El cebo
Este relato de ficción empieza con una palmera. A veces de chocolate, a veces de huevo. Y a partir de ahí, un viaje sensorial lleno de sabores y emociones convertidos en alimento para el cuerpo y la creación artística. Acaso un señuelo que da pie a un banquete interminable.
El primer día ocupé mi lugar en el círculo y me presenté:
—Me llamo Toni y llevo 23 días a base de verdura al vapor y pechuga de pavo a la plancha.
Un murmullo de admiración recorrió la salita donde se reunía el grupo. Los presentes se miraron entre sí, y luego se giraron hacia donde yo estaba. Todos ellos tenían la tela de las mascarillas tensionada, así que supuse que me estaban sonriendo. Frente a mí se sentaba el Moderador, un trabajador social con obesidad mórbida y una mascarilla con el rostro de Jesucristo impreso en miniatura sobre la leyenda Se busca.
—Enhorabuena, Toni —me felicitó—. ¿Quieres añadir algo más?
—Sí. Me gustaría contaros lo de la palmera.
—Muy bien, Toni, adelante. Te escuchamos. ¿Qué es lo de la palmera?
—Lo de la palmera fue una idea que tuve para acabar con mi bloqueo creativo. No sé si sabéis qué es un bloqueo creativo.
—Explícalo, Toni, adelante.
—No hay mucho que explicar. Soy escritor y un buen día dejaron de ocurrírseme cosas. Así, de repente. Me sentaba a trabajar y no era capaz de escribir ni siquiera capítulo primero. Era como si las teclas del ordenador me dieran calambre. No podía ni tocarlas. Se lo comenté a Bill Gates, que es amigo mío, y me dijo: “Toni, prueba a escribir en el conticinio”. Como me lo dijo en español, busqué conticinio en el diccionario y ese mismo día puse el despertador a las cinco de la madrugada porque según el Diccionario de la Real Academia, que es el que yo uso, conticinio es la hora de la noche en la que todo está en silencio.
—O sea, las tres o las cuatro de la madrugada —aventuró una joven gordita a mi derecha, que llevaba una mascarilla con el nombre de nuestro grupo de terapia, B.A.C.O. Luego supe que se llamaba Esmeralda, y que todos la llamaban Esme.
—Depende del barrio. En el mío, que era muy turístico antes de la pandemia, la calle no se quedaba tranquila hasta las cinco de la madrugada. El primer día que el despertador sonó a las cinco fui incapaz de levantarme. Dormir me gusta más que comer; las cinco de la madrugada no se ha inventado para mí. “Ponte un cebo”, me dijo Bill Gates. Y entonces se me ocurrió lo de la palmera: comprar una palmera de chocolate (que me encantan) y meterla en el frigo para comérmela a las cinco.
—¿Hay algún problema en que Toni hable de palmeras de chocolate? ¿Alguien se siente ofendide, interpelade o simplemente incómode? —preguntó el Moderador.
Aunque hablar de comida y describirla con detalle no estaba prohibido explícitamente, algunos miembros del grupo preferían que en las reuniones de terapia no se hiciera referencia directa a la comida. Otros, en cambio, consideraban que las tácticas de evitación provocaban más deseo y más hambre, y en consecuencia eran partidarios de lo que ellos llamaban recreaciones verbales. En aquella ocasión, la primera vez que asistí a una sesión de Bebedores Abstemies y Comedores Obsesives, nadie se opuso a que contara el experimento de la palmera.
—A la mañana siguiente, cuando sonó el despertador, abrí los ojos y en lo primero que pensé fue en la palmera de chocolate. Me puse en pie de un salto, la saqué de la nevera y me la comí bien fresquita.
—¿Y luego te pusiste a escribir? —preguntó a mi derecha con un vozarrón atronador un negro gigante que necesitaba dos sillas para sentarse, y que con el tiempo acabó siendo mi esposo. Se llamaba, y se llama, Norman; y es de Costa Rica.
—No —respondí—. Aquella mañana no escribí mucho, pero como me dijo Bill Gates, acababa de dar el primer paso y todo lo demás iría cayendo por su propio peso. Esto me lo dijo en inglés, la traducción es mía. Al día siguiente hice lo mismo; y al otro también, y al otro. Y todos los días funcionaba: sonaba el despertador y me levantaba de un brinco en busca de esa sensación que conocéis tan bien y que nunca se olvida: la del hundimiento de los incisivos centrales en esa gruesa capa de chocolate negro que recubre las buenas palmeras.
Aquí se oyeron algunas risas nerviosas, carraspeos y los primeros ruidos de tripas.
—¿Dónde comprabas las palmeras? —me preguntó Norman.
—Busqué cuáles eran las mejores de España y encargué varias muestras. Probé las que hacían tres obradores de Madrid, uno de Barcelona, uno de Reinosa y otro de Cantabria, que fue con el que me quedé.
—¿Por qué te quedaste con la palmera de Cantabria? ¿Por la densidad del chocolate? ¿Por la mantequilla del hojaldre?
