconi y preparó el terreno al nacionalpopulismo bifronte de Salvini y el Movimiento Cinco Estrellas, que constituyen la versión italiana del nacionalpopulismo rampante en todo Occidente, una calamidad sustentada por doquier en el uso tóxico de los medios (baste pensar en Donald Trump, ese Berlusconi norteamericano). Que yo sepa, nadie previó tan pronto y con tanta lucidez como Fellini este descalabro político general.

En fin. Un personaje de Antes de la revolución, la pe­lícu­la de Bernardo Bertolucci, afirma que “no se puede vivir sin Rossellini”. Lleva razón, porque Roberto Rossellini fue, aparte del maestro de Fellini, otro de los grandes del cine italiano. Pero sin Fellini tampoco se puede vivir.

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