A favor de las listas negras
Allí estaba yo, como siempre en el pelotón de cabeza, pero esta vez vi, justo al lado de mi nombre, el de Serrat
Pues sí: soy un gran entusiasta de las listas negras. Lo soy desde que, en compañía de mis dos mejores amigos, consagré gran parte de mi infancia y adolescencia a elaborar una de ellas. Recuerdo que la lista incluía la práctica totalidad de los profesores del colegio de los Maristas y la nómina íntegra de los hermanos, así como al fundador de la orden, beato Marcelino Champagnat (a título póstumo), y a la Santísima Trinidad (a título honorífico). También figuraban allí todos los tipos guapos y con moto que volvían locas a las chicas guapas, todos los políticos de la Transición, con Adolfo Suárez a la cabeza, todos los idiotas que imitaban a Bruce Lee y a John Travolta (no así las imitadoras de Olivia Newton John, que nos provocaban un entusiasmo babeante), el escritor o gurú T. Lobsang Rampa, los filósofos Karl Jaspers, Sören Kierkegaard y Duns Scoto (también conocido entre nosotros como Duns Scroto por culpa de Guillermo Cabrera Infante), Walt Disney y Bambi, Heidi y su abuelito, Julio Iglesias y Gwendoline, los Mensajeros de la Paz, todos los integrantes de Viva la Gente y la entrañable canción del mismo título, el quinteto melódico Mocedades, todos los personajes de la serie La casa de la pradera (también los actores que los interpretaban) y un largo etcétera de personas dignas del máximo respeto y consideración por quienes sentíamos una inquina feroz. Es imposible enumerar los beneficios que nos deparó, a aquel trío de descerebrados, la confección de esa lista de enemigos a muerte, ingente tarea en la cual invertimos horas y horas de doctas disquisiciones virtualmente ininteligibles; baste decir que abrigo la certeza de que, de no haber mediado ese asiduo ejercicio de odio sin límites, ahora mismo no seríamos lo que somos —tres hombres de bien, padres de familia abnegados y ciudadanos respetuosos de la ley—, sino aquello que a todas luces estábamos destinados a ser: una banda de atracadores a mano armada.
Por desgracia, pasada mi adolescencia las listas negras entraron en franca decadencia, yo al menos no volví a saber de ellas. Una de las innumerables bendiciones que nos ha deparado a los catalanes el procés, sin embargo, ha sido su retorno. Yo figuro en todas. Eso es siempre un motivo de satisfacción, claro está, pero lo que no podía imaginar es lo que ocurrió cuando me mandaron la última. Y es que allí estaba yo, como siempre en el pelotón de cabeza, pero esta vez vi, justo al lado de mi nombre, el de Joan Manuel Serrat. Caí de hinojos al suelo, como fulminado por un rayo, crucé los dedos de las manos y las alcé al cielo. “Gracias, Dios mío”, clamé. “Gracias por colocarme junto al Noi del Poble Sec. Es lo mejor que me ha pasado en la vida desde que un día vi a lo lejos, fugazmente, a Ringo Starr. Gracias, amigos secesionistas: a cambio de este privilegio, yo no hubiera vacilado un segundo en entregar mi madre a una mafia albanokosovar consagrada a la trata de blancas, y aquí lo tengo, gratis et amore. Ya puedo morir tranquilo”. Luego, tras enjuagarme unas lágrimas de gratitud, leí la lista entera. No era muy nutrida. La encabezaba Miquel Iceta y constaba sobre todo de gente que se gana la vida con la política: políticos y periodistas; en cuanto a los que no se la ganan con ella, sino que la pierden (o sea, eso que antes se llamaba intelectuales), eran los siguientes. Un cantante: el susodicho Noi. Una cineasta: Isabel Coixet. Una actriz: la difunta Rosa Maria Sardà. Un profesor universitario: Francesc Trillas. Y un plumífero: este servidor de ustedes. Ni uno más. En ese momento comprendí por qué, cada vez que alguien me llama intelectual, me entran ganas de fracturarle la nariz de un cabezazo marsellés.
En suma: dados los miríficos beneficios que procuran las listas negras a la ciudadanía, debería estimularse su existencia. En Cataluña, en particular, podría destinarse parte del fondo de reconstrucción de la UE a subvencionarlas. “¿Te crees que no están ya subvencionadas, pedazo de idiota?”, oigo que me dice una vocecita. Bueno, pues a subvencionarlas más. Urge fomentar la concordia. Se nota, se siente: vamos por buen camino.
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