—No. Te voy a ser muy sincero: lo que más me gustó fue el tamaño. Las palmeras de Cantabria son el triple de grandes que las otras. Y son deliciosas. Todos los días, salvo los fines de semana, a las cinco de la madrugada, mis dientes profanaban el chocolate con un rumor leve y sedoso que en pleno conticinio sonaba brutal, como la pisada de un soldado en la nieve virgen.
—¡Se nota que eres escritor! —exclamó Esme, y su máscara se tensó.
—Me gustaría —dijo Norman— que Toni hiciera una recreación verbal del momento en el que mordió el hojaldre. ¿Alguien tiene algún inconveniente?
Nadie puso ninguna objeción, pero se volvieron a oír las tripas de alguien que parecía desperezarse ante el recuerdo de la bollería industrial.
—Adelante, Toni —me invitó el Moderador—. ¿Quieres compartir con nosotres el momento en el que muerdes el hojaldre?
—Por supuesto. Todos conocéis ese momento: la capa de chocolate se perfora, los dientes llegan hasta el hojaldre crujiente, las mandíbulas aprietan y la masa horneada se quiebra con un chasquido para ofrecernos su interior, esa textura mantecosa que se deshace entre el paladar y la lengua.
Se hizo un silencio.
Mucho tiempo después, ya casados, Norman me confesó que se había enamorado de mí en esa recreación verbal. Escucharla le había proporcionado el mismo placer que en otro tiempo le dieran los donuts.
—¿No te cansabas de comer palmeras de chocolate todos los días?
La pregunta me la hizo la primera mujer obesa de rasgos orientales que veía en mi vida. Estaba allí, a mi izquierda, se llamaba Beqi. Había ingresado en el grupo para desintoxicarse del ramen, la sopa japonesa. Comiera lo que comiera, por abundante que fuese, Beqi siempre tenía que terminar con un ramen. Y a veces con dos.
—Cuando me hartaba de las palmeras de chocolate —le respondí—, encargaba palmeras de huevo.
—¡Palmeras de huevo! —exclamó Norman—. ¿Podrías describirlas?
—Claro. Tenían el hojaldre muy prieto y la yema muy dura.
—¡Uf! ¿Te importaría repetirlo, silabeando?
—Te-ní-an el ho-jal-dre muy prie-to y la ye-ma muy du-ra.
—¡Cómo sabes hacerme salivar, pendejo! Mira, mira cómo estoy.
El Moderador, que sabía lidiar con la gula, pero que parecía ponerse nervioso con la lujuria, cortó por lo sano:
—Toni, ¿qué tipo de palmera te gustaba más? ¿La palmera de chocolate o la palmera de huevo?
—Comerse una palmera de chocolate es una fiesta de sonidos y texturas; pero zamparse una de huevo es un chute de glucosa en el hemisferio derecho, que es el que gobierna la creatividad. A veces me resultaba muy difícil elegir entre una y otra. Al final renuncié a hacerlo, y en los últimos años me comía dos palmeras, una de cada.
—¿Escribías después de las palmeras? —quiso saber Norman—. Has dicho que la de huevo te estimulaba la creatividad.
—Qué va. Después de las palmeras me tomaba un café.
—¿Con leche?
—Con crema. Un flat white. Me gusta mucho ese contraste.
—Y después del café, a escribir.
—No. Al final no escribía. Después del café tenía que desayunar. Sin alimento, el cerebro no funciona. Os recuerdo que la palmera era un cebo, en palabras de Bill Gates; no un alimento. Pero para los desayunos nunca he sido maniático. Disfruto igual con un country breakfast, a base de huevos fritos, beicon y alubias, que con una tosta de pan integral con rodajas de aguacate espolvoreadas con dukkah de avellana y pistacho sobre un lecho de humus de alcachofa. Soy feliz mojando un cruasán a la plancha con mantequilla y mermelada y también lo soy con el refrescante caldo de unas gachas de avena con manzana y canela. Disfruto igual haciendo una papilla de galletas maría en el cola-cao que saboreando un pan de plátano, nueces y yogur griego. Soy tan omnívoro que me resulta difícil elegir; así que al final lo que hago es probar un poquito de cada cosa. Y, una vez satisfecha la gula, me preparo un desayuno nórdico a base de salmón ahumado, huevos, langostinos, caballa, queso cottage y verdura. El desayuno es la comida más importante del día. Si has desayunado bien, lo notas por el sopor. Pero antes de la siesta del carnero hay que tomar un poco de té verde con pastas árabes porque después del sueñecito de media mañana lo que apetece es picoteo salado o encurtidos: pepinillos en vinagre rellenos de anchoa y boquerón, o gildas, mis banderillas favoritas, aunque últimamente he vuelto a un vicio inconfesable que adquirí en los tiempos del instituto, y que consiste en vaciar de miga un mollete de pan y llenarlo de kikos. Es un aperitivo un poco basto, pero me trae recuerdos que voy apuntando en un post-it o en una moleskine con la intención de desarrollarlos al día siguiente, a las cinco de la madrugada, cuando me levante a escribir.
